Mientras los gobiernos del mundo se reúnen en París para discutir el cambio climático y de qué manera blindarnos de sus consecuencias algo llama especialmente la atención: el 97% de los científicos especializados en el tema piensan que el calentamiento global es real y de origen antropogénico, pero todavía hay gente que niega, o bien su existencia misma o bien que sea causado por nosotros o bien que sea factible hacer nada para detenerlo. Y no son sólo quienes cabría esperar, como industrias que pueden salir perjudicadas a largo plazo por las políticas que se puedan poner en marcha para atajarlo, como las petroleras o la minería del carbón: hay partidos políticos que han incorporado un negacionismo más o menos estricto a sus mismas plataformas. Por ejemplo, los republicanos estadounidenses, que llegan a tratar como traidores y renegados a los suyos que cambian de opinión en este punto. ¿Tiene alguna explicación razonable tamaño empecinamiento? ¿Cuáles son las causas que pueden mover a alguien a rechazar un casi unánime consenso científico?
Por un lado, existen causas que podríamos denominar científicas: dudas razonables que pueden surgir con respecto a ese consenso científico, al modo como se ha establecido y a los hechos en los que se basa. Al fin y al cabo la verdad no es democrática, y los científicos son humanos y susceptibles al error. Los procesos de la ciencia son a veces extremadamente complejos, las variables en juego muy numerosas y las interacciones entre ellas múltiples; no es fácil separarlas para comprobar cuáles de ellas juegan un papel en un proceso determinado y cuáles no. La mera observación de que dos variables como la cantidad de gases de efecto invernadero en la atmósfera y la temperatura global ascienden en paralelo no justifica por sí misma que una cosa sea la causa de la otra.
De hecho, hasta esos datos mismos se pueden poner en duda, legítimamente. Por ejemplo, el aumento de la temperatura global se basa en mediciones históricas efectuadas con metodologías muy diferentes a lo largo del tiempo, lo cual introduce factores de variación. Los lugares donde se han estado tomando las temperaturas a lo largo del último siglo y medio han estado sujetos a cambios, según las ciudades se han extendido geográficamente ampliando su efecto de “isla de calor”. Una simple tabulación de los números apuntados hace 100 años por un administrador colonial en Melbourne o Mumbai no sirve: para poder comparar con las cifras actuales, o las de los años 50 del siglo pasado, es necesario ser cuidadosos y corregir cambios de instrumental y de sistemas de medida teniendo en cuenta la proximidad de los centros urbanos o posibles movimientos de las estaciones de medición.
“Todos los modelos son falsos, pero algunos son útiles”
Una vez corregidas las cifras es necesario calcular cuáles serán los efectos del aumento de concentración de gases de efecto invernadero en el futuro, otro procedimiento donde cabe la desconfianza. Esta estimación se realiza mediante modelos del clima futuro, es decir, esquemas simplificados de cómo funciona la atmósfera terrestre basados en la información y las teorías disponibles. Como suelen decir los propios científicos “todos los modelos son falsos, pero algunos son útiles”; los cálculos de la meteorología futura están sometidos a la teoría del caos, de modo que saber qué hará el tiempo con unos días de antelación es muy complicado y a veces falla, como ya sabía el primo de Rajoy. La predicción meteorológica no es una ciencia exacta, y siempre puede caer víctima del caos.
Los modelos que se utilizan para predecir el efecto futuro del vertido masivo de gases dividen la atmósfera en celdillas de determinado tamaño, cada una de las cuales queda definida por ciertos parámetros como temperatura del aire, concentración de gases, nubosidad y presión; todos estos números de todas las celdillas del planeta son sometidos a complejas ecuaciones que estiman el comportamiento futuro de cada celdilla y de la atmósfera toda mediante cálculos tan complejos que habitualmente han de realizarse en un superordenador.
Cualquier error sistemático en las medidas o en los modelos hará que los resultados a futuro sean diferentes de los reales y nos llevará a predicciones erróneas. Pero los científicos del clima son los primeros en ser conscientes del problema, de modo que llevan décadas trabajando en complejos sistemas estadísticos para depurar y corregir los datos de temperatura y en modelos cada vez mejores y con mayor nivel de detalle, que además corrigen haciendo “predicción inversa” con los datos conocidos del pasado para ver cómo de bien funcionan. El resultado es ese 97% de científicos del ramo convencidos de que sus datos y sus modelos (que convergen cada vez más) confirman que el cambio climático es real y que su origen están en nuestras emisiones de gases como el CO2 y el metano. Dudas científicas serias quedan muy pocas.
Lo cual no convence a los negacionistas, que prefieren creer en vastas conspiraciones que involucran a miles de científicos y centenares de gobiernos e instituciones supragubernamentales a aceptar el consenso científico y sus razonamientos subyacentes. ¿Por qué?
