Una (r)evolución en cada ventana

El mundo ahora es un zoológico protegido. Cada uno de nosotros, en nuestras casas, tiene ticket libre para ver qué sucede en las calles sin correr el riesgo de las calles. Fuera de nuestras casas, a tiro de ojo desde la cocina, el comedor, la oficina y la biblioteca, el cuarto o la sala, la reducida fauna que somos se exhibe para ser catalogada, admirada, eviscerada por nuestras tirrias. Envidio hoy a los dueños de grandes ventanales en casonas con parques de reyes o en las alturas de los edificios: sus zoológicos tienen un rango visual que les permite definir un universo mayor. Entre los confinados, las ventanas son ahora una dimensión de la riqueza vivencial.

Las ventanas tienen una importancia estética y funcional en la arquitectura, pero ambas son precedidas por su condición filosófica: el dueño de casa quiere conectar con el mundo de manera controlada, ser capaz de observarlo todo, pero permanecer ajeno, privado, de la mirada indiscreta. Me han dicho que los japoneses tienen una ventana –la Yukimi Shoji– diseñada para ver la nieve: la ventana está diseñada para dificultarnos la vista al cielo de manera de enfocarla sólo en la caída de los copos sobre el paisaje. Es cinematográfica: un espacio estático creado para admirar movimiento. También me han contado que en la filosofía zen, el círculo es inocente –carece de ángulos, cortes, fracturas– y por ello la ventana redonda es conocida como un ojo de iluminación espiritual. La rectangular, en tanto, es una muy humana ventana del desconcierto: las cuatro esquinas son dolores inevitables –nacer, envejecer, enfermar, morir. Todos tenemos estas ventanas.

Ahora, imaginen a los presos, que en parte algo así somos hoy. Leslie Fairweather y Sean McConville cuentan en Prison Architecture que las ventanas son más que un lujo en las cárceles: son un guiño a la humanidad. En condiciones de confinamiento, la ausencia de contacto con el exterior eleva el estrés y la depresión, por esolas áreas más tensas de una cárcel son las celdas de aislamiento: no tienen ventanas. “En situaciones monótonas y restringidas”, escriben Fairweather y MConville, como si hablasen de nosotros, “una vista al exterior es una necesidad”.

Paso –pasamos– largo tiempo mirando por las ventanas ahora, convertidas en nuestro periscopio al mundo físico. Allí conformamos el universo de lo existente más allá de nosotros mismos. Recluirse tiene una doble faz, contradictoria: protege a la vez que priva. Dentro de casa, cada uno de nosotros es el último de la especie, salvado de la peste por cemento, madera y vidrios. Pero también somos los prisioneros de esa salvación, una existencia eunuca, contemplativa por fuerza no por elección, incapaz de asociarse. Fuera caminan quienes pueden y quienes arriesgan.(Arriesgar es un término importante aquí: pone sangre en el cuerpo, mueve neuronas y mete octanos a la adrenalina. No por algo cuando corremos riesgos sentimos que estamos vivos. En este caso, la ventana es una condena: vivir en suspensión, en pausa, tras un cristal, como criaturas débiles.)

Podría decir –porque lo he visto– que nos hemos convertido en un cuadro de Hopper: solitarios, aletargados, buscando con los ojos algo que no está, rodeados de nada, colgados de la expectativa. Algo de eso hay, pero creo que también hemos aprendido a romper los vidrios de la introspección. Allí están las redes. Hemos multiplicado las ventanas con Internet, abriendo planos a un diálogo inexistente para otras humanidades que nos precedieron. No muchas décadas atrás, la ventana al mundo del recluido y confinado era la carta, siempre revestida –por su unicidad e incertidumbre– de un peso hoy enviado a la irrelevancia. Pero ya nadie está condenado a ser un dramaturgo ruso del siglo XIX por obra de una Siberia del aislamiento y la incomunicación. Nuestro intercambio por esas ventanas –Whatsapp, Twitter, Facebook, Zoom, Hangouts, Skype: un edificio inagotable de posibilidades de conexión y escape– ha arrinconado a la nostalgia. Hoy la nostalgia como condición de vida parece quedar sólo para aquellos que ya no están más. No hay saudade con los vivos; las ventanas a los demás están siempre abiertas.

En la normalidad que fue nuestra vida, cien años antes de ser confinados por el Virus de Mierda, yo recorría las ciudades eligiendo las ventanas que espiar desde la calle como si fueran la grilla de la TV por cable. ¿Observo la pelea matrimonial, el gordo hiponotizando ante la tele, esas curvas desnudas? Hoy la elección del voyeur ya no es tan libre: no se puede salir y, cuando lo haces, crece la furtividad. Hay poco tiempo para contemplar y no quieres, además, que te caiga encima la furia del planeta.

Porque, sí, la ventana de estos días es también un panóptico. Somos la policía civil de las buenas costumbres y la sanidad pública detrás de nuestros cristales dobles. Pilatos de manos lavadas, ajusticiamos al mundo desde el marco con dedo tribunalicio, pero como la ventana no permite cercanía –y ofrece un recorte de lo real–, a menudo erramos en el juicio sumario de lo visible. Ya sabemos de personas que desde sus ventanas la emprenden a gritos e insultos contra alguien que a diario sale de su casa para sentenciar su irresponsabilidad criminal sin saber que se trata de médicas y enfermeros rumbo a un hospital. Hace días, a una amiga le gritaron “privilegiada abusadora” porque sacó a dar vueltas por la calle a sus dos perros.

Por eso quizás uno no debiera pensar en las ventanas como un espacio para el correctivo moral. Quién más que el chismoso y el turbio se acoda en el alféizar para notariar la intimidad vecinal. El Virus de Mierda podría convertirnos en ese sujeto indeseable en un abrir y cerrar de persianas, un viejo verde que gasta el día clavado en la ventana buscando quién sabe qué en la vida ajena que sube y baja las aceras en vez de hacer lo que dios manda en la cerrazón, que para algo Netflix está en oferta y Amazon Prime a bajo precio. ¿Quién es uno a los ojos del otro?

Cazadores cazados, no estamos siempre del mismo lado de la ventana. Intercambiamos posiciones en la dualidad –la contradicción entre el afuera y el adentro, entre contemplación y espionaje impúdico, sociabilidad y reserva; entre la protección y una vida reducida, confinada. Hemos debido organizar una vida privada y privatizada, por ejemplo, escondidos del aire que podría ser venenoso y de los abrazos mortales, pero el temor ha cedido paso a la comprensión de que la reclusión no significa la muerte social.

La renuncia al espacio público es un acto político –aparcar nuestros derechos individuales para ayudar a las autoridades a proteger al colectivo– como también lo ha sido convertir en política y social la única abertura de nuestras casas destinada a mirar al mundo. Las ventanas –y los balcones, que son ventanas sin vidrios, y las puertas, ventanas a pie de calle– han sido en estos días vectores de socialización. Canzonettas a voz en cuello en los barrios de las ciudades de Italia, conversaciones de casa a casa, intercambios vecinales –como Oliveira y Gregorovious, con amistad y tensión–, cacerolas para un rey, aplausos para médicos y enfermeras que intentan mantener abierta la ventana a la vida de los más enfermos.

Me atrevería a decir que, aun con las ventanas cerradas, igual entra aire fresco.

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