Elena Cabrera

12 de junio de 2023 22:56 h

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No entraba en los planes del régimen que el Valle de los Caídos albergara muertos republicanos, además de los que la dictadura consideraba sus “caídos”. No hay certezas del motivo por el que cambió de opinión. Los historiadores especulan con que fue una condición del Vaticano para transformar la iglesia en basílica. O, como dice Queralt Solé, atenuada “la fiebre ideológica de victoria” había mucha cripta por llenar. Para otros como Javier Rodrigo o Fernando Olmeda, en su libro sobre este monumento, se cambia de idea para “obtener el beneplácito internacional”, sustituyendo el discurso de vencedores y vencidos por el de la “paz” y la “reconciliación”. La idea franquista de la reconciliación pasa por los muertos pero no comulga con los vivos. 

Si damos por bueno el libro de registro que llevó Patrimonio Nacional entre 1958 y 1983, hay 33.846 esqueletos reinhumados en las criptas de la basílica, unos con nombre y apellido y otros sin identificar. Pero podrían ser más. Se extraen sin autorización restos de republicanos de fosas comunes. Familias adeptas al régimen aceptan el traslado de los suyos e incluso en muchas ocasiones lo solicitan expresamente. Evidentemente, el trato es desigual según la ideología de cada muerto.

Nueve años después de que seis familias de Calatayud iniciaran un proceso judicial para exigir las exhumaciones de los suyos, han entrado las piquetas a la basílica para dignificar el cementerio y extraer allí no solo unos restos mortales, sino unas historias morales. Por dos veces fueron enterrados a escondidas. Con la tercera, se busca restaurar su memoria y aplacar el dolor de los suyos. Estos son los nombres y las vidas de 33 de las 128 exhumaciones que se van a intentar practicar, ya que no todos los familiares quieren dar a conocer sus casos. Tampoco todos eran republicanos; de entre los siguientes, cinco murieron en las filas del bando sublevado. No obstante, sus familias no quieren que sus restos permanezcan en el Valle de Cuelgamuros, como se denomina ahora en su camino a la resignificación.

Primera fase de las exhumaciones: Capilla del Santo Sepulcro (a la derecha del altar)

José era agricultor. Había nacido en Ateca (Zaragoza), como su padre. Era secretario general de la UGT en su pueblo y colaboraba con artículos en el semanario Vida Nueva de esta organización sindical. En uno de ellos, dos meses antes de la sublevación militar, escribió sobre la socialización del campo. Ese mes de abril le habían nombrado concejal.

En la mañana del 22 de septiembre de 1936, el pueblo amaneció cercado y ocupado por tropas de Falange y Acción Ciudadana. Le llamaron, junto a otros vecinos, para prestar declaración en el Ayuntamiento. Cuando se presentó, le dijeron que volviera a casa a por una manta y que se presentara de nuevo para pasar la noche antes de ser trasladado a Calatayud para prestar allí declaración. José lo hizo así y, a la mañana siguiente, le metieron en un camión junto a otros vecinos. Alguno de ellos también de la UGT, otros no. Mientras subían, el hermano de José, Antonio, que observaba la escena, fue increpado y obligado también a subir al camión. Antonio no tenía filiación sindical o política. Eran 11 personas agolpadas en el vehículo.

Pasaron un mes detenidos en Calatayud. En ese tiempo, las familias recorrían los 14 kilómetros que separan el pueblo pequeño del grande para llevar ropa o comida. Hasta que uno de esos días, un guardia le dijo a Pascual Cansado, uno de los seis hijos de José, que se llevara lo que había traído porque su padre ya no iba a necesitarlo. Tenía 43 años cuando fue asesinado. A la viuda de José, que en el momento de su muerte estaba embarazada, se le exigió la responsabilidad civil de 1.500 pesetas por los hechos que se le imputaron: haber hecho propaganda de las ideas izquierdistas. Seguir pagando una pena después de la muerte, en forma de multa e incautaciones, sería una tónica en muchos de los represaliados.

El grupo que embarcó en este camión, junto a uno más, es conocido como “los doce de Ateca”. Fueron ajusticiados en una cuneta a 30 kilómetros de distancia de su pueblo, cerca del barranco de Mularroya, después de ser obligados a cavar su propia tumba.