Los negacionistas, los nuevos “conspiranoicos”
La explicación más simple, menos interesante y sólo muy parcialmente correcta es que se trata del producto de intereses comerciales que gastan mucho dinero en campañas publicitarias y en acción política. Es cierto que hay empresas y sectores enteros a los que un gran cambio de dirección en el funcionamiento de la economía mundial hacia un sistema menos dependiente del petróleo y el carbón no les interesa nada. Y se sabe que estos intereses intervienen en política, financiando candidatos, respaldando plataformas y apoyando puntos de vista. Pero pensar que el negacionismo entero es un simple edificio de cartón apuntalado con propaganda es creer en la conspiración, solo que al revés; hay algo más. Muchas de las personas que dudan no lo hacen porque les hayan lavado el cerebro intereses espurios. Hay razones enraizadas en el comportamiento humano que explican (no justifican ni perjudican) sus puntos de vista.
Existen una serie de bien conocidos sesgos del conocimiento humano que se pueden aplicar a este caso, y que sin duda juegan un papel. Algunos son conscientes y más o menos racionales, como por ejemplo una profunda desconfianza hacia las autoridades y la información que se nos proporciona desde ellas. ¿Acaso a alguien le sorprende? Vivimos en un mundo en el que es bien conocido que los políticos mienten, en campaña y fuera de ella; en el que es universalmente aceptado que el gobierno de los EEUU mintió para convencer a su pueblo de entrar en guerra, y en el que grandes corporaciones como los bancos o las grandes empresas automovilísticas sabemos que han mentido para ganar más dinero y evadir el cumplimiento de las leyes. La desconfianza hacia lo que las autoridades estatales o empresariales nos dicen no es irracional: es de lo más lógica. Lo irracional sería creerse lo que anuncian sin pensar.
Y también entran en juego otros sesgos, menos racionales y mucho más inconscientes, pero reales y que sabemos que existen. Los humanos somos muy malos aceptando cambios cuando éstos se producen muy poco a poco, tan subrepticiamente que resulta difícil notarlos directamente. Un aumento de temperatura de un grado en una hora lo percibiremos, pero a lo largo de un año será mucho más difícil que lo sintamos, y casi imposible si se alarga una década. Nuestro intelecto puede decirnos una cosa, pero nuestra piel nos dice otra, y los cambios muy graduales simplemente no los percibimos físicamente, por lo que nos resultan más difíciles de creer.
Somos además unos maestros de la negación cuando se trata de no aceptar modificaciones a nuestro alrededor que nos resultan inconvenientes o que nos obligan a tomar determinaciones graves en contra. El comportamiento de millones de personas en regímenes totalitarios demuestra que muchas personas prefieren transformarse en convencidos fans antes que aceptar una situación intolerable y la necesidad de arriesgarse enfrentándose a ella: es más sencillo subirse a la ola que nadar contracorriente. Como animales intensamente sociales sentimos una necesidad instintiva de pertenecer al grupo, y si encima enfrentarse al resto implica cambios desagradables en nuestro modo de vida lo más sencillo es cerrar los ojos y negar.
Si unimos a estas tendencias otros bien conocidos sesgos como el de confirmación (las evidencias a favor de nuestra opinión parecen más sólidas que las en contra) o la tendencia a ignorar amenazas cuando son abstractas (cuando no tienen cara), empieza a entenderse mejor la estructura mental que puede llevar al negacionismo. Por no mencionar el paradójico efecto de “tiro por la culata” que se produce a veces cuando aparece una prueba innegable y enorme de la falsedad de nuestras creencias: estudios de sectas apocalípticas demuestran que cuando la fecha prevista del fin del mundo llega y pasa sin que se cumpla la profecía los creyentes no se hacen más escépticos, sino todo lo contrario. Somos capaces de racionalizar de la manera más acrobática cualquier prueba en contra de nuestras creencias, y los razonamientos o hechos que demuestran que estamos equivocados paradójicamente refuerzan nuestra fe, como demuestran estudios sobre polémicas como las medicinas alternativas, el antivacunismo o el SIDA.
Sano y sensato escepticismo, necesidad de pertenencia, sesgos cognitivos que hacen difícil aceptar pruebas e incluso efectos paradójicos de los razonamientos en contra. Añadamos campañas, bien financiadas, de intereses económicos y políticos y el efecto “cámara de ecos” que se puede producir en Internet, donde si uno así lo quiere sólo recibirá la información de gentes afines a su punto de vista, y de repente el fenómeno del negacionismo deja de parecer irracional. Equivocado, tal vez, pero no irracional, ni estúpido, ni malintencionado. Al fin y al cabo todos estos razonamientos también se podrían aplicar a los afirmativistas.