La revolución biohíbrida: cómo aliarnos con los seres vivos mejorará la tecnología

En una torre situada en mitad del río Vístula, a su paso por Varsovia, hay un pequeño acuario con ocho mejillones que vigilan la calidad del agua de la ciudad. Los moluscos tienen acoplados unos pequeños sensores de modo que, si seis de ellos se cierran durante más de cuatro minutos, el suministro de agua se corta de inmediato, para evitar un envenenamiento de la población en el tiempo que tardan en llegar los resultados de los análisis químicos diarios.

Este sistema, que se ha implementado en otros lugares de Polonia donde se consume el agua superficial de los ríos, es un ejemplo perfecto de solución tecnológica biohíbrida, basada en la combinación de elementos orgánicos y modernas tecnologías, una versión actualizada del “canario en la mina”. La idea de usar bivalvos para esta tarea suena tan extravagante que hay quien de entrada no se lo cree, como el youtuber Tom Scott, que viajó recientemente a Varsovia para comprobar que no se trataba de un bulo. Una experiencia que conoce bien Wictoria Rajewicz, investigadora de la Universidad de Graz que trabaja en este tipo de soluciones y es testigo de esta incredulidad cuando usa el ejemplo de los mejillones de Varsovia en sus conferencias. “Cuando digo que estamos midiendo el ambiente con seres vivos, muchos colegas me miran como si estuviera loca”, explica. “Ellos trabajan con equipos y sensores muy precisos; mirar a los mejillones les suena descabellado”.

Y, sin embargo, no lo es. No solo existe una versión comercial de un detector basado en la sensibilidad ambiental de estos bivalvos, sino que el proyecto Robocoenosis, en el que trabaja Rajewicz, va más allá en la búsqueda de “entidades biohíbridas complejas”. Ella y su equipo también usan mejillones como biosensores, e incluso exploran la posibilidad de monitorizar su ritmo cardiaco. “Si vemos que a varios mejillones se les acelera el pulso y muestran señales de estrés”, revela a elDiario.es, “el sistema biohíbrido lanzará una alerta y hay que chequear si hay algo mal en el ecosistema que estamos vigilando, como un río o un lago”.

Pulgas de alerta temprana

El trabajo de Rajewicz se centra en un organismo vivo diferente, al margen de los moluscos: los pequeños crustáceos del género Daphnia, conocidos como pulgas de agua. “Es un primo de las gambas, un crustáceo planctónico que nada sin descanso”, explica la investigadora. “Pasa su vida saltando a través del agua, por eso la llaman pulga de agua”. Lo interesante de estas criaturas es que son hipersensibles a cualquier cambio ambiental y se ponen a girar en espiral cuando están estresadas. Lo que han hecho Rajewicz y su equipo es diseñar unos tubos que se arrojan al agua y en los que las pulgas de agua nadan confinadas. Mediante unas minicámaras, vigilan sus movimientos y un sencillo programa avisa de que puede haber problemas. 

“Los dos signos más obvios son la ausencia de movimiento, que indica que la pulga ha muerto, o los giros en espiral, que son una señal de estrés”, explica Rajewicz. “La ventaja para usarla como biosensor es que está en la mayoría de ecosistemas acuáticos de agua dulce de la Tierra, incluida la Antártida”. De este modo, se pueden soltar varios de estos tubos llenos de Daphnias en distintos puntos y notar los cambios mucho antes que cualquier análisis químico. Algunos equipos, como los de la Escuela Politécnica Federal de Lausana (EPFL), trabajan ya con robots en forma de anguila que recorren los ríos provistos de este tipo de biosensores para mejorar la vigilancia. 

