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El coronavirus y nuestra inseguridad alimentaria

La pandemia del coronavirus amenaza nuestra vida en muchos frentes. Y también pone al descubierto conflictos y debates básicos que como sociedad no podemos dejar de atender: el papel de lo público en nuestras economías, el derecho a la asistencia sanitaria o al empleo, los peajes que impone la llamada “globalización”, entre otros. También somos interpelados como ciudadanía. La existencia (o no) de respuestas más allá del Gobierno determinarán si somos actores solidarios o más bien marionetas para el consumo. Y dándole vueltas a la reacción nerviosa y compulsiva con respecto al acaparamiento de productos como conservas, productos precocinados, leche o papel higiénico: ¿en qué hábitos alimentarios andamos metidos? ¿podemos hablar de una creciente inseguridad alimentaria en países que se supone “desarrollados”? La respuesta a esta última pregunta es un rotundo sí, y lo justificaré seguidamente.

FAO es el organismo de Naciones Unidas centrado en temas de alimentación y agricultura. Considera que existe seguridad alimentaria cuando las personas “tienen acceso físico y económico a suficiente alimento, seguro y nutritivo, para satisfacer sus necesidades alimenticias y sus preferencias”.¿Qué estamos constatando estos días con respecto a la accesibilidad? Ciertamente nada parece apuntar a un desabastecimiento en la práctica, pero sí existe una percepción ciudadana de inseguridad alimentaria que se manifiesta en aglomeraciones y acaparamientos frente a siete grandes cadenas de distribución alimentaria. La concentración de las redes alimentarias está excluyendo a la pequeña producción, de ahí las quejas en torno a los injustos precios que se pagan al personal agricultor y ganadero. Es un embudo que, por la parte de la distribución, desata miedos frente a una inseguridad en la adquisición de comidas. ¿Miedos todos infundados? Recordemos lo que ocurrió en el 2008. Una huelga de transportistas dejó las estanterías de estas grandes cadenas desabastecidas en tres días. El ejército fue obligado a intervenir. Primera conclusión: miedos y embudos podrían superarse a través de sistemas agroalimentarios más territorializados.

En segundo lugar, la accesibilidad no es una mera cuestión logística. Es ante todo una cuestión de desigualdades sociales.Tanto en cantidades como, sobre todo, en calidades. En este país un 22% de la población se considera bajo el umbral de la pobreza, lo que ocasiona que parte o toda su alimentación provenga de ayudas sociales, en particular de los bancos alimentarios que gestionan mayoritariamente entidades religiosas y voluntariados varios. El coronavirus, aunque partiera más de las salas de espera de los aeropuertos, va a acabar afectando más a las clases más populares, las que viajan menos. Por la vía del parón económico ante todo y la adopción de medidas “sociales” como la presentada por la Comunidad de Madrid: una conocida franquicia de pizzas será el comedor al que Sanidad dirigirá a buena parte de los niños considerados “desfavorecidos” en esta región. Inseguridades todas que se ve amplificada como indica Isabel Álvarez, debido a la patologización de ciertas enfermedades y a su mayor responsabilidad en tareas relacionadas con la alimentación en nuestros hogares: un 90% de los trastornos alimentarios son padecidos por mujeres.

“Viaje al centro de la alimentación que nos enferma” de la ONG Justicia Alimentaria que como consecuencia de nuestro consumo cercano al 70% de alimentos procesados se están disparando diabetes, obesidades, alergias e incluso tumores. Son datos en la línea de lo que la comunidad médica viene relacionando con la disminución de una dieta variada y más rica en alimentos alejados de una agricultura intensiva, en particular desde los años 50. Frente a otras prácticas agrícolas y ganaderas que ayudaban a producir alimentos de forma más sosegada y más libre de productos químicos, nuestra dieta es hoy hipocalórica y poco rica en macronutrientes. Incluso para verduras o frutas frescas, pues sus forzados y rápidos crecimientos hacen que los alimentos llegan a nuestras mesas con menores dosis menores de vitaminas, anti-oxidantes o minerales como el cobre o el hierro que son necesarios para evitar enfermedades y defendernos mejor de enemigos externos. Las medidas adoptadas frente al coronavirus y dada la observada posición central y privilegiada de grandes superficies (en ellas se centra el foco mediático y también inversiones públicas y facilidades par infraestructuras de los mercados alimentarios) harán que crezca la circulación de la comida chatarra (que no alimento) ante la dificultad de movimientos para la comercialización de productos frescos.

