Tom Crean, el anónimo irlandés que protagonizó las dos mayores hazañas de la exploración antártica y sobrevivió a Scott
En 1912, un irlandés testarudo y fuerte como un roble, vestido con peor ropa de la que cualquiera llevaría hoy en un día de invierno, recorrió 56 kilómetros en solitario a varias decenas de grados bajo cero por la Antártida porque se había prometido a sí mismo que rescataría a un compañero inmovilizado en el hielo. Tocar la muerte con los dedos debió parecerle poco a este optimista hijo de un granjero, que volvió al polo sur unos años más tarde para acabar protagonizando la que quizá sea la mayor aventura jamás vivida en la era de la exploración: junto a Shackleton y un puñado de hombres, navegó 1.300 kilómetros en un cascarón de nuez abierto por el Océano Austral, uno de los peores mares del mundo, en otra misión de salvamento.
El lector interesado en la era de la exploración, esas fascinantes décadas de finales del siglo XIX y principios del XX en las que el planeta menguaba cada día al mismo ritmo que crecían los mapas, conocerá los nombres de Scott o el mencionado Shackleton, protagonista de aquel viaje imposible. Quizá incluso el del más famoso de sus barcos, el Endurance. Pero, seguramente, no haya oído nunca hablar de Tom Crean, un gigantón sonriente que acabó siendo uno de los principales exploradores polares por casualidad.
Este irlandés nacido en la miseria, de carácter afable e inasequible al desaliento, estuvo en tres de las cuatro grandes expediciones británicas al polo sur y jugó un rol fundamental en cada una de ellas. Pero la historia le había olvidado. Hasta que el escritor y periodista británico Michael Smith lo recuperó para la humanidad en Un héroe olvidado. La historia de Tom Crean, el hombre que sobrevivió a la Antártida, que la editorial Capitán Swing acaba de traducir al español.
“Es sorprendente que la historia pasara por alto casi por completo a Crean”, cuenta Smith en conversación por videoconferencia, “porque si lees sobre el capitán Scott o Shackleton su nombre aparece en todos los episodios importantes. Fue una figura central en este periodo y no se puede escribir la historia de la Antártida sin valorar su enorme contribución. Pero no había nada escrito sobre él. Y eso realmente tiene que ver con la historia irlandesa”, adelanta.
Porque, como era medio analfabeto, cuando regresó de su último viaje no escribió ningún libro que le ubicara en la historia. Tampoco había llevado un diario de sus viajes, otra de las fuentes habituales para estas expediciones, y apenas enviaba cartas. De vuelta a un país convulso tras la independencia de Gran Bretaña y la posterior guerra civil, abrió una taberna en su Gurtachrane natal –que aún sigue allí– y no habló jamás de sus hazañas. Era peligroso para cualquiera que hubiera estado asociado a los británicos, y él venía de pasar años cobrando de la armada enemiga. Su propio hermano, policía local, fue emboscado y asesinado a tiros por ello. Así que, el explorador que más tarde daría nombre a un glaciar y a un monte en la Antártida, optó por un perfil bajo.
Tras penar en el hielo durante tres expediciones y realizar dos de las mayores gestas registradas en la historia de la exploración, el hombre que había sobrevivido al frío extremo, a una navegación imposible y al hambre extrema murió por una simple apendicitis cuando tenía 61 años. Con él se perdió su memoria. Esta injusticia histórica trata de reparar hoy Smith con su libro, un meticuloso relato de las grandes expediciones polares británicas que transporta al lector a un entorno desolador de temperaturas impensables, incompatible con la vida, en el que un puñado de pioneros desafiaron toda lógica. Donde todo es blanco, pero nada es amable. El único lugar de la tierra en el que no vive ningún ser humano.
Salirse del mapa
En las primeras décadas del siglo XX el mundo era más grande que hoy. Los mapas aún tenían espacios en blanco que los imperios querían llenar, y países como Gran Bretaña, Rusia o Noruega se lanzaron a la conquista de los polos en una carrera frenética por ser los primeros en plantar su bandera. Ese nacionalismo feroz alimentó la llamada época heroica de la exploración polar y el Gran Juego en Asia, que culminaría con la conquista del Everest (oficialmente) en 1953.
“En el siglo XIX todos los países avanzados estaban expandiendo sus imperios”, contextualiza Smith. “El Imperio Británico duplicó su tamaño. A finales del siglo XIX era el mayor del planeta y el 25% de la población mundial ondeaba la bandera británica. A principios del siglo XX todo eso ya estaría llegando a su fin, pero antes, dentro de ese contexto de expansión, había un sentido de la exploración y se sentía como un derecho de los países –sin duda fue el caso de Gran Bretaña– encontrar nuevas tierras donde poner su bandera”.
Y los tres polos –el norte, el sur y el Everest, como se vino a conocer– eran los grandes objetivos que quedaban. “La Antártida era el último lugar en la Tierra, el último continente en ser explorado”, recuerda Smith. Entonces aún era posible, como escribió el malogrado alpinista George Mallory camino del Everest, literalmente “salirse del mapa”.
En aquella época, recuerda Smith, “se sabía más de la luna que de la Antártida. No tenían ni idea de lo que iban a experimentar”. Cada paso que daban las exploraciones inglesas y noruegas –principalmente– por el polo sur pisaba terreno virgen. Pero unos iban mejor preparados que otros, lo que marcó el destino de las trágicas incursiones británicas en el territorio helado antártico.