Estamos proponiendo una nueva manera de monitorizar el ambiente, combinando lo mejor de los dos mundos

“Robocoenosis es un sistema de alerta temprana con el que estamos proponiendo una nueva manera de monitorizar el ambiente, combinando lo mejor de los dos mundos”, subraya Rajewicz. Porque, a pesar de que los equipos de laboratorio son muy sofisticados, hay un punto en el que los biohíbridos tienen ventaja. “Nuestros equipos están ajustados habitualmente a un aspecto concreto, mientras que los organismos reaccionan a todo lo que pasa en el ambiente”, indica. Es lo que pasó en agosto de 2022 en el río Óder, en Polonia, cuando un afloramiento de algas por el aumento de temperatura mató a miles de peces. “No se detectó ningún cambio y todo estaba bien aparentemente”, dice Rajewicz. “Un biohíbrido lo habría detectado mucho antes”.

Plantas “vigilantes” 

Imaginemos ahora un sistema que es capaz de monitorizar la savia de decenas de tomateras distribuidas en los balcones de una ciudad y que — como hacían los mejillones — hace saltar las alarmas si el aire está contaminado. Es el objetivo del proyecto WatchPlant, coordinado por Laura García Carmona, del Instituto Tecnológico de la Energía (ITE), que pretende desarrollar y validar experimentalmente un sistema biohíbrido con plantas vivas y componentes tecnológicos. 

“Se trata de revelar información sobre si la planta tiene estrés o no y correlacionarla con los sensores que tenemos fuera de ella para saber por qué: si es por falta de agua, por temperatura o contaminación”, explica la investigadora. “En este proyecto detectamos contaminación ambiental, con la particularidad de que los dispositivos son alimentados energéticamente por la misma savia, mediante una biopila”. El programa está en una fase muy inicial, pero cuenta con la colaboración de expertos en inteligencia artificial, calidad del aire y fisiología de las plantas de diferentes centros del CSIC, con la intención de comprender bien los procesos que se reflejen en los cambios de la savia.

“Inteligencia ambiental”

El proyecto WatchPlant ha sido financiado dentro del programa Horizonte 2020 por la Unión Europea, que ha formado un grupo de proyectos que se centran en este nuevo tipo de soluciones. “Lo llamamos inteligencia ambiental”, señala García Carmona, “y lo que buscamos es establecer esta nueva rama de conocimiento que intenta aprovechar toda la información valiosa que hay en la naturaleza para sacarle un buen uso a esos datos, buscar qué medir y cómo interpretarlo”. Se trata de buscar nuevas herramientas que nos permitan acceder a esta información que contienen los sistemas orgánicos y organizarla mediante nuestra tecnología más avanzada. “La naturaleza nos está diciendo muchas cosas”, subraya, “y a veces no sabemos escucharla o no sabemos entenderla”.

La naturaleza nos está diciendo muchas cosas y a veces no sabemos escucharla o no sabemos entenderla

Todavía más alucinante es el proyecto desarrollado por el investigador español Luis de la Cal, de la Universidad Politécnica de Madrid (UPM), en colaboración con el Instituto Tecnológico de Massachussets (MIT). En un artículo reciente, él y su equipo se planteaban “el uso de plantas como biosensores del movimiento humano” a partir de la monitorización de su actividad elecrofisiológica. E incluso fantasean con la posibilidad de distinguir entre distintos tipos de movimiento y estados de ánimo de las personas que se mueven cerca de los sensores.

“Se trata de aprovechar una tecnología muy sencilla que consiste en conectar un cable en tierra y otro en los extremos de las hojas para medir la conductividad”, explica De la Cal, que contribuye a desarrollar la parte del software y la inteligencia artificial. La mente pensante detrás de este proyecto es Peter A. Gloor, investigador del Centro para la Inteligencia Colectiva del MIT y coautor del artículo. “Su intención no es solo que la planta te avise de que hay alguien cerca, sino ver si puede conocer lo contenta o triste que está una persona a partir de la señal”, indica el investigador español. Esto nos llevaría a un escenario hipotético en el que las plantas de una oficina nos podrían avisar de cómo de estresados están los empleados. De momento, las pruebas tienen un porcentaje de aciertos del 65 %, que es superior al azar, lo que indica que, aunque fantasiosa, esta aproximación puede ser interesante.