Cuarta cuestión: la implantación de cadenas “globalizadas” como referencia de un abastacemiento va a acrecentar inseguridades alimentarias en el futuro más inmediato. El Brexit afectará de lleno al sector agroexportador. Cobra fuerza la amenaza interesadamente proteccionista en el campo agrario de Trump o de cualquier otro presidente de naciones que nos abastecen. Es incomprensible el apoyo a la inseguridad alimentaria de la Unión Europea al firmar tratados con Turquía, Sudáfrica o Vietnam para beneficio de grandes distribuidoras mundiales (algunas “marca España”) y para descontento del abandonado sector primario de este país y de los pequeños agricultores de estos países. Paradójicamente, vivimos en un país que ya apenas produce legumbres (vienen de Estados Unidos, México) o piensos para animales (la soja de Brasil, que a su vez es motor de la deforestación de la Amazonía). ¿Qué ocurrirá cuando la economía bursátil recupere su necesidad de crecer en masa monetaria? El oro negro volverá a ser demandado. En uno o dos lustros llegaremos a ver la gasolina con un precio que oscila entre los 5 y los 10 euros el litro.¿Estamos preparándonos para esta inseguridad alimentaria que confía en productos ultraprocesados y que viajan varios miles kilómetros?

Quinta dimensión de la inseguridad alimentaria: el vuelco climático. El coronavirus comparte genealogía con “gripes globalizadas” como fuese la gripe aviar o la porcina hace unos años. Son hijos predilectos de una globalización que internacionaliza corredores comerciales y nos calienta el planeta. muy dependientes, poco amigos de la biodiversidad cultivada y, por todo ello, no preparados para relocalizarse o crear compartimentos estancos frente a amenazas globales.

El coronavirus, confiamos, pasará. Vamos a tener que aprender sí o sí. Será por anticipación o será a golpe de shock, mucho más ingrato y perjudicial para toda transición deseable de nuestros sistemas sanitarios y alimentarios. Haríamos bien en relocalizar, en evitar la creciente “uberización” de la cadena alimentaria, alentando la pequeña producción agroganadera y pesquera, mucho más sostenible. Esto es lo que clama el mundo rural que vela por evitar el despoblamiento. La globalización es un nefasto dispositivo que, sin embargo, insiste en actualizar nuestras dietas haciéndolas menos recomendables y menos accesibles para los sectores que primero pagan las facturas frente a cualquier crisis.

La pandemia del coronavirus amenaza nuestra vida en muchos frentes. Y también pone al descubierto conflictos y debates básicos que como sociedad no podemos dejar de atender: el papel de lo público en nuestras economías, el derecho a la asistencia sanitaria o al empleo, los peajes que impone la llamada “globalización”, entre otros. También somos interpelados como ciudadanía. La existencia (o no) de respuestas más allá del Gobierno determinarán si somos actores solidarios o más bien marionetas para el consumo. Y dándole vueltas a la reacción nerviosa y compulsiva con respecto al acaparamiento de productos como conservas, productos precocinados, leche o papel higiénico: ¿en qué hábitos alimentarios andamos metidos? ¿podemos hablar de una creciente inseguridad alimentaria en países que se supone “desarrollados”? La respuesta a esta última pregunta es un rotundo sí, y lo justificaré seguidamente.

FAO es el organismo de Naciones Unidas centrado en temas de alimentación y agricultura. Considera que existe seguridad alimentaria cuando las personas “tienen acceso físico y económico a suficiente alimento, seguro y nutritivo, para satisfacer sus necesidades alimenticias y sus preferencias”.¿Qué estamos constatando estos días con respecto a la accesibilidad? Ciertamente nada parece apuntar a un desabastecimiento en la práctica, pero sí existe una percepción ciudadana de inseguridad alimentaria que se manifiesta en aglomeraciones y acaparamientos frente a siete grandes cadenas de distribución alimentaria. La concentración de las redes alimentarias está excluyendo a la pequeña producción, de ahí las quejas en torno a los injustos precios que se pagan al personal agricultor y ganadero. Es un embudo que, por la parte de la distribución, desata miedos frente a una inseguridad en la adquisición de comidas. ¿Miedos todos infundados? Recordemos lo que ocurrió en el 2008. Una huelga de transportistas dejó las estanterías de estas grandes cadenas desabastecidas en tres días. El ejército fue obligado a intervenir. Primera conclusión: miedos y embudos podrían superarse a través de sistemas agroalimentarios más territorializados.