No está claro si dan risa o miedo: perfiles semanales con mala leche de los que nos mandan (tan mal) y de algunos que pretenden llegar al Gobierno, en España y en el resto del mundo.
José Mujica, cuando lo revolucionario es ser honesto
José Mujica, Pepe –porque ya me resulta de la familia- (Montevideo, 1935) es tal vez el tipo más inquietante de esta serie que tantos parabienes cosecha a tenor de los comentarios. Su inquietantebilidad reside en la rareza de encontrarnos ante un político honesto, austero, seguro de sus convicciones y respetuoso con las del rival. No tiene miedo a pensar ni a escuchar. Es como Nelson Mandela, un gigante en un mundo en el que abundan los mediocres y los obedientes.
Sé que muchos uruguayos no comulgan con él; le acusan de mantener una pose teatral en la que su sobriedad se ha convertido en una bandera, una especie de marca personal. También dicen que es populista (ya estamos) y un líder poco presentable en los foros internacionales porque no viste corbata y gasta unos zapatos viejos. Los suyos están llenos de polvo, de tanto caminar realidades y emociones. Así debería ser también el periodismo.
Sostienen además sus críticos que dejará la alta magistratura en marzo de 2015 sin lograr grandes hitos, sin dejar una huella legislativa. Estos fustigadores no se dan cuenta de que la huella mayor es ética, su extraordinaria singularidad en un mundo de dogmas y intolerancias que impiden comprender la realidad que nos rodea.
Él reconoció que es un presidente con las manos atadas, a menudo por su propio partido en guerras internas, que el camino de posibles es estrecho entre tanto runrún de mercados, manejos de multinacionales, paraísos fiscales y juegos de poder. Dice que entre tanta vaina apenas queda margen para las revoluciones que soñó de joven; y con él, varias generaciones.
Pese a todos los límites, uno de los grandes legados de Pepe Mujica es la certeza de que aún es tiempo para la utopía, para la utopía inteligente. Hay que separar sueños de realidades, pero sin dejar jamás de soñar.
También hay realidades tangibles que desmontan críticas: la disminución de la tasa de pobreza en las zonas rurales y que Uruguay sea el país latinoamericano con menos menores en situación de indigencia. También tiene el mayor nivel de empleo de su historia, subieron salarios y pensiones. Ha aprobado la legalización de la marihuana, el matrimonio homosexual y el aborto. A veces se pueden hacer pequeñas revoluciones desde las urnas, en el día a día.
Muerto Mandela, un gigante que transitó de la lucha armada al Nobel de la Paz, -al bueno, no al de Barack Obama que fue preventivo-, nos queda Mujica como el único ejemplo global a seguir. ¿Quién si no? Es un tipo libre, sin odio ni rencor, libre de su propia historia, de su súbita relevancia planetaria. Sus discursos, muchos de ellos disponibles en internet, son un ejemplo de humildad y sabiduría en los que apenas lee las notas, porque lo que cuenta es la vida que tiene dentro. Por eso emociona escucharle. Lo siento, pero estoy entregado. Tras tantos iconos revolucionarios caídos aún me quedan dos: Mujica y el Che.
Si su familia no fuera uruguaya, su biografía podría haber brotado de un texto de Gabriel García Márquez. Gasta sangre mezclada, algo vasca, un poco italiana. Quizá es esa mixtura lo que le transformó en un cabezota indómito. Como otros protagonistas de esta serie, Obama y Putin, sin más, Mujica se educó sin padre, que falleció en la ruina cuando el chico acababa de cumplir seis años.
Estudió en la escuela pública, inició Derecho aunque no lo terminó. Intentó ser ciclista, algo que en Uruguay debe ser una rareza casi psiquiátrica cuando lo que piden las piernas es jugar al fútbol, un deporte de masas que a veces da alegrías en las canchas de los dos colosos que cercan el país: Argentina en el Sur y Brasil en el norte. Mujica aún se endiabla cuando habla del maracanazo. Fue el 16 de julio de 1950, cuando el Uruguay del gran Obdulio Varela, otro líder con agallas, venció a Brasil 1-2 en su estadio y se proclamó campeón del mundo. Este acontecimiento está impreso en el ADN de todo uruguayo.
Tras algunos coqueteos políticos dentro del sistema y algún fracaso electoral en su apoyo a Emilio Frugoni, se incorpora al Movimiento de Liberación Nacional Tupamaro, es decir, a una guerrilla que soñaba cambiar el mundo por las armas, expulsar a los terratenientes y hacer la revolución.
Eran los años sesenta cuando todo el mundo buscaba arena de playa en París, La Habana, Guatemala, Managua, Washington o Praga. Mujica participó en acciones guerrilleras, pero no le gusta hablar de ello. Admite errores de juventud, como los llama, pero no abjura de ese pasado porque los errores viajan dentro del contexto que era un error mayor: la injusticia y la desigualdad; también una asfixiante falta de libertad continental.
