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La tensión entre los técnicos y los políticos ha marcado su relación durante toda la pandemia. Si la primera gran –y más grave– manifestación de ese desencuentro fue la dimisión en mayo de 2020 de la directora general de Salud Pública de la Comunidad de Madrid, que dijo no a la desescalada apresurada de Isabel Díaz Ayuso, la sexta ola ha destapado de nuevo la fractura entre expertos y decisores. Los primeros están cansados, según fuentes consultadas, de que sus recomendaciones basadas en la evidencia científica se topen con las resistencias de los políticos. Se quejan de que los documentos que emanan de la Ponencia de Alertas –un órgano de naturaleza técnica formado por epidemiólogos– terminan cayendo en saco roto en la Comisión de Salud Pública.
Estas semanas al menos tres acontecimientos han dejado al descubierto esa brecha: el semáforo COVID-19, aprobado sin restricciones tras dos propuestas de la Ponencia de Alertas para limitar la hostelería que fueron tumbadas; la apuesta por el pasaporte COVID contra el criterio de los técnicos y la recomendación del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias de “limitar” los participantes en las celebraciones navideñas, que no ha tenido réplica clara por parte de ninguna administración.
La última reunión entre Sanidad y las comunidades autónomas confirmó que no hay intención de aprobar un paraguas conjunto de actuaciones –aunque solo sean recomendadas– para afrontar la Navidad en un momento de ascenso de contagios. España se aferra a acelerar la administración de dosis de refuerzo antes de las fiestas para evitar nuevas limitaciones y a las medidas clásicas con efectividad probada: ventilación en interiores, mascarilla y distancia, además de evitar las aglomeraciones. Hay que recordar que, pese a la tendencia de crecimiento, la situación epidemiológica es muy distinta a la de hace un año. Entonces nadie estaba vacunado y el suero reduce 25 veces el riesgo de morir en las personas de más edad.
Los técnicos y los políticos tienen un objetivo común, controlar la pandemia, pero los ritmos políticos requieren de acciones con visibilidad que no son siempre las más efectivas. Como el pasaporte COVID, muy visible pero recomendado por casi nadie
Las únicas restricciones que se han puesto en marcha son más hacia fuera que hacia dentro y responden a la detección de la nueva variante ómicron. Son: la limitación de los vuelos procedentes del cono sur de África, como acordaron los 27 de la UE, y la realización de test de antígenos a los pasajeros que vengan de países de alto riesgo.
“Los técnicos y los políticos tienen un objetivo común, controlar la pandemia, pero los ritmos políticos requieren de presentar novedades, hacer acciones con visibilidad que no son siempre las más efectivas”, analiza Pedro Gullón, epidemiólogo y profesor de la Universidad de Alcalá de Henares. Pone como ejemplo el pasaporte COVID, “muy visible pero recomendado por casi nadie”. Está implantado –o a punto de serlo– en ocho comunidades a pesar de que la Ponencia de Alertas advierte de que no está demostrado que sirva para reducir los contagios y, además, puede contribuir a relajar las medidas en los interiores por una sensación de falsa seguridad.
La cuestión es compleja, subraya Gullón, porque los gobernantes –los responsables últimos de tomar las decisiones– tienen que considerar factores que son más ajenos a los expertos, “que van a las evidencias”. Volver a restricciones del pasado, sin entrar en si son imprescindibles o no, “políticamente no funciona”, considera el epidemiólogo, que vincula “la mayor desesperación” que percibe en sus colegas con la aplicación de medidas con “poco sentido” en términos de salud pública.
Hay que medir qué esfuerzos se le quiere pedir a una población que está muy cansada en un momento de aumento de contagios y promover acciones conjuntas que eviten que la población vea las medidas como algo maniqueo que no tiene sentido
La fractura ha ido creciendo a la interna, sin que se haya escenificado el choque públicamente. Salvo en Cantabria. Los rastreadores de la Dirección General de Salud Pública dieron a conocer un comunicado esta semana tras saber que el Gobierno regional iba a prescindir de la mitad del equipo de finales de año. “El mes pasado, el Gobierno presentó unos presupuestos de los que presumía que eran los más altos en Sanidad de la historia de la Comunidad. Si la principal herramienta de lucha contra el COVID es el rastreo y este se reduce, ¿dónde se están invirtiendo estos fantásticos presupuestos?”, se cuestionan los rastreadores que van a ser despedidos en un contexto de festividades navideñas donde aumentan las reuniones familiares y el contacto social.
Para Celia Díaz, profesora de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid, el “juego político de estar pendiente de lo que opinan y aprueban los otros” ha estado presente desde el inicio. “Se busca alcanzar consensos y luego es muy difícil adaptarlo a la escena política”, observa. Pese a que el objetivo común “es alcanzar el bienestar de los ciudadanos”, apostilla, “se parten de maneras muy diferentes de entender esto”.
La socióloga mantiene, además, que “hay que medir qué esfuerzos se le quiere pedir a una población que está muy cansada en un momento de aumento de contagios” y promover acciones conjuntas que eviten que la población vea las medidas como “algo maniqueo que no tiene sentido”.
Eso no pasará, al menos de momento, en España. Las comunidades se afanan, cada una por su cuenta, en lograr el visto bueno de sus tribunales de justicia para pedir certificado de vacunación o test negativo como requisito para entrar en locales de ocio nocturno, la hostelería, los gimnasios o los hospitales. Es la única herramienta, además de la vacunación, que está sobre la mesa. Excepto en Madrid, que ha descartado emplearla y facilitará a cada madrileño un test de antígenos gratuito durante las fiestas.
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