En abril de 1959, algunos familiares de este grupo recibieron una carta en la que se les convocaba en un punto en concreto de la Nacional II para una exhumación. Algunos fueron. Los restos fueron cargados en un camión y partieron hacia el Valle de los Caídos. Que las familias estuvieran presentes no significó que se les pidiera la autorización, simplemente asistieron como testigos de lo que estaba ocurriendo.

Los 12 esqueletos, anotados en el registro como “desconocidos”, fueron depositados en una única caja que costó 550 pesetas y medía 1,20 metros de largo, 0,50 de alto y 0,60 de ancho. En el momento en el que los 12 llegaron, 9.453 personas ya habían alimentado las tripas de la siniestra y megalómana necrópolis franquista.

El zaragozano Manuel Lapeña era veterinario municipal. Su propia familia no sabe qué versión de su filiación política es la correcta: podría haber fundado la CNT en su pueblo, Villarroya de la Sierra, podría haber militado en Izquierda Republicana o bien haberlo hecho en el Partido Comunista. En cualquier caso, nunca se le conoció violencia alguna. Tenía 43 años cuando, en el verano del golpe de Estado, desapareció. Fue detenido en un lugar llamado El Orcajo. Maniatado, le subieron a un camión y le llevaron a su pueblo. Allí, le mantuvieron expuesto a la vista de todos, a la intemperie, durante un par de días, sin recibir cuidado alguno.

Después de aquel episodio de humillación le llevaron a Calatayud, donde le hicieron limpiar cuadras durante unos días. Después, junto a otros vecinos de Villarroya, le metieron otra vez en un camión que les condujo hacia las afueras, hasta el barranco de la Bartolina. Allí, fueron todos fusilados. En la documentación oficial de su defunción, consta como causa de la muerte “acción de guerra”.

Antonio, el hermano de Manuel, era herrero de profesión, como el padre de ambos. Le mataron unos meses después, en octubre. Tenía 39 años. A finales de verano, alguien le avisó de que la Guardia Civil iba a buscarle. Antonio, que sabía lo que le había pasado a su hermano, se echó al monte. Allí estuvo escondido mes y medio. Su esposa, Esperanza, intercedió por él ante los militares. Le aseguraron que si se entregaba no pasaría nada, que le prepararían un indulto. Según contaba la familia, un guardia civil despechado por Esperanza logró que Antonio fuera asesinado antes de que llegase el indulto. Le fusilaron contra la tapia del cementerio de Calatayud y nadie supo con certeza dónde le habían enterrado.

Fue el historiador Nacho Moreno, investigador de la Guerra Civil y la represión en esa zona, quien publicó en su libro La ciudad silenciada que el 8 de abril de 1959 se inhumaron en el Valle de los Caídos los cadáveres de 81 personas desconocidas procedentes de Calatayud. ARICO (Asociación por la Recuperación e Investigación Contra el Olvido) pidió a Patrimonio Nacional la confirmación en 2009 y, a partir de ahí, se abrió la batalla judicial que desembocó en un auto del juzgado de San Lorenzo de El Escorial con un expediente de perpetua memoria: la exhumación debía seguir adelante, al menos hasta donde fuera técnicamente posible. El hijo y sobrino de los Lapeña, Manuel Lapeña, murió en 2021 a los 97 años esperando la noticia del retorno de los restos de sus familiares.

Este miliciano había nacido en Zumarraga. Se alistó con el batallón Amuategui de Juventudes Socialistas, con el que participó en acciones de guerra en Gernika, Durango, Peña Lemona, Bilbao y Zalla. Cayó preso en Santander y desde allí los franquistas le obligaron a ingresar en un Batallón de Trabajadores en Zaragoza. Los familiares creían que había muerto de fiebres tifoideas. Tenía 26 años.

Leyendo un libro sobre la Guerra Civil, Íñigo Jaca se enteró de que su tío no había fallecido por enfermedad, sino fusilado el día de Año Nuevo de 1938 y que no estaba enterrado en la fosa del cementerio de Torrero (Zaragoza), que de vez en cuando iban a visitar. En 1961 sus restos habían sido trasladados al Valle de los Caídos.

