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Ciudades hambrientas y urbanismo alimentario

3 de diciembre de 2020 06:01 h

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El hambre ha vuelto a ser visible en nuestros entornos urbanos, y en muchos casos están siendo las despensas comunitarias y las redes de ayuda mutua vecinal quienes de forma ejemplarizante están garantizando el derecho a la alimentación ante la lentitud y pasividad institucional. En este artículo, mirando más allá de la evidente urgencia social y de la emergencia de respuestas a la misma que se está dando, queremos apuntar algunas reflexiones sobre la necesidad de repensar las relaciones entre urbanismo y alimentación a medio plazo. Si miramos a la ciudad con una perspectiva histórica, advertimos los sucesivos cambios tecnológicos, culturales y normativos que han sido necesarios para responder a las necesidades y reclamaciones de la población, asegurando una organización urbana suficientemente equilibrada para evitar un colapso o una revuelta. En cada época el encaje de estas piezas ha definido las prioridades y valores de la sociedad.

La urbanista Carolyn Steel suele afirmar que al igual que las personas, las ciudades son lo que comen. La profundidad de esta sencilla afirmación se desarrolla en su libro Ciudades Hambrientas. Cómo la alimentación condiciona nuestras vidas, recientemente editado por Capitán Swing, en el que rastrea la historia de las relaciones entre ciudad y alimentación, siguiendo a la comida desde que se produce, hasta que llega a la ciudad, se comercializa, se prepara, se consume, y deja de considerarse un alimento. De esta forma se va visibilizando cómo la manera en que nos alimentamos ha condicionado la tipología de las viviendas, la morfología de las ciudades y hasta nuestra forma de habitarlas.

La ciudad es una memoria organizada, afirmaba la filósofa Hannah Arendt, y por tanto hay que tener la sensibilidad, la paciencia y la capacidad para poder interpretarla. Lo podemos hacer gracias a planos y fotografías históricas, cuadros y novelas; al mismo soporte construido, con el trazado de las calles, la estructura de los espacios verdes, o el origen del patrimonio edificado; y a elementos inmateriales como el folklore, las fiestas populares, la toponimia que nombra algunas calles y plazas, la gastronomía tradicional… Todas ellas son huellas que nos permiten desvelar los cambios operados en el sistema alimentario y en las culturas alimentarias sobre las que se sostienen.

Hoy la alimentación se encuentra situada con fuerza en la esfera pública, en la agenda política e incluso en la programación televisiva. La defensa de los espacios agrarios periurbanos, el crecimiento exponencial de la agricultura urbana, la proliferación de cooperativas de consumo agroecológicas, el aumento de los mercados de productores locales en espacios públicos, la revalorización de los mercados de abastos y otras formas de expresión de los vínculos entre ciudad y alimentación, no son fruto de una moda sino el síntoma más visible de una disputa cultural, política y urbanística.

Una corriente subcultural de carácter global que ha ido ganando reconocimiento y legitimidad en el imaginario social, académico y político; hasta inspirar una oleada de políticas públicas alimentarias urbanas, cuyo hito simbólico sería la firma del Pacto de Milán en 2015 por 122 alcaldes y alcaldesas de todo el mundo y al que se siguen sumando ciudades (210 en 2020). Un Pacto que arranca asumiendo que la alimentación será uno de los grandes retos globales en el medio plazo, y ante el cual las ciudades deben asumir su responsabilidad como un actor central a la hora de ordenar la transición hacia sistemas agroalimentarios más sostenibles, saludables, socialmente justos y resilientes. Una tarea que exige una mirada sistémica, capaz de fomentar las sinergias y la articulación entre los programas de acceso a la alimentación para las poblaciones más vulnerables, la dinamización de la economía local o la sostenibilidad urbana en relación con el sistema agroalimentario.

Igual que ante una inundación lo primero que escasea es el agua potable, ante la evidencia de que la alimentación es uno de los retos del futuro, proliferan muchos más planteamientos superficiales que análisis integrales y rigurosos que respondan a la urgencia de cambios radicales. Y podríamos poner tres ejemplos que ilustran este despropósito.

1. Innovación aséptica o diálogo de culturas. Los laboratorios que investigan las potencialidades de la biotecnología y la alimentación sintética acaparan presupuestos millonarios; mientras aquellos centros de investigación, formación e innovación agroecológica sobreviven gracias a un impulso militante. Tal y como nos indican los presupuestos dedicados a I+D, hoy parece menos fantasioso diseñar un menú a base de carne sintética y algas criadas en tanques, que modificar la dieta, los hábitos de consumo o los manejos agronómicos.

