La depresión es uno de los grandes males de las sociedades occidentales. En la actualidad, se estima que más de 300 millones de personas en el mundo padecen este trastorno, que se ha convertido en la principal causa de discapacidad. Solo en nuestro país, más de dos millones de personas sufren depresión. Esta afecta más a las mujeres que a los hombres (por cada caso diagnosticado en hombres, se identifican dos en mujeres). Además, este trastorno de la salud mental puede multiplicar hasta 21 veces el riesgo de suicidio. De hecho, entre el 60 y el 90% de los suicidios en España se producen en personas que padecían depresión.
Esta preocupante panorámica actual es aún más sombría cuando se enmarca en el contexto de las últimas décadas: la depresión ha ido al alza en casi todo el mundo, así como el consumo de medicamentos antidepresivos. Una situación que se ha agravado de forma drástica con la irrupción de la pandemia de COVID-19. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), la prevalencia mundial de depresión aumentó un 25% en 2020. Las causas principales que se barajan para ese incremento son el aislamiento social por los confinamientos y las restricciones en la movilidad y en las reuniones, la incertidumbre sobre el futuro laboral y económico, el fallecimiento de seres queridos, el miedo al contagio o a contagiar a otras personas…
No pocas personas podrían pensar que deberíamos saber mucho sobre la depresión, al ser un trastorno mental tan frecuente y con tanto impacto en las sociedades occidentales. Desafortunadamente, no es así; en absoluto. Diversas cuestiones vitales en torno a la depresión son todavía un enigma y esto es un grave problema tanto para su diagnóstico como para su tratamiento.
Existe una gran diferencia entre nuestro conocimiento real sobre la depresión y las ideas preconcebidas sobre este trastorno, tan extendidas en la cultura popular. Ojalá los médicos y científicos supiéramos tanto sobre la depresión como la población general cree que sabemos o como las farmacéuticas han tratado de hacernos creer. Sin embargo, esta es la cruda y honesta realidad, sin trucos ni engaños, no sabemos qué mecanismos biológicos desencadenan la depresión.
No sabemos qué provoca la depresión
Sufrir depresión no es simplemente “estar triste”, pues la tristeza es un sentimiento normal que forma parte inevitable de la vida y que aparece ante diversas situaciones: una ruptura amorosa, la muerte de un ser querido, un despido del trabajo... La depresión va mucho más allá: altera de forma drástica la vida y las vivencias de las personas durante un largo tiempo. En la rutina diaria se instalan de forma constante los sentimientos de tristeza, vacío o culpa. Aparecen la desmotivación y el desinterés por todas aquellas cosas que antes se disfrutaban y aportaban alegría. El cansancio, la irritabilidad, el insomnio, los trastornos del apetito o evitar participar en eventos sociales son algunos de los muchos síntomas que pueden aparecer en este trastorno.
Las causas tras la depresión son múltiples y complejas y participan factores tanto biológicos como psicológicos, socioeconómicos y culturales. Ciertas depresiones pueden tener un claro origen biológico (como las depresiones endógenas o las provocadas por ciertos medicamentos o enfermedades), en las que no se conoce ningún acontecimiento vital negativo que pueda haber contribuido a su aparición. Sin embargo, estas depresiones suponen un pequeño porcentaje del total. En la gran mayoría de los casos, existen múltiples y diversos factores que confluyen en una depresión y la originan.
¿Y a través de qué mecanismos biológicos terminan las diferentes causas por desencadenar una depresión? Muchas son las hipótesis que se han planteado al respecto y la respuesta, sincera y honesta, sigue siendo la misma en la absoluta mayoría de los casos: no lo sabemos. Desde hace siglos, multitud de científicos han investigado el cerebro de distintos modelos animales y humanos para arrojar algo de luz sobre esta cuestión.
La hipótesis más popular en la actualidad, pese a contar con multitud de evidencias científicas en su contra, se formuló entre los años 50 y 60 del siglo pasado. Según este planteamiento, la depresión estaría causada por un desequilibrio de ciertos neurotransmisores (moléculas mensajeras de información que liberan las neuronas y que son indispensables en el funcionamiento del sistema nervioso), como la noradrenalina, la serotonina o la dopamina. Así, las personas con este trastorno mental tendrían, en teoría, niveles bajos de uno o varios de estos neurotransmisores en ciertas regiones del cerebro. El correcto tratamiento para estos individuos pasaría, entonces, por restablecer los niveles de estas moléculas. Simple, fácil... y erróneo.
En las últimas décadas del siglo XX, grandes farmacéuticas como Eli Lilly (con su antidepresivo estrella, Prozac) trataron de implantar con fuerza esta idea entre el colectivo médico, a través de potentes campañas de ‘marketing’, que la hipótesis del desequilibrio de neurotransmisores era la explicación definitiva de la depresión. Sus fármacos, que supuestamente funcionaban para reequilibrarlos, eran la solución. Hoy en día, ninguna prueba nos confirma que esta hipótesis sea cierta y sí existen múltiples hechos en su contra. Por ejemplo, nunca ha podido demostrarse de forma sólida que los pacientes afectados por depresión tengan alteraciones en sus niveles de neurotransmisores. Además, ¿cómo es posible que los antidepresivos, que aumentan los niveles de neurotransmisores en el cerebro inmediatamente tras su consumo, tarden semanas en hacer efecto?
Uno de los principales investigadores de la depresión en el siglo XX, el psiquiatra Joseph Schildkraut, ya advirtió en su momento que la hipótesis del desequilibrio de los neurotransmisores como culpable de la depresión era “como mucho, la excesiva simplificación de un estado biológico muy complejo”. Los hallazgos más recientes de la neurociencia le dan la razón a este visionario médico de Harvard. La depresión es un complicadísimo rompecabezas y nos faltan aún muchas piezas para resolverlo.
