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La sexta ola desde una UCI: “Ahora ofrecemos un pronóstico de vida altísimo”

El doctor José Eugenio Guerrero aparece al final del pasillo con un pijama naranja, una bata blanca y el pelo cano. El último año y medio al frente de la Unidad de Cuidados Intensivos del hospital Gregorio Marañón le ha caído como una losa encima. Todavía espanta fantasmas, pero ya nada es la pesadilla que fue. El centro de referencia madrileño tiene siete pacientes ingresados por coronavirus frente a los 134 que llegó a sumar en el peor momento. elDiario.es ha podido acceder a la antigua biblioteca del hospital, reconvertida de manera permanente en una nueva UCI. Este es el retrato de una sala de intensivos 18 meses después del inicio de la pandemia.

No hay carreras ni escenas de pánico, aunque sí una sensación de que los ingresos entran con más frecuencia que hace unas semanas. Dos en los últimos días. El número de contagios está subiendo en toda España y eso “se nota” ya a nivel hospitalario. Según los últimos datos de Sanidad, en España hay 571 pacientes en UCI, que ocupan el 5,66% de las camas disponibles. En Madrid son 86, distribuidos entre todos los hospitales. La diferencia con la primera, la segunda, la tercera y la cuarta ola es que no supone un problema a nivel asistencial. Ni hay previsiones de que lo sea con la alta cobertura vacunal.

“Ahora ofrecemos un pronóstico de vida altísimo. Puede que tengan una traqueotomía, que sean intubados, que lo pasen mal y que salgan agotados, pero sobreviven. En los primeros meses la mortalidad en UCI era del 38% y en la quinta ola, del 8%”, afirma el doctor Guerrero tras consultar un papel arrugado que saca de la bata con las cifras. La mayor esperanza ha cambiado también, apostilla, la relación con los familiares. “Antes hablabas con ellos cuando ingresaban en la UCI por primera vez y lo siguiente era decirles que se había muerto; ahora pueden visitarles”.

Médicos y enfermeras de la UCI están escaneando desde la primera línea quiénes son los pacientes que, con un 80% de la población española vacunada, acaban en cuidados intensivos. El nuevo desagregado de los datos oficiales del Ministerio de Sanidad confirma que las inyecciones reducen el riesgo de hospitalización, UCI y fallecimiento en todos los grupos de edad.

Esta es la mirada macro. La micro arroja más matices. El perfil de los pacientes ingresados en la UCI del Marañón no es completamente homogéneo. Tienen entre 54 y 70 años y un 70% no están vacunados, “porque lo han decidido o porque no han podido”, aclara el jefe de servicio, que confirma que los pacientes “que no existen” para el sistema -es decir los extranjeros sin tarjeta sanitaria- tienen peores tasas vacunales.

-¿Han tratado a negacionistas de la pandemia?

-Recuerdo uno. Poca broma, murió el hombre. No quiso ingresar en la UCI y se quedó en la planta. Al final terminó viniendo pero se negó a ser intubado.

El 30% que resta son pacientes inmunizados que, pese a ello, han enfermado gravemente. Guerrero los divide en dos grupos. Una primera mitad están inmunodeprimidos, el factor “más relevante” para aumentar el riesgo, ya sea por patologías o por tratamientos. La otra mitad resultan una incógnita: “Son personas que, por la razón que sea, no han generado respuesta inmunitaria”, explica el intensivista.

La Ponencia de Vacunas que asesora al Ministerio de Sanidad en la estrategia reitera en su último documento que “la información disponible en España muestra una pérdida de la protección frente a la infección por SARS-CoV-2 a partir de los 3-6 meses de la vacunación completa”, aunque con la evidencia disponible esa pérdida de eficacia no implica más posibilidades de hospitalización.

La segunda UCI del Marañón, donde accede este medio, está en la planta baja y se inauguró hace un año tras seis meses funcionando como un espacio provisional para los pacientes muy graves. El espacio está dividido en 15 boxes individuales que pueden desdoblarse en dos. La moderna infraestructura, al aislar a los enfermos por habitaciones, permite mezclar en la misma UCI a infectados y no infectados. Los primeros tienen colocado en su puerta un cartel con esparadrapo que advierte de que son contagiosos.

La mayoría de los boxes están en penumbra. Al fondo se distingue la cara de una mujer no muy mayor, iluminada por la pantalla del móvil. “Consciente y orientada”, definen las enfermeras. Ingresó hace dos días en cuidados intensivos y en su historial figura una pauta completa de AstraZeneca. “Hemos tenido un par de ingresos últimamente de vacunados con esta inyección, pero lo que yo pueda contar son meras impresiones”. Guerrero se adelanta a la pregunta y afirma: “La vacuna es magnífica, magnífica, aunque parece que existe una disminución de la inmunidad de las células desde la segunda dosis”.

Hay estudios, citados por los expertos del Ministerio de Sanidad, que apuntan a que los vacunados con el fármaco británico vieron más reducida su inmunidad ante una posible infección que las que recibieron Pfizer. La pérdida de efectividad, además, aumenta con la edad y es más significativa para las personas menores de 40 años con “factores de alto riesgo”. Estos hallazgos han reducido a la mitad (de seis a tres meses) el tiempo que debe pasar entre la segunda dosis y la dosis de refuerzo para mayores de 60 y personal sanitario, según el último documento de recomendaciones de la Ponencia de Vacunas.

Los intensivistas y sus equipos han dejado atrás tras año y medio la angustiante constatación de que iban a ciegas contra un virus que ponía gravemente enfermos a los pacientes en pocos días y, en muchos casos, los mataba. Pero en las estanterías del fondo de la memoria se apilan imágenes que no son fáciles de olvidar. “Uno echa la vista atrás y revisa las decisiones que tomó. Estamos hablando de cosas... de 25 candidatos para 3 camas. Nos faltaron recursos, claro, aunque a las UCI siempre nos trataron de manera preferencial”, sentencia Guerrero. “Llegamos a mecanizar, pero lo ves con distancia y piensas: madre mía”, cuenta la enfermera María Huerta, que había trabajado en quirófanos hasta que la COVID se llevó por delante las operaciones. Su contrato forma parte de los refuerzos asociados a la pandemia. Acaba el 31 de diciembre.

Emma Martínez es la enfermera más joven de la UCI. Cuando la pandemia estalló en España aún no había terminado la carrera. Lo siguiente fue una vorágine que dejó sin palabras hasta al más experimentado de la unidad. “Lo más sorprendente son los altibajos de estos pacientes. Te vas de aquí un día y al siguiente te lo encuentras intubado o con una mejoría tremenda. Eso impacta a nivel psicológico, también a ellos”, asume.

Pese a la notable mejora del escenario, los jefes de las UCI madrileñas mantienen activos dos grupos de WhatsApp creados cuando Madrid vivía una situación crítica. El primero se llama 'Tetrix' y fue la vía para gestionar de manera informal los traslados de los pacientes más graves de un hospital a otro en función de las camas disponibles ante del desborde de la Consejería de Sanidad. El segundo se montó para compartir dudas y consejos sobre los tratamientos que iban administrando a los enfermos, otro de los grandes agujeros negros en la primera ola. Hoy, aunque la incidencia sigue escalando y se asume –por el conocimiento adquirido sobre cómo se comporta el virus– que se ocuparán nuevas camas en las próximas semanas, queda poco de aquello. A través de los cristales de la del Marañón se atisban varios puestos libres. Las UCI han dejado de ser camas calientes.