2. Diseño high-tech o regeneración de los recursos territoriales. En las ciudades el imaginario smart city se aplica a la agricultura urbana dando lugar a las granjas verticales, que vienen a plantear que la seguridad alimentaria se va a resolver mediante la construcción de grandes rascacielos cuya función sea producir alimentos. Sus defensores presentan visiones futuristas de ciudades abastecidas a partir de edificios inteligentes y sistemas hipertecnológicos de producción de alimentos, liberados de las limitaciones naturales, sustituyendo los ciclos naturales por circuitos cerrados de agua y luz eléctrica, y ajenos a las limitaciones ambientales como plagas, sequías, inundaciones… La agricultura urbana es una pieza esencial del cambio y las ciudades pueden realizar aportes significativos en la reducción de su vulnerabilidad alimentaria, pero la agricultura urbana debe asumir sus contradicciones y explicitar factores limitantes (balances energéticos, riego con agua potable, contaminación…). La clave es que maximizar sus potencialidades no suponga caer en la prepotencia de ignorar la existencia de una cultura campesina y de un mundo rural que nos da de comer, y que no puede suplantarse asépticamente por rascacielos orientados a la producción de comida.

3. Campos urbanizados o ciudades ruralizadas. La consecuencia de esta concepción banalizada del medio rural, desemboca en su museificación y la construcción de megainfraestructuras turísticas para urbanitas. La metáfora perfecta de este fenómeno sería la construcción del rascacielos más grande de Europa en Brande, un municipio rural poco poblado y referencia para las actividades al aire libre de Dinamarca. La Torre Bestseller, impulsada por la corporación textil nacida en dicha comarca, medirá más de trescientos metros y dispondrá de un complejo con hotel, centro comercial, restaurantes y equipamientos. Todo ello edificado siguiendo severos controles de calidad ambiental y buscando una integración estética con el entorno. Este proyecto plantea atraer centenares de miles de visitantes anuales y convertirse en el motor que dinamice la economía local.

Rascacielos que producen lechugas en la ciudad, rascacielos de oficinas y centros comerciales en las campiñas que terciarizan el medio rural y dan la espalda a las actividades tradicionalmente campesinas. Una dinámica que supone la simplificación máxima del pensamiento sistémico que plantea la ecología.

Un urbanismo alimentario no debería ser cómplice de esta narrativa donde la insostenibililidad del sistema alimentario se reduce a una cuestión meramente técnica, incentivando la desnaturalización, la industrialización y la hipertecnologización de la forma en la que nos alimentamos. Las opciones por las que se apostó en el pasado han configurado unos soportes físicos y unas infraestructuras que demandan enormes esfuerzos para ser transformadas, por lo que para configurar nuevos asentamientos partiendo de las viejas ciudades debemos priorizar un cambio cultural por el que la gente desee y perciba como factibles otras formas de vivirlas. La mayor flexibilidad de recomposición de los sistemas sociales (los estilos de vida, valores, creencias, deseos o normas sociales), los convierte en la palanca desde la que activar los necesarios cambios estructurales. Transformar el funcionamiento del sistema alimentario, como nos plantea Ciudades Hambrientas es una magnifica forma de empezar.

Francis Bacon solía afirmar que algunos libros son probados, otros devorados, pero poquísimos son masticados y digeridos. Y es que en la digestión nos fusionamos con aquello que comemos, ya sean alimentos o palabras, pocos elogios mayores se pueden hacer a un libro como este, capaz de hacernos charlar sobre urbanismo y alimentación durante largas sobremesas. Así que a la mesa, que es la hora de leer!!!

El hambre ha vuelto a ser visible en nuestros entornos urbanos, y en muchos casos están siendo las despensas comunitarias y las redes de ayuda mutua vecinal quienes de forma ejemplarizante están garantizando el derecho a la alimentación ante la lentitud y pasividad institucional. En este artículo, mirando más allá de la evidente urgencia social y de la emergencia de respuestas a la misma que se está dando, queremos apuntar algunas reflexiones sobre la necesidad de repensar las relaciones entre urbanismo y alimentación a medio plazo. Si miramos a la ciudad con una perspectiva histórica, advertimos los sucesivos cambios tecnológicos, culturales y normativos que han sido necesarios para responder a las necesidades y reclamaciones de la población, asegurando una organización urbana suficientemente equilibrada para evitar un colapso o una revuelta. En cada época el encaje de estas piezas ha definido las prioridades y valores de la sociedad.

La urbanista Carolyn Steel suele afirmar que al igual que las personas, las ciudades son lo que comen. La profundidad de esta sencilla afirmación se desarrolla en su libro Ciudades Hambrientas. Cómo la alimentación condiciona nuestras vidas, recientemente editado por Capitán Swing, en el que rastrea la historia de las relaciones entre ciudad y alimentación, siguiendo a la comida desde que se produce, hasta que llega a la ciudad, se comercializa, se prepara, se consume, y deja de considerarse un alimento. De esta forma se va visibilizando cómo la manera en que nos alimentamos ha condicionado la tipología de las viviendas, la morfología de las ciudades y hasta nuestra forma de habitarlas.