¿Tiene el mundo razones para temer la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca? La opinión generalizada es que sí. Este blog colectivo de eldiario.es vigilará de cerca al nuevo presidente norteamericano y si es preciso hará la autopsia de lo que quede de Estados Unidos.
Los episodios más racistas de Trump: 45 años de odio
Donald Trump ha dicho a unas congresistas que regresen “a esos países de donde vinieron”. Se trata de unas congresistas estadounidenses, por supuesto, pero hijas de inmigrantes. Inmigrantes (y esto es muy importante) que no eran inmigrantes blancos como el abuelo de Trump. Eran inmigrantes con un color de piel más oscuro. Al leer las palabras de su presidente, muchos estadounidenses han visto de repente la luz: “¡Pues claro, el presidente Trump es un racista!”. Un feliz descubrimiento que, sin embargo, tiene poco de novedoso. Donald Trump ya mostraba su racismo hace 45 años y no ha parado de darnos muestras de ello desde entonces.
En 1973 fue imputado por discriminar a negros e hispanos en los 16.000 apartamentos de su padre en Nueva York, donde se negaba a aceptarlos como inquilinos o les ponía condiciones adicionales respecto a los blancos. Entonces dijo que las acusaciones eran “absolutamente ridículas” y reclamó al Gobierno una indemnización millonaria por atentar contra su imagen. Sin embargo, acabó firmando un acuerdo para evitar ir a juicio en el que se comprometía a informar a una ONG de cuando un piso quedaba vacante y a atender a los candidatos que le presentara.
En los 80, Trump decidió extender su racismo desde sus negocios hasta las páginas de los periódicos. Con Nueva York traumatizada por la salvaje agresión y violación de una corredora en Central Park, Trump pagó un dineral por publicar en los principales diarios una carta en la que pedía el regreso de la pena de muerte y que “se hiciera sufrir” a los delincuentes. Cuando años después quedó demostrada en una prueba de ADN la inocencia de los cinco acusados, negros e hispanos, Trump siguió defendiendo que eran culpables. Hoy se niega a pedirles disculpas porque “no habían sido unos ángeles en el pasado”.
En los 90 pisó el acelerador del racismo: le multaron por discriminar laboralmente en sus casinos y atacó a los nativos americanos que querían abrir establecimientos de juego porque “a mí no me parecen indios”. También se filtraron declaraciones en las que decía que sus contables tenían que ser judíos porque “odiaba” que negros contaran su dinero y que la vagancia “era una característica de los negros, no pueden evitarlo”. Primero negó haberlo dicho, pero luego lo reconoció.
Llegamos a los maravillosos años 2000 y a los atentados del 11-S. Según Trump, “vi cómo miles y miles personas estaban celebrando” la caída de las torres en los tejados de New Jersey, justo frente a Manhattan. Esos “miles y miles” eran, dice el rumor de la extrema derecha, musulmanes que vivían en EEUU. La policía ya lo desmintió en su día y por supuesto jamás han aparecido esas imágenes que Trump afirma haber visto. Sin embargo, jamás ha pedido disculpas.
En la década de 2010 Trump entra en política y lo hace, por supuesto, tirando de racismo. Gobierna el primer presidente negro y Trump se convierte en el gran portavoz de la teoría de la conspiración que defiende que, en realidad, Obama ha nacido en Kenia y por tanto no puede ser legalmente presidente. Durante años y años, y frente a toda evidencia, Trump le da pábulo a una supuesta trama secreta que habría recurrido al asesinato y a la falsificación para evitar que se supiera “la verdad”. Acabó por reconocer en un acto de campaña que sí, que Obama había nacido en EEUU, pero aparentemente en privado sigue pensando lo contrario.
Todo esto decía Trump antes de llegar a la primera línea de la política y, desde que llegó, no ha cambiado mucho. En campaña llamó “violadores y traficantes” a los inmigrantes mexicanos y dijo que un magistrado de ascendencia mexicana no podía juzgarle imparcialmente. También se comprometió a prohibir la entrada de musulmanes a EEUU. Ya como presidente, dijo que EEUU tenía que dejar de recibir inmigrantes de “países de mierda”, refiriéndose a varias naciones africanas y a Haití. Por el contrario, se mostró partidario de abrir las puertas a más noruegos. Y tras el asesinato de una manifestante antirracista durante una marcha neonazi, dijo que había “buenas personas en ambos lados”.
Trump es un racista con todas las letras y, además, un racista con mucho poder. Ya lo sabíamos antes de que anunciase su deseo de mandar a las congresistas demócratas “a su país” a pesar de que tres de las cuatro son estadounidenses de nacimiento (la cuarta, Ilhan Omar, llegó a EEUU procedente de Somalia cuando tenía 12 años). Sin embargo, si alguien necesitaba una prueba más para darse cuenta, bienvenido al club.
Donald Trump ha dicho a unas congresistas que regresen “a esos países de donde vinieron”. Se trata de unas congresistas estadounidenses, por supuesto, pero hijas de inmigrantes. Inmigrantes (y esto es muy importante) que no eran inmigrantes blancos como el abuelo de Trump. Eran inmigrantes con un color de piel más oscuro. Al leer las palabras de su presidente, muchos estadounidenses han visto de repente la luz: “¡Pues claro, el presidente Trump es un racista!”. Un feliz descubrimiento que, sin embargo, tiene poco de novedoso. Donald Trump ya mostraba su racismo hace 45 años y no ha parado de darnos muestras de ello desde entonces.
En 1973 fue imputado por discriminar a negros e hispanos en los 16.000 apartamentos de su padre en Nueva York, donde se negaba a aceptarlos como inquilinos o les ponía condiciones adicionales respecto a los blancos. Entonces dijo que las acusaciones eran “absolutamente ridículas” y reclamó al Gobierno una indemnización millonaria por atentar contra su imagen. Sin embargo, acabó firmando un acuerdo para evitar ir a juicio en el que se comprometía a informar a una ONG de cuando un piso quedaba vacante y a atender a los candidatos que le presentara.