“Roal Amundsen [quien sería la primera persona en llegar al polo sur físico, en 1912] y los noruegos eran profesionales, mientras los ingleses eran aficionados. Esa es la gran diferencia”, cuenta Smith. En el libro, relata cómo los británicos, puristas en el sentido más tradicional del término, pensaban que tirar de los trineos con perros como hacían sus rivales noruegos era hacer trampa en el noble reto entre hombre y naturaleza. Exactamente el mismo dilema que tendrían sus compañeros alpinistas con el oxígeno en el Everest.
En la primera expedición británica al polo, a bordo del Discovery (1901-1904), empezaron utilizando su propia fuerza. El desgaste era ingente; los resultados, pobres. “Cuando las temperaturas bajaron a -70 grados, no estaban preparados. Hoy en día bajamos a comprar el pan con mejor equipamiento del que ellos tenían entonces”, pone en valor Smith.
Lo descubrieron a las malas, cuando la segunda incursión hacia el polo sur físico (1910-1913) liderada por Scott acabó en tragedia. Al llegar por fin al punto más meridional del planeta, el grupo de Scott se encontró unas tiendas de campaña que atestiguaban que los noruegos habían estado allí un mes antes. El golpe fue duro para el imperio y aún lo sería más para la expedición.
Los desolados exploradores emprendieron la vuelta, pero el equipo que debía acudir a su encuentro con trineos y víveres para completar el retorno no llegó al punto convenido en el momento acordado. Solos en mitad de la nada, los hombres perecieron a 20 kilómetros del siguiente depósito de suministros en un incidente que conmocionó al país. Entre los que esperaban en la base estaba Crean, que acababa de completar su épica y exitosa caminata de 56 kilómetros en solitario para buscar ayuda para el teniente Evans, exhausto e incapaz de dar un paso más en el hielo. Aun así, el irlandés formó parte de la partida de rescate, solo para encontrar los cuerpos de sus compañeros congelados.
La segunda gran hazaña de este irlandés optimista tuvo lugar durante la tercera expedición al polo, liderada por su compatriota Shackleton en 1914. “En muchos aspectos es la mayor historia de supervivencia en la historia de la exploración, esos hombres quedaron año y medio atrapados en el hielo”, dice sin titubear Smith. Cuando el Endurance se atascó a 160 kilómetros del continente helado, las 28 personas que estaban a bordo abandonaron el barco –que acabó siendo tragado por el mar– y tras flotar a la deriva sobre un iceberg consiguieron llegar en un bote salvavidas a la Isla Elefante, un pedazo de tierra habitado solo por focas y pingüinos.
“Nadie sabía que estaban allí, no iban a ir a rescatarlos”, recuerda Smith. “Así que decidieron hacer su propio camino para salir. Y navegaron a través del Océano Antártico en un barco de siete metros de largo que todavía existe. Navegaron por el Océano Austral, que sin duda alguna es el peor pedazo de mar en el mundo”. En total, cruzarían 1.300 kilómetros de mar embravecido, olas gigantes y vientos huracanados bajo el liderazgo de Shackleton hasta alcanzar un puesto ballenero y conseguir ayuda para los 22 hombres que se quedaron esperando en la isla.
“Pero también estaba la determinación de Tom Crean. Nunca se dejó intimidar por los desafíos. Hay un episodio cuando están en el Océano Antártico y el barco está siendo sacudido por estas enormes olas y vientos huracanados, y Tom Crean está de pie en el timón cantando. Está diciendo que va a salir de esa situación. Su determinación y su resolución están fuera de la escala de Richter. Fue uno de los pocos hombres en los que Shackleton podía confiar”, asegura el autor.
La historia de Crean también es la historia de un hombre de origen humilde que se metió de lleno en territorio de la aristocracia, toda una rareza en aquel tiempo. “En la mayor parte de la historia que nos cuentan siempre se habla de reyes, reinas, lores, damas, generales, almirantes, primeros ministros y presidentes. Yo quería contar la historia de la exploración de la Antártida a través de los ojos de este hombre común”, cuenta Smith. “Un hombre que fue respetado tanto por los oficiales y los científicos como por sus compañeros marineros. Un hombre extraordinario, porque era transversal a ambos bandos en la Gran Bretaña de hace 100 años, una sociedad dividida por la distinción de clases en la que el lugar de nacimiento era muy importante”.
Su historia, la historia de la exploración antártica, es además un recordatorio de cómo está afectando el cambio climático al planeta. Aunque hablar con carácter general de la Antártida es arriesgado –es más grande que Europa– el deshielo está afectando a la zona, cuentan los científicos. No tanto al continente –algo más en los últimos años–, pero sí a los mares que lo rodean. El descubrimiento del Endurance a una profundidad de 3.008 metros en el mar de Wedell (en el océano Antártico) en 2022 fue posible, en parte, porque las condiciones climáticas abrieron una ventana de oportunidad que lo facilitaron. Las numerosas fotografías de las expediciones permiten también comparar visualmente el estado de los glaciares hoy y hace 120 años, apunta Smith.
Recurriendo al tópico de “si Tom Crean volviera hoy a la Antártida” no se puede completar afirmando que no la iba a reconocer, comenta Hilo Moreno, guía polar en la base antártica española. “Pero lo que más le llamaría la atención es que ahora es un destino turístico. En los últimos cinco años se ha disparado el interés y hay varios cruceros que recorren las costas, a veces incluso con desembarcos”. Como sucedió con el Everest.
La otra gran diferencia con aquella etapa, apunta Moreno, es que el continente opera hoy bajo un tratado internacional por el que ningún país puede ejercer la soberanía sobre él, un giro de 180 grados respecto a una época en la que muchas personas se dejaron la vida “para llevar allí al imperio británico o a Noruega”. Quizá si sonreiría Tom Crean –seguro que Scott lo haría– porque el polo es ahora básicamente un santuario científico.
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