Le llamaban el ruiseñor de Lada. Aquilino nació en la pequeña aldea asturiana de Candanedo y se dedicaba a la mina, lo habitual por allí. Estaba afiliado a la CNT del cercano Langreo, por lo que había vivido muy de cerca la revolución obrera dos años antes, que fue brutalmente aplastada por el ejército. Tras la sublevación militar, él mismo se presentó voluntario para defender la República y combatió en el batallón número 10 de Higinio Carrocera con los anarquistas asturianos, que se habían armado desenterrando los fusiles escondidos en 1934. No había pasado ni un año, el 22 de marzo de 1937, cuando fue herido en la cabeza al otro lado de Asturias, en una incursión en el frente de Belmonte. Fue capturado y trasladado al hospital militar, donde falleció ese mismo día. Le llevaron a enterrar a un cementerio improvisado en Salas, en la finca de La Barrosa de Godán.

El 23 de mayo de 1958, el ministro de la Gobernación, Camilo Alonso Vega, envió a todos los gobiernos civiles una carta en la que les pedía una relación de los enterramientos colectivos de los que tuvieran constancia, “sin distinción del campo en el que combatieran”, con el objetivo de darles traslado. Se pone como requisito el estar bautizado y ser español. Un año después, en julio de 1959, los restos de Aquilino fueron exhumados de Salas y trasladados al Valle, sin que la familia tuviera conocimiento.

Ignacio vivía en Morés (Zaragoza), donde fue detenido a finales de julio o a principios de agosto de 1936. De allí fue trasladado al Mercado de Abastos de Calatayud, de donde salió para ser fusilado el 26 de octubre de 1936. Fue testigo de su fusilamiento frente a la tapia del cementerio su cuñado, Marcelo Tornos, el cual también asistió a la exhumación en 1959 de sus restos, reconociendo los objetos personales y la ropa que llevaba cuando fue asesinado.

Su hermano Miguel también era vecino de Morés. De profesión industrial, estaba afiliado a Izquierda Republicana. Fue detenido y fusilado en Calatayud poco antes que su hermano, el 6 de octubre de 1936, con 41 años.

Ambos fueron trasladados con el resto de cajas procedentes de Calatayud, en abril de 1959.

José y Felipe eran dos hermanos del barrio Gazeta, de Elorrio. Felipe combatió con los republicanos y José –de manera obligada, como castigo– con los sublevados, cayendo en la batalla de Gandesa en Tarragona, donde fue enterrado. La familia encontró a Felipe en el cementerio de Gernika y a José en el Valle de los Caídos, adonde fue trasladado en 1959.

Al menos 29 habitantes del pueblo zaragozano Torrijo de la Cañada fueron asesinados en una masacre acometida en varios días en diferentes escenarios. Casi todos eran labradores. En el cementerio del pueblo hay un monumento funerario con sus nombres que les rinde homenaje.

La profesión de Manuel, o Manolico, como le llamaban, era la de labrador, pero le quedaba tiempo para implicarse en los asuntos públicos de Torrijo de la Cañada. Militaba en Izquierda Republicana, partido por el que era concejal en el pleno municipal y estaba afiliado a la UGT. En 1936 era padre de cinco hijos de entre 3 y 16 años. 

Fue detenido el 28 de octubre, junto a otros habitantes de su pueblo. Estaba sentado en la puerta de su casa cuando vio llegar a la Guardia Civil en tropel junto a otros vecinos, hasta la casa de sus padres. Buscaban a su cuñado. Cuando se aproximó para ver qué pasaba, le dijeron “vente con nosotros, que tú también estás en la lista”, según cuenta Nacho Moreno en Escríbeme en la tierra.

Después se supo que Manuel y algunos otros fueron enterrados en una fosa común ubicada en una finca de labranza del municipio de Munébrega, a 30 kilómetros de allí. Domingo tenía 32 años, Jacinto tenía 36 y Bruno, 53. Los tres eran labradores, como Manuel. Murieron juntos, asesinados en Munébraga.