No sabemos qué ocurre en el cerebro deprimido
Por si desconocer los mecanismos biológicos implicados en la depresión no fuera suficiente problema, hay otro hecho que complica aún más un acertado diagnóstico y tratamiento de la depresión: en casi todos los casos, los cerebros de las personas aquejadas por este trastorno mental son como cajas negras. Podemos conocer los factores que influyen sobre este y los síntomas y signos que se manifiestan por su alteración, pero en raras ocasiones es posible conocer qué ocurre en su interior.
La amplia mayoría de las dolencias médicas pueden diagnosticarse a partir de pruebas biológicas objetivas que identifican cambios o alteraciones particulares. De esta forma, es relativamente sencillo diagnosticar una fractura de tibia o una diabetes tipo 1. Sin embargo, el diagnóstico de la depresión se realiza casi a ciegas, pues este depende de un conjunto de síntomas y signos externos, con un componente subjetivo importante: fatiga casi todos los días, disminución importante del interés por todas o casi todas las actividades la mayor parte del día, sentimiento de inutilidad...
No existe ningún marcador biológico que nos informe, con más o menos margen de error, sobre si una determinada persona podría estar padeciendo una depresión. Una vez que se han descartado factores biológicos que podrían estar implicados (por ejemplo, enfermedades como el hipotiroidismo pueden estar detrás de este trastorno mental), no sabemos qué procesos cerebrales están ocurriendo en los individuos depresivos.
Si a lo anterior añadimos que se da una gran variabilidad clínica entre los diferentes pacientes (distinta evolución, respuesta al tratamiento, gravedad...), la conclusión es clara: es muy probable que se estén diagnosticando como depresión procesos biológicos que, en realidad, son muy diferentes entre las personas, pero que muestran ciertos síntomas en común.
¿Funcionan los antidepresivos?
La comercialización entre los años 80 y 90 del siglo XX de los inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina (ISRS) y de otros neurotransmisores, con el Prozac como emblema, supuso un éxito arrollador para la industria farmacéutica. Estos medicamentos se promocionaron como una verdadera revolución en el tratamiento de la depresión, pues eran más seguros que los fármacos ya presentes en el mercado (los antidepresivos tricíclicos) y se presentaban con una eficacia deslumbrante. Fue el comienzo de un multimillonario negocio, que ha ido al alza hasta nuestros días gracias, en parte, a la idealización de sus efectos.
En la actualidad, los antidepresivos se encuentran entre los fármacos más populares en el mundo, y su consumo no para de crecer en las sociedades occidentales. En 2021 en España se vendieron un 45% más de antidepresivos que en 2010. 92 de cada 1.000 españoles toman estos medicamentos en nuestro país. ¿El problema? La gran mayoría de los pacientes los toman sin una justificación médica que respalde su uso.
92 de cada 1.000 españoles toman antidepresivos, un 45% más que hace 10 años. Pero la gran mayoría los consumen sin una justificación médica
Las guías clínicas internacionales más prestigiosas solo recomiendan la prescripción de antidepresivos en los casos más graves, en según qué casos de depresiones moderadas y en aquellas personas para las que las terapias psicológicas no han resultado eficaces. Sin embargo, la realidad es que estos fármacos se pautan, a menudo, como primera opción para todos aquellos pacientes con depresión, por leve que esta sea. Esto supone, en la práctica, que multitud de personas toman medicamentos durante meses o años con una probabilidad entre nula y mínima de obtener algún beneficio más allá del placebo, mientras que se arriesgan a sufrir importantes efectos adversos.
La prescripción de antidepresivos en abundancia y sin justificación médica está íntimamente ligada a un hecho aún más preocupante: seguimos sin conocer la eficacia real de estos medicamentos, décadas después de su comercialización. ¿Cómo es posible? Desde sus inicios, la investigación científica de los antidepresivos ha estado plagada de abundantes y variadas malas prácticas: desde dejar de publicar estudios científicos en los que estos medicamentos ofrecían resultados negativos pasando por el “maquillaje” de los resultados para que parecieran más eficaces de lo que realmente eran o la difusión de datos engañosos entre médicos, hasta llegar a las prácticas de corrupción y sobornos por parte de algunas farmacéuticas para fomentar su prescripción.
La consecuencia de todo lo anterior es sencilla: aún hoy, existe una gran distorsión científica sobre la eficacia real de los antidepresivos. A lo largo de las décadas, numerosos investigadores han luchado para que se publicasen todos los detalles de los estudios que evalúan estos medicamentos y también han participado en la realización de investigaciones independientes para conocer mejor su eficacia, lejos de la influencia de los intereses económicos. El resultado es que hoy sabemos que la eficacia de estos fármacos no era tan grande como nos hicieron creer inicialmente. Sin embargo, aún no sabemos hasta qué punto. Todavía faltan muchos datos por conocer en torno a los antidepresivos, no solo aquellos que se ocultaron en su momento, sino también un aspecto vital que apenas se ha investigado porque las farmacéuticas tenían un nulo interés en ello: la eficacia a largo plazo de estos medicamentos para combatir la depresión. La falta de evidencia científica no ha sido ningún obstáculo para que millones de personas tomen antidepresivos durante años, sin que nadie sepa aún si les están beneficiando o perjudicando. Es una ignorancia global que persiste y se tolera, a pesar de ir en contra de la salud de los pacientes.