Los políticos son más políticos que nunca cuando se ven obligados a buscar el voto de los ciudadanos. Besan bebés desconocidos, se suben a tractores, se disfrazan de bombero o intentan comportarse como parroquianos de lugares que nunca antes pisaron. Hasta ahora se veían obligados a ello porque era el ciudadano quien tenía control de su relación con ellos, pudiendo acercarse o alejarse a voluntad. Leerse sus programas o no era una elección personal, al igual que tirar a la basura sus cartas de propaganda o abrirlas, escucharlos cuando aparecían en la radio o en la televisión o hacerlos desaparecer pulsando un botón. Esa capacidad de control se ha limitado.
En esta campaña electoral los políticos podrán acercarse casi tanto como quieran, sin importar si el votante lo desea o no. Se autorizaron a hacerlo en la renovación de la Ley de Protección de Datos, aprobada el pasado noviembre. Mediante una nota al pie en ese texto modificaron la Ley Electoral (artículo 58 bis) para legalizar el envío de su propaganda a WhatsApp, a Telegram o a cualquier otro sistema de mensajería instantánea que sepan que el ciudadano usa. Podrán insistir por SMS o de manera privada a través de cualquier red social donde localicen un votante. La ley está recurrida ante el Tribunal Constitucional, que ya valora el recurso contra ella, pero estará plenamente vigente esta campaña.
Interceptar de forma privada al ciudadano sin obtener primero un consentimiento expreso, informado y obligatorio es una práctica prohibida para cualquier empresa u organización. Los partidos eludieron ese veto amparándose en un “interés público” a dar a conocer sus propuestas en periodo electoral. Con ello sumaron la posibilidad de contacto privado y personal a otras ventajas que ya manejaban gracias a las nuevas tecnologías, como la ultrasegmentación de los anuncios en redes sociales, o recurrir a la desinformación teledirigida en momentos clave. ¿Hemos quedado definitivamente desprotegidos ante sus tácticas para conquistar el voto? Los expertos cuestionan este extremo. Lo que parece claro es que estamos expuestos a ellas como nunca antes.
“No sé si estamos más desprotegidos, pero somos mucho más accesibles. Ya es parte de la normalidad que seamos impactados por mensajes no solicitados, a veces de manera invasiva con contenidos no expresamente deseados. Eso sí que es imparable”, expone Antoni Gutiérrez-Rubí, consultor político especializado en el terreno virtual.
El impacto inevitable
Se podría pensar que no hay demasiada diferencia entre la práctica analógica de tirar a la basura una carta con publicidad electoral con la digital de eliminar el mensaje de WhatsApp de un candidato a la presidencia y bloquear su contacto. No es así. La segunda supone un impacto propagandístico directo con un tema y un posicionamiento concreto, aunque no conlleve una reflexión consciente del receptor antes de borrarlo. La carta apenas consigue recordar la existencia de unas siglas antes de desaparecer bajo la tapa del cubo.
“Tenemos grados diferentes de tolerancia respecto a esto”, continúa Gutiérrez-Rubí. “Vemos la publicidad y puede parecer que no la percibimos, pero sí que está impactado de fondo en nosotros. Y si es una publicidad comparable con nuestros intereses y afinidades nos parece menos mal que cuando vemos una propaganda o un contenido que se parecen menos a lo que pensamos”. El analista, director de la consultora Ideograma, ha publicado recientemente un análisis sobre el uso de WhatsApp que han hecho hasta el momento los partidos políticos, y su valoración es que, en general, el uso que hacen de ella no es demasiado extensivo por parte de ninguno de ellos, pese a lo que se ha venido informando.
No se puede descartar que sea un arma que los partidos estén reservando para más adelante. Las nuevas formas de propaganda tienen algo en común: pueden generar impactos inmediatos, pero está comprobado que su efecto es efímero. Así ocurrió, por ejemplo, en el Brexit, donde la campaña Vote Leave que impulsaba a los ciudadanos a votar en contra de permanecer en la Unión Europea reservó la artillería pesada para los últimos días antes de la cita con las urnas. “Hay evidencias razonables de que los anuncios a través de Facebook solo se recuerdan durante un periodo corto de tiempo, así que guardar tus recursos para el final de la campaña es una estrategia más efectiva”, expuso Sam Jeffers en conversación con eldiario.es. Jeffers es promotor de la herramienta Who Targets Me? (¿de quién soy el blanco?), que lanzó en el Reino Unido durante la campaña del Brexit para aumentar la transparencia de los anuncios de Facebook y ya está disponible en España.
Los partidos políticos se liberaron a sí mismos de la necesidad de obtener un consentimiento expreso para ponerse en contacto de forma privada con los votantes gracias al 58 bis, pero antes tenían otra herramienta para explotar su información ideológica apuntando directamente a sus anhelos, miedos o inquietudes. Se trata de los anuncios políticos a través de Facebook, en especial, y de todas las redes sociales en general. Son el segundo territorio donde los ciudadanos quedan expuestos a la propaganda política en campaña electoral, puesto que no hay forma de negarse a recibir propaganda política mientras dure la navegación en estas redes, empresas privadas que se financian a través de esta publicidad. Facebook no es gratis.