Domingo también formaba parte de la corporación municipal desde la victoria del Frente Popular en febrero y era vicepresidente de la UGT local. La corporación se puso a trabajar enseguida contra el mayor problema del pueblo: el paro obrero. Tan solo cuatro días después de la investidura, discutieron la posibilidad de construir unas nuevas escuelas y así solucionar dos problemas de golpe: el desempleo y el mal estado de las existentes, según la investigación de Moreno. Domingo huyó de su casa antes de que le pudieran detener y se escondió en la orilla del río Caraván. Cuando supo que habían apresado a su esposa, que estaba embarazada, salió de su escondite. Al llegar a casa, la Guardia Civil le estaba esperando.

A pesar de que Jacinto no sabía leer ni escribir, tenía formación política y ocupó el cargo de vocal en la UGT local. Fue denunciado y dos jóvenes del pueblo fueron a buscarle a su casa, pero él estaba visitando a su madre. Su esposa corrió a avisarle para que se escondiera pero Jacinto dijo que no tenía nada que temer pues no había cometido ningún delito. Fue al encuentro de los jóvenes y estos le metieron en un camión.

En el tiempo libre que le dejaban las tareas del campo, Bruno enseñaba a leer y a escribir a las personas mayores del pueblo, entre las diez y las doce de la noche. Fue su afiliación a la UGT lo que le hizo estar en la lista de la que habló la Guardia Civil a Manolico en el momento de su detención. Aquel día, Bruno se encontraba en cama enfermo de un catarro. 

En 1959, el enterrador del pueblo, ayudado por el alguacil, exhumó los restos de estas cuatro personas y los sumaron a las cajas que se enviaron desde Calatayud hacia el Valle de los Caídos. Se lo contó al hijo de Bruno Garcés Bacarizo un guardia civil que había participado en el desenterramiento. Del bolsillo de las ropas que cubrían sus huesos, cayó una navaja con las iniciales B.G.B.

En la madrugada del 20 de agosto de 1936, un grupo de falangistas se presentó en Pajares de Adaja (Ávila) montados en una camioneta. Traían una lista en la mano de nueve personas. Con la colaboración de algunos habitantes del pueblo, localizaron a siete de ellos. Los subieron a la camioneta y los llevaron a otro pueblo, Aldeaseca. En un paraje denominado La Cocorra, en la cuneta de la carretera y muy cerca del cementerio, fueron fusilados. Todos ellos eran miembros de la Casa del Pueblo:

Celestino (43 años) tenía una tienda de ultramarinos; dejó viuda y no tenía hijos.

Emilio Caro García (38 años) era labrador y además tenía un bar y el salón del baile del pueblo; era viudo y dejó dos hijas y dos hijos.

Flora (53 años) era la única del grupo que vivía en Pajares pero que había nacido en otro pueblo, en Adanero (Ávila). Era ama de casa pero también cosía por encargo. Dejó viudo, dos hijas y dos hijos.

Pedro (36 años) era jornalero y presidente de la Casa del Pueblo. Dejó viuda, una hija y dos hijos.

Román (52 años) era ganadero, tratante y teniente de alcalde del pueblo. Dejó viuda y siete huérfanos (dos hijas y cinco hijos).

Valerico (29 años) era jornalero. Dejó viuda y dos hijos.

Víctor (38 años) era labrador y jornalero; dejó viuda y seis huérfanos (tres hijas y tres hijos).

Los falangistas dejaron abandonados allí los cuerpos y, una vez en el pueblo, ordenaron a un vecino que trasladase en su carro los cuerpos hasta un pozo en desuso, situado en una tierra de labranza que, desde entonces, es conocido como la Tierra de los Muertos. En la matanza, Flora había quedado con vida pero fue rematada por un vecino de Aldeaseca cuando pidió ayuda.

A comienzos de 1959, vecinos de Aldeaseca asistieron a la extracción de los restos del pozo seco, que fueron trasladados al Valle de los Caídos. En 2003 se realizó un trabajo de excavación en el pozo, donde aparecieron restos óseos, botones, minas de lapicero y el dedal de costura de Flora. Allí se constató que la mayoría de los restos habían desaparecido y que efectivamente se habían trasladado al gran mausoleo franquista de Cuelgamuros. Los restos hallados en el pozo se encuentran en una urna, dentro de un monumento en Pajares de Adaja, a la espera de reunirse con los que faltan.