El futuro biohíbrido 

Otra forma de combinar tecnología y seres vivos es aprovechar el empuje de estos últimos para realizar construcciones y obtener materiales. El ejemplo tradicional más conocido es el uso que se hace en la India de la vegetación de la jungla para construir “puentes de raíces vivas”, en los que los árboles y las plantas contribuyen a formar las estructuras. Este es el espíritu de otro de los proyectos financiados por la Unión Europea dentro del Horizonte 2020 llamado Flora Robotica, que se propone “desarrollar e investigar relaciones simbióticas estrechamente vinculadas entre robots y plantas y explorar el potencial de una sociedad de plantas-robots capaces de producir artefactos arquitectónicos y espacios habitables”.

Esta línea de investigación está en plena ebullición y desde hace unos años se trabaja con materiales vivos híbridos (hybrid living materials o HLMs) y materiales vivos diseñados (engineered living materials o ELMs). Equipos de la Universidad de Colorado, en colaboración con la agencia de Defensa estadounidense DARPA, trabajan en la fabricación de ladrillos que se producen a partir de la actividad de cianobacterias, mientras que en el MIT están usando células vivas en la impresión 3D y en la Universidad de Durham exploran la posibilidad de usar bacterias como Escherichia coli para fabricar ropa y zapatos, por poner algunos ejemplos. 

Mucho más cerca, el investigador del Instituto IMDEA Materiales de Madrid, Rubén Costa, está utilizando proteínas fabricadas a partir de la bacteria E. coli para crear una nueva fuente de iluminación llamada “BioLED”, y en el Instituto de Nanociencia y Materiales de Aragón (INMA), la investigadora Giuseppina Tommasini está intentando conseguir que un organismo, la hidra, sea la que fabrique los nuevos materiales. Ella y su equipo han demostrado que inyectándoles determinadas sustancias inocuas, estos animales microscópicos generan una serie de fibras resistentes y buenas conductoras de la electricidad que podrían utilizarse en dispositivos biomédicos. También ha descubierto que introduciendo determinados monómeros, el animal los transforma en polímeros en forma de pequeños discos oscuros que pueden tener aplicaciones biomédicas.

“El animal absorbe este material por todos los lados y después de un día se ve este disco negro hecho de polímero”, explica Tommasini. “La ventaja de tener hidras es su capacidad de regeneración, puedes empezar con 20 individuos y llegar a final del año con 20.000 animales”. Los investigadores están aprovechando reacciones enzimáticas, como las que se usan desde hace años para fabricar medicamentos, pero con propósitos más ambiciosos. “Este material sería una alternativa a materiales hechos de metales o de silicio”, asegura. Con la ventaja de que al ser biológico presenta menos problemas de integración, menos oxidación y menos rechazos. “Estamos buscando material que esté vivo, que se adapte y que sea inteligente”, añade. “Esto nos acerca a un futuro en el que seamos casi como seres biónicos, hechos por una mitad de cosas vivas que se integran fácilmente en nuestro organismo”.

Todos estas nuevas líneas de trabajo forman parte de un movimiento más amplio, una revolución silenciosa que corre en paralelo a la que están experimentando los sistemas de inteligencia artificial y se mezcla con ella. Hay equipos que trabajan en soluciones tan creativas como equipar a escarabajos con sistemas de estimulación que permitan manejarlos por control remoto o monitorizar con GPS a los animales de un bosque para que sus movimientos bruscos avisen de la activación de un incendio.

Aquí y allá, los especialistas empiezan a imaginar un futuro en el que lo electrónico y lo orgánico funcionen de forma coordinada y la tecnología saque partido de lo que la evolución ha refinado durante millones de años. “Llegará un momento en que animales y plantas actúen como biosensores y, ante cualquier desregulación, avisen de su estado”, concluye García Carmona. Esto, unido a materiales que se autorreparan o que se integran como parte de un ecosistema sostenible, quizá nos lleve a un futuro más amable y eficiente, en el que lo natural y lo tecnológico estén armonizados.