¿Mayor acoso? Mayor vigilancia
La presión de la ciudadanía y los poderes políticos ha provocado que la compañía de Mark Zuckerberg cree nuevas herramientas para entender un poco mejor a quién disparan sus anuncios los partidos y qué cuentan a un segmento de votantes y no a otro. No obstante, su principal objetivo es evitar inversiones extranjeras para alterar los procesos electorales a favor de un candidato en concreto, con lo que no está claro que su presencia desincentive a los partidos nacionales de emplear grandes sumas en manipular las elecciones lanzando mensajes ultrasegmentados contradictorios o desinformación. Aunque, por otra parte, casi tres años después de que esta problemática saltara a las portadas tras la victoria de Donald Trump y tras más de 15 meses de investigación sobre las prácticas de Cambridge Analytica, no existe ni un solo estudio que haya demostrado una relación entre el uso de nuevas herramientas tecnológicas y el sentido del voto.
“De hecho, mucha gente se decide poco antes de votar, y cuesta bastante pensar que lo haga porque vea algo en Facebook o Twitter el día de antes”, opina Liliana Arroyo, doctora en Sociología e investigadora de ESADE sobre el impacto social de la tecnología. “Nos podemos alarmar, pero dudo mucho de que el cambio en el comportamiento se traduzca de una forma tan directa. Los seres humanos somos muy malos para cuestionarnos y repensarnos. Es mucho más cómodo pensar de una manera y seguir pensando así, y por mucho que queramos disfrazarlo, este sesgo de confirmación existe, existió antes de Internet y seguirá existiendo en el futuro”, explica.
El sesgo de confirmación dificulta que una persona modifique su opinión pese a recibir una sucesión de impactos propagandísticos. La parte menos buena es que también provoca que necesite reafirmar su modo de pensar y defenderlo constantemente. A veces esta necesidad pesa más que el civismo de no compartir contenido que se intuye que puede ser falso. “La desinformación se comparte con facilidad porque llama mucho más la atención lo que refuerza lo que yo creo, y además estoy mucho más atenta a todo aquello que resuena con lo que yo ya pienso, porque me siento más identificada”, resume la experta. Hay un punto de responsabilidad individual a la hora de preguntarse acerca de qué contenido se comparte, aunque Arroyo también señala que es comprensible que muchos se sientan sobrepasados por “el bombardeo” de una industria que se lucra del engaño: “Es un David contra Goliat”.
“No creo que estemos especialmente desprotegidos ante las estrategias de propaganda de los partidos, sino que nos falta alfabetización digital para todo. Hay que reflexionar sobre cómo consumimos la información, cuánta consumimos, cuánta contrastamos… son ejercicios de ejercicios de salud informativa que no hemos hecho porque aún no nos ha dado tiempo”, resume.
La desinformación juega en casa
A la par que se multiplica la desinformación surgen cada vez más iniciativas para combatirla. Los equipos especializados en verificación de información y detección de bulos están cada vez más presentes en las redacciones periodísticas. De cara a las elecciones 16 de ellos han sumado fuerzas para lanzar Comprobado, una herramienta de consulta para el ciudadano donde sumar fuerzas para funcionar como un gran equipo de chequeo de bulos de cara a la campaña electoral. Está coordinado por Maldita.es y eldiario.es participa con varios de sus periodistas.
No obstante, estas iniciativas juegan en campo contrario. Las noticias falsas son una auténtica bomba de atención e interacciones, pegan a los usuarios a las pantallas porque están diseñadas para eso, para llamar la atención. Sumado a que los algoritmos de las plataformas digitales guían a sus usuarios por los contenidos que son más rentables para ellas, da como resultado un dopaje en alcance que beneficia a la desinformación y perjudica a los desmentidos. Es una de las razones por las que estos nunca consiguen llegar tan lejos como el bulo original.
Lo detalla Javier de Rivera, sociólogo especialista en sociedad digital: “La cuestión es que la posibilidad de manipulación informativa pertenece a quien controla la herramienta, por lo que cualquier iniciativa anti-bulos tiene un efecto limitado. Se pueden conseguir mejoras y concienciar a la gente, pero a largo plazo la ventaja siempre la tiene quien gestiona la herramienta”. Toda iniciativa pensada para las redes sociales, incluso para ayudar a desintoxicar el debate, choca con una realidad tecnológica: el funcionamiento de estas plataformas es asimilable a una caja opaca donde solo se pueden tener indicios de por qué ocurren las cosas, nunca pruebas determinantes. Las empresas que las gestionan nunca las facilitan a periodistas ni investigadores, puesto que el algoritmo es su fórmula de la Coca-Cola.
“El caso es que Facebook y sus sistemas (Whatsapp e Instagram) han demostrado favorecer el uso intensivo de estrategias de desinformación, por lo siempre que les interese pueden volver a hacerlo. En esto está además la cuestión estructural, de la arquitectura funcional del sistema: la imposibilidad de auditar el uso que hacen de la publicidad segmentada y de los dark post (publicidades efímeras e individualizadas de las que no queda registro)”, continúa el sociólogo, quien, pese a todo, también se muestra escéptico ante el potencial real de las nuevas herramientas: “En general la sociedad española parece bastante resistente a las estrategias de manipulación (a las de antes y las de ahora), o quizá es solo que somos incrédulos en general, aunque está por ver el efecto de este tipo de estrategias en las elecciones”.