Melchor combatió en el batallón Fulgencio Mateos, de UGT. Su nieta Isabel Salazar le define como un idealista. Se alistó pocas semanas antes de que los franquistas llegaran a Bilbao. Melchor tenía los pies muy delicados y, en plena retirada, se paró a descansar en Amorebieta, donde le hicieron prisionero. Le trasladaron a Gasteiz, donde murió.

En 1961 fue trasladado al Valle de los Caídos.

Pedro, nacido en Castejón del Campo (Soria), era agricultor. Le llamaron a filas para construir trincheras en Zaragoza para el bando sublevado. Tuvo que dejar a su familia atrás y, entrado en batalla, perdió la vida el 1 de junio de 1937 a causa de herida de bala.

Su hijo y su nieta, Rosa Gil, comenzaron a buscar sus restos en 2006. Encontraron una tumba vacía. En cuanto recuperen sus restos, esperan darle sepultura en el pueblo soriano de Tajahuerce, donde vivía.

Rafael era alicantino pero su trabajo como ferroviario le había llevado a vivir en Clarés de Ribota, cerca de Ateca, en la comarca de Calatayud, donde ejercía de jefe de estación. En 1936 tenía una hija de tres años, Mercedes, y su mujer, Eusebia, estaba embarazada. Había opositado y a comienzos de la década había conseguido una plaza en la línea Santander-Mediterráneo de Renfe.

A su caseta de ferroviario fueron a buscarle el 7 de septiembre del primer año de Guerra Civil. Había salido a dar un paseo por el huerto con su familia, cuando vio llegar un camión lleno de guardias civiles y de chicas de la Falange. Entraron en la casa, destrozaron y robaron. Se abalanzaron sobre Rafael, le arrancaron el brazalete militar que llevaba en la camisa y le amenazaron con pegarle un tiro si no subía al camión. Esa misma tarde, Eusebia se puso de parto y perdió al hijo.

Rafael pasó quince días detenido en el Mercado de Abastos de Calatayud, que se había convertido en un centro de detención masiva. Desde allí, Rafael envió una carta a Eusebia, donde le pedía que le enviara dinero y ropa. Así lo hizo por mediación de unos amigos de Calatayud. Eusebia escribió una carta a diario, hasta que una de ellas le fue devuelta con el sello “Salió”. 

Según supo la familia, Rafael fue inhumado en las fosas del cementerio de Calatayud.

Fabricaban jabones, aceites, pulpas de remolacha y coloniales. Tenían el negocio en Calatayud y se llamaban Viuda de Malaquías Marco. José Antonio Marco era uno de los propietarios. Tenía 33 años y ya era un pequeño industrial reconocido en los años treinta. Ingresó en una logia de la masonería en Zaragoza, donde adoptó el nombre de Voltaire. Después, fundó el Triángulo Masónico de Calatayud, denominado Floreal. Entre sus objetivos estaba proteger y salvaguardar la legalidad republicana en la ciudad bilbilitana.

José Antonio era amigo íntimo de Marcelino Morales, ingresado también en el Triángulo Floreal y presidente de Izquierda Republicana, pero no hay constancia de que llegara a afiliarse. Además, era consejero delegado del Banco de España en Calatayud y presidente de la Asociación de Propietarios de Fincas Rústicas. Todos estos fueron los argumentos para que un grupo formado por policías, guardias civiles y falangistas, dirigidos por el jefe de la Milicia Nacional de FET-JONS Manuel Gayán, se presentase en su casa el 2 de septiembre de 1936. Les abrieron la puerta la hermana y el sobrino de José Antonio, un niño de ocho años. Según Carmen, la hermana de José Antonio, se lo llevaron al grito de “Viva Cristo Rey”. Tan solo un rato después, le fusilaron frente a la tapia exterior del cementerio.

Ese día trágico en Calatayud fueron asesinadas otras 15 personas más. Fue enterrado en una fosa común, una de las múltiples fosas pequeñas de ese terreno. El historiador Nacho Moreno sugiere que muchos de los cuerpos eran lanzados por encima de la tapia, cayendo directamente a los agujeros, para no tener que rodear el muro desde el lugar de la muerte hasta la fosa.

Diez años después de muerto, José Antonio Marco es sentenciado por el Tribunal Especial para la Masonería y el Comunismo. El castigo y las humillaciones a la familia no cesaron con el asesinato. 