Mujica resultó herido una vez y detenido seis. Bromea con esos apresamientos, dice que le pillaron porque era bajito y no podía correr demasiado. Era un guerrillero peleón y de las cuatro capturas se fugó en dos. De las que no pudo escapar se convirtieron en quince años de prisión en los que padeció torturas y humillaciones. Fue de los últimos tupamaros en salir de la cárcel junto a quien hoy es su flamante ministro de Defensa, Eleuterio Fernández Huidobro, conocido por El Ñato. Eso sí que es una transición bien hecha.
Recobró la libertad el 8 de marzo de 1985 beneficiado por una ley de amnistía que afectó a delitos comunes, políticos y militares. Tenía 50 años y dos opciones vitales. Escogió la misma que Mandela: salir libre de odio.
Si no sabe nada de los tupamaros y de aquellos años de sangre y represión, le recomiendo la película de Costa Gravas Estado de sitio.
Los viejos tupamaros que aún tenían baile en el cuerpo crearon el Movimiento de Participación Popular que se unió al Frente Amplio, una denominación que tiene menos resonancia histórica que el Frente Popular, que allá no pita en los oídos y aquí provoca sarpullidos. Pepe Mujica era uno de los tupamaros con cuerda y en 1994 salió elegido diputado por Montevideo. Toda su carrera desde ese instante está bendecida por las urnas. Uruguay es una democracia y él es un demócrata, un tipo con principios. Dicen las notas de prensa de la época que se aburría en el Parlamento, que debe de ser tan aburrido como el de aquí cuando habla Fátima Báñez de sus negociaciones con la Virgen del Rocío.
Pese a sentirse un florero chaparrito empezó a llamar la atención de la gente, se dio a conocer con su labia y su estilo. Me gustaría escribir “campechano”, pero lo último que me queda es que me acusen de monárquico.
Mujica ya era como es hoy, un tipo que se hace querer. En 1999 llegó al Senado y empezaron a publicarse reportajes y libros sobre su vida. El Frente Amplio logró la victoria electoral en las elecciones desplazando por primera vez a los dos partidos turnantes tradicionales. El nuevo presidente Tabaré Vázquez, el mismo que le reemplazará ahora en marzo para un nuevo mandato, le nombró ministro de Ganadería, un cargo de cierto peso en la tierra de la carne, y que nos perdone Argentina.
Lo llamativo de Mujica en aquel 2005 es su principal valor hoy; en un país con heridas tras la dictadura y las acciones de los tupamaros, el nuevo ministro emergió como un creador de diálogos, como una persona que sabe escuchar e incorporar a su bagaje las ideas o las aportaciones de sus antagonistas políticos. Es un tipo respetuoso, tolerante. En España necesitaríamos dos Mujicas, uno para el sector de la derecha franquista y otro para el de la izquierda sectaria.
Dejó el ministerio, regresó a su escaño de senador y empezó a prepararse para la presidencia. Antes debía vencer en las primarias del Frente Amplio. Las ganó en junio de 2009; era el aspirante del Frente a la jefatura del Estado, que ganó ese mismo año en segunda vuelta con el 52,02% de los votos.
Si revisamos la hemeroteca hallaremos artículos e informaciones que blandían su pasado guerrillero, resucitaban fantasmas y dudaban de su capacidad de gestión. Su estilo en Agricultura fue bastante heterodoxo, pero él no simulaba ser un ganadero ni un experto, solo un tipo que sabe escuchar.
En la campaña de 2009 aceptó vestir algún traje para darse lustre y presentabilidad, pero jamás corbata. Al brasileño Lula da Silva, líder del PT durante muchos años y algunas derrotas, le crearon una imagen de estadista encorbatado para ahuyentar los temores al sindicalista. Lula fue uno de sus grandes valedores internacionales,
Mujica ganó la presidencia al candidato del Partido Nacional (centro derecha), Luis Alberto Lacalle. En su primer discurso hizo un llamamiento al país a vencer los prejuicios. Él es la prueba de que se puede.
En este momento de duras políticas de ajuste en la Unión Europea en el que la socialdemocracia se confundió con el liberalismo, en estos años de insoportable medianía en los que la izquierda anhela una voz propia tras el hundimiento de la URSS, tipos como Pepe Mujica se aparecen como una iluminación, como una señal de cuál es el camino. Y ese camino no es otro que la política de lo imposible, la utopía como esperanza y motor de cambio y libertad. Feliz año.
José Mujica, Pepe –porque ya me resulta de la familia- (Montevideo, 1935) es tal vez el tipo más inquietante de esta serie que tantos parabienes cosecha a tenor de los comentarios. Su inquietantebilidad reside en la rareza de encontrarnos ante un político honesto, austero, seguro de sus convicciones y respetuoso con las del rival. No tiene miedo a pensar ni a escuchar. Es como Nelson Mandela, un gigante en un mundo en el que abundan los mediocres y los obedientes.
Sé que muchos uruguayos no comulgan con él; le acusan de mantener una pose teatral en la que su sobriedad se ha convertido en una bandera, una especie de marca personal. También dicen que es populista (ya estamos) y un líder poco presentable en los foros internacionales porque no viste corbata y gasta unos zapatos viejos. Los suyos están llenos de polvo, de tanto caminar realidades y emociones. Así debería ser también el periodismo.