Cuando, en 1959, los familiares de algunas víctimas se enteran de las exhumaciones que se están realizando en el cementerio para dar traslado al Valle de los Caídos, acuden allí para tratar de impedirlo. En ese momento, muchos reconocen a sus familiares por las ropas o los objetos que asoman de la tierra. 

En los registros del Valle de los Caídos se inscriben 81 restos mortales de personas desconocidas, depositados en nueve columbarios, que son inhumados todos juntos en la cripta del Santo Sepulcro, a la derecha del altar mayor, en el nivel 3 junto a otras cajas llegadas de Zaragoza. José Antonio era el tío abuelo de Silvia Navarro, presidenta de la Agrupación de Familiares Pro Exhumación de los Republicanos del Valle de los Caídos (AFPERV).

Aunque la familia de Santiago era nacionalista, fue quizá el tirón de los amigos de su barrio, Astrabadua (en Erandio, cerca de Bilbao), lo que hizo que se alistara en el batallón Fulgencio Mateos de la UGT. Tenía 25 años. Al poco entró en guerra y fue hecho prisionero en Santander, en 1937. Allí le dieron a elegir entre la cárcel o combatir en el bando sublevado. Aceptó lo segundo y le mandaron a la Batalla del Ebro con el Batallón de Ametralladoras nº 4 de Manresa. En combate le hirieron en la rodilla izquierda y le mandaron a un hospital de campaña montado por los legionarios italianos. A las tres semanas falleció de un paro cardiaco.

Santiago fue enterrado en el cementerio de Zaragoza. Allí reposaron sus restos hasta 1961. Su sobrino, Juan Ramón Sertucha, de 84 años, ya sabe qué va a hacer en cuanto los recupere: hay un lugar esperando para él en el mausoleo familiar en el cementerio San Agustín de Erandio, donde siempre debió haber estado.

Segunda fase de las exhumaciones: capilla del Santísimo (a la izquierda del altar)

Alesander era jovencísimo cuando tuvo lugar el golpe de Estado. Con 16 años, los sublevados del pueblo le dijeron que si se alistaba con ellos, sacarían a su padre de la cárcel de San Cristóbal. Alesander cumplió pero los militares, no. Murió en combate en Lleida, en 1939.

La familia supo del destino de sus restos cuando se encontraron con su nombre en el listado de las personas vascas enterradas en el Valle de los Caídos, publicado por Gogora.

Benito era impresor. Se alistó en el ejército vasco para luchar en la Guerra Civil y así participó en la defensa de Bilbao. Cayó en los inicios de la batalla de Teruel en diciembre de 1937. Su certificado de defunción dice que murió por “accidente”. Su hermano José Martín, que pertenecía al PNV, estuvo preso en Euskadi y en el Puerto de Santa María hasta 1943 con dos condenas a muerte, que le fueron conmutadas.

Unos años más tarde, un sobrino suyo viajó hasta Aragón para interesarse por el lugar en el que estaba enterrado, le hablaron de una fosa común, pero no supieron decirle más. Hace solo unos años, su sobrina nieta Itziar Enparantza, buscando información sobre su abuela en internet, al coincidir los apellidos se encontró con el nombre de Benito en el censo del Instituto Gogora, el organismo del Gobierno vasco dedicado a la memoria, la convivencia y los derechos humanos. Les costó salir de su asombro, nunca habían imaginado que Benito, de cuya muerte no había apenas información, pudiera estar en el Valle de los Caídos.

A Ángel, un valenciano de Alfafar, le pilló la sublevación haciendo la mili, con 19 años. Defendió la legalidad republicana y combatió en la Batalla de Teruel. Lo fusilaron al acabar la guerra y su esposa nunca supo dónde había sido enterrado. Su hija Montserrat comenzó a indagar, hasta que consiguió averiguar que había sido enterrado en la necrópolis de Teruel. Cuando fueron allí, el responsable del cementerio le dijo que su cuerpo había sido trasladado al Valle de los Caídos el 26 de octubre de 1963, tan solo unos días después de que se produjera en el Valle una multitudinaria concentración de 6.000 personas con motivo de la celebración de la Confederación Europea de Antiguos Combatientes tanto de los vencedores de la Guerra Civil como de los perdedores de la Segunda Guerra Mundial, incluidos fascistas italianos y nazis.

Antonia y Montserrat supieron del verdadero paradero de los restos de Ángel en 1999. Se dirigieron al Valle de los Caídos para ver con sus propios ojos dónde estaba enterrado y, allí mismo, reclamaron sacarlo de ese lugar. Un cura les dijo que eso sería “imposible”. En noviembre de 2019, Patrimonio Nacional les comunicó que se procedería a la exhumación de Fernández Moya y otros 30 cuerpos.

Como tantos otros reclutados, en este caso a la fuerza, por el bando sublevado, Juan era un agricultor de 28 años y el menor de tres hermanos, dos de ellos combatientes por la República. En cambio, a Juan le obligaron a combatir en el bando sublevado por represalia hacia la filiación de sus hermanos, según traslada su nieta, Laura Guerrero González. Nacido en Arriate (Málaga), acababa de nacer su hija Francisca cuando el ejército de Queipo de Llano pasó por su pueblo. Los documentos del Registro Civil habían sido destruidos y no pudo demostrar que estaba casado y con un bebé recién nacido para ser eximido de alistarse. La familia cree que alguna persona del pueblo, con interés en hacerle mal, utilizó la ausencia de los papeles para forzarle a ser alistado.

Una bala en la cabeza durante la batalla de Montemayor, en Córdoba, le provocó la muerte en un hospital de Jerez de la Frontera, el 1 de agosto de 1938.

Juan fue trasladado al Valle de los Caídos el 24 de marzo de 1959.

Lucas y su hermano gemelo, Gregorio, nacieron en Ordizia (Guipukzoa), hijos de Bonifacio y Veremunda. Sus padres se trasladaron a Tortosa y llegaron a tener 11 hijos más. Cuando Lucas terminó sus estudios, trabajó como mecánico ajustador hasta 1935, cuando le llamaron para cumplir con el servicio militar. De ahí, fue reclutado por el Ejército sublevado. Le llevaron al frente de Levante en julio de 1938, donde falleció en acto de guerra.

Veremunda consiguió traer a Tolosa los restos mortales de su hijo recién fallecido, para darle sepultura en su pueblo. Pero en 1962 y sin conocimiento de la familia, sus restos fueron exhumados del cementerio y trasladados al Valle de los Caídos.

Cuando los militares dieron el golpe de Estado en 1936, David tenía 34 años y cinco hijos. Decidió alistarse como miliciano en el ejército vasco. Mientras combatía en Cantabria cayó preso, y se cree que pasó por el penal de Dueso. De allí sería conducido al campo de concentración de San Pedro de Cardeña. Tras un juicio sumarísimo, le dieron un destino en un batallón de trabajadores presos. En 1939 falleció en el hospital militar de Lérida debido a las duras condiciones a las que fue sometido. Fue enterrado en una fosa común.

Con total desconocimiento de su familia, el 21 de julio de 1965 fue exhumado y reinhumado en el Valle de los Caídos. No sería la primera vez. En el año 1990, sus restos fueron trasladados a la cripta del Pilar debido a problemas de humedades en el primer piso de la cripta del Santísimo. En el libro de registros del Valle le cambiaron el nombre y en lugar de Isart escribieron Isaac, lo que no ha ayudado a su localización.

Tercera fase de las exhumaciones: capillas de la nave

Nacionalista vasco nacido en Portugalete, conservador y cristiano. A Emiliano le gustaba la montaña y era miembro de la federación de mendigoxales de Bizkaia, una milicia independentista, antimperialista y anticapitalista que no simpatizaba con los grupos de izquierda pero mucho menos con los fascistas. Emiliano se alistó en el ejército vasco con 20 años y peleó en las faldas del monte Gorbea con el batallón Zergaitik ez? (¿por qué no?, en euskera). Aquellos hombres perdieron y ganaron varias veces la cima del monte, hasta que fueron desalojados por un ataque sorpresa del enemigo. El batallón estaba diezmado y, al otro lado de la línea, los carlistas habían sido reforzados con artillería pesada y sufrían frecuentes ataques aéreos por los italianos y nazis.

Le hicieron prisionero. Le obligaron a cavar túneles en el asedio de Madrid, hasta que una bomba antitanques Tellermine 35 acabó con él cuando no llevaba ni dos días de trabajos forzados. La nota del encargado del campo de concentración en el que estaba preso decía “Muerto por desprendimiento de tierras”. Arrojaron sus restos a una fosa en el cementerio de Villaviciosa de Odón. Pusieron una cruz encima. Allí pensaba Clara López Aurrekoetxea que seguía, hasta que la casualidad y la curiosidad por conocer más le hicieron preguntar a un historiador que conoció durante el rodaje de un documental en el que entrevistaban a su sobrino, el periodista de La Sexta Iñaki López, que junto a Clara ha hecho un esfuerzo por documentar y visibilizar el caso de Emiliano. Este historiador hizo averiguaciones y les contó que sus restos habían sido trasladados al Valle de los Caídos. En el listado oficial, su nombre tiene un error y aparece como Emilio. En 2019, la hija de Clara se puso en contacto con Gogora, el instituto de memoria vasco, que tramitó la solicitud de exhumación. 

Fidel Victorino era el hermano pequeño de Valerico Canales, uno de los asesinados de Pajares de Adaja (Ávila). En aquel verano del 36, ambos formaban parte de la misma cuadrilla de siega. Fidel no pertenecía a la Casa del Pueblo, así que no estaba en la funesta lista negra que había elaborado la cuadrilla de terror falangista para barrer el antifranquismo en Pajares de Adaja.

La quinta de Fidel Victorino fue movilizada por el Ejército sublevado en agosto, estando él en Salamanca, y a él lo mandaron al frente de Madrid. Murió en combate, en la batalla de Brunete, el 8 de enero de 1937 y fue enterrado en el cementerio militar de Griñón.

Su sobrino, Fausto Canales, consultando los Archivos de la Administración, averiguó que el 30 de diciembre de 1968, los restos de su tío también habían sido trasladados al Valle de los Caídos, al igual que los de su padre.

Era albañil. Tenía 40 años cuando fue reclutado por el Ejército Popular, cinco meses antes de que acabara la guerra, pero no llegó a combatir ni un solo día. Pasó por dos aeródromos de la retaguardia, donde le encomendaron la tarea de vigilar los aviones. Le habían trasladado a San Juliá de Vilatorta (Barcelona) mientras el ejército republicano se retiraba hacia la frontera francesa, pero algunas unidades, como la de Colom, fueron obligadas a quedarse en sus posiciones para frenar el avance del ejército sublevado. En febrero de 1939 fue hecho prisionero. Le llevaron al campo de concentración de La Seu Vella, en Lleida. Como era habitual en estos campos franquistas, las condiciones higiénicas eran lamentables. Joan enfermó con una fiebre tifoidea y, aterido de frío, torturado por el hambre, infestado de piojos y pulgas, murió entre las paredes del castillo el 5 de marzo. Dejaba tres hijos de 11, 10 y 8 años.

Su esposa Teresa rogó que le entregaran los restos para poder enterrarlo en su pueblo, Capellades, pero no lo consiguió. Sus huesos fueron a pasar a una fosa común del cementerio, donde permanecieron bajo tierra hasta 1965, cuando fueron exhumados medio millar de cuerpos para ser trasladados al Valle de los Caídos. La familia había estado llevando flores a un trozo de tierra removida, donde ya no había nada.

Tuvieron que pasar muchos años y dos generaciones para que un día de 2008 su nieto, Joan Pinyol, leyera un artículo que le llamó la atención en la revista Sàpiens. En él se hablaba de cómo miles de muertos habían sido trasladados en secreto al Valle de los Caídos desde las fosas catalanas. Buscó la lista de nombres y en ella encontró a su abuelo.

Pinyol comenzó entonces su batalla para exhumar a Joan y llevarlo de vuelta a Capellades. Lo ha hecho ante las cámaras de televisión y ante los alumnos de los institutos. En la burocracia y en la trinchera del activismo. En los archivos y en los juzgados. Su empeño está recogido en el libro Avi, et trauré d’aquí que, apropiadamente, se presentó en el claustro de la Seu Vella de Lleida en 2019, un lugar cuyo pasado como campo de concentración, a diferencia de otros, está memorializado.