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¿Cómo comunicar lo urgente que no deseamos?  

Desde el ecologismo llevamos casi medio siglo insistiendo en que la protección del medioambiente debe ser uno de los objetivos prioritarios de nuestra época, y que no hay posibilidad de vida buena generalizable sin reequilibrio ecosistémico. Desde los años setenta del siglo pasado el ecologismo y el ambientalismo han ido creciendo, y se han buscado sinergias con otros movimientos sociales y políticos que se sitúan del lado de la justicia ético-social en un mundo globalizado. Pero en este lapso de tiempo, ha crecido mucho más la devastación de los ecosistemas naturales y el expolio de sus recursos, así como las desigualdades entre los pueblos y en el reparto de la riqueza. Hasta el punto en que actualmente nos enfrentamos a la urgencia de unos cambios que, de no producirse, nos llevarán directamente a un colapso civilizatorio.

Sin embargo debemos reconocer que hasta ahora no hemos conseguido modificar el rumbo. Ante ello nos preguntamos: ¿por qué lo más necesario no enraíza apenas, y mucho menos lo suficiente como para ser eficaz? Vamos a intentar apuntar brevemente las principales causas de esta dificultad. En primer lugar nos enfrentamos a tres poderosos factores que distorsionan el modo en que afrontamos nuestra realidad: la ocultación, el engaño y el autoengaño. Las instituciones, las empresas y los medios de comunicación dominantes se esfuerzan enormemente por ocultar las verdaderas causas del deterioro ecológico y social, a la vez que nos engañan con la esperanza ficticia de la recuperación del crecimiento económico (que finalmente siempre se volverá contra nosotros por no atender a los límites de la biosfera).

Pero de estos tres factores quizás el más poderoso sea el del autoengaño. Se trata de una tendencia muy sólida de autodefensa psicológica: cuando lo que nos dicen no deseamos que ocurra y las posibles soluciones exigen además esfuerzo e importantes cambios en nuestra forma de vida, entonces simplemente lo negamos, buscando todo tipo de argumentos falaces que no tenemos espacio aquí para describir. En cualquier caso, percibir en tiempo real lo más destacado de las épocas de cambio y transición resulta difícil: Zygmunt Bauman apunta, por ejemplo, que hasta 1875 no se encuentran registros bibliográficos de que lo que se estaba viviendo desde hacía décadas era una auténtica revolución industrial. No se percataban de la verdadera dimensión de los cambios que estaban viviendo. Igual que nosotros. En segundo lugar, al reducir la crisis multifactorial a su aspecto estrictamente económico, se ha borrado del mapa el interés público por todos los demás factores y sus causas profundas. Este evidente error se sustenta parcialmente en lo que podríamos calificar como una “naturalización del capitalismo”, representado mediáticamente –y por tanto en nuestro imaginario colectivo dominante- como el único camino posible. El hecho de que el capitalismo también haya fracasado en la práctica, y que sea sistémicamente destructor de la naturaleza y de las culturas no hegemónicas, no es algo que se comunique desde los medios masivos, y por lo tanto no se convierte en una percepción suficientemente extendida.

Así pues, la queja generalizada de la ciudadanía no necesariamente conlleva una percepción correcta del origen y la complejidad de los problemas que nos afectan. Jorge Riechmann, en la presentación del Diploma de especialización en sostenibilidad, ética ecológica y educación ambiental (ecoeducacion.webs.upv.es) apuntaba una dura realidad expresada en porcentajes: hay un 1% que gobierna el mundo y se enriquece a costa de su destrucción, y quizás menos de otro 1% que intenta convencer al 98% restante de creyentes, sumisos y explotados que hay que dejar de obedecer al primer 1%, para poder cambiar el rumbo hacia la equidad y el bien común. Sin embargo, para que esta transformación pueda darse debemos en primer lugar vencer la inercia dominante. Una inercia que es consecuencia de una cosmovisión desarrollista, competitiva y consumista que nos ha sido profundamente inculcada desde la escuela hasta el entorno mediático que nos educa cotidianamente. Esta cosmovisión es como nuestra lengua materna, a través de la cual nos relacionamos con el mundo. Buceamos en ella como víctimas o como verdugos, y las más de las veces como ambas cosas a la vez. Por ello, transitar hacia una cultura de la suficiencia y el respeto propios del paradigma ecológico es como aprender de adultos un idioma nuevo, con todo el esfuerzo que ello requiere.

Con todo, siempre se puede aprender una nueva lengua, especialmente cuando de ese aprendizaje depende nuestra supervivencia, aunque el 99% no se dé mucho por aludido. Para conseguirlo desde la actual urgencia, hace falta vincular la necesidad inexcusable del reequilibrio ecológico a cualquier proyecto de emancipación social, impulsando decididamente una izquierda ecosocialista que es la única viable hoy en día, atendiendo a los límites biofísicos del planeta. Pero esto sólo será posible si conseguimos el suficiente liderazgo y difusión mediática como para que el pensamiento ecológico adquiera peso en el imaginario colectivo. Ambos procesos deben caminar de la mano: la representación cultural de la urgencia ecológica, y su progresivo enraizamiento a través de una política ecosocialista. En ello, en su correcta sinergia, nos jugamos mucho, en realidad nos lo jugamos todo. Y no es, ciertamente, tarea fácil. Hemos de contar con el poder del autoengaño, nuestra tendencia a seguir expresándonos en “la lengua materna”, y la resistencia a cambios radicales cuando no vemos un peligro inmediato y tangible que se represente espectacularmente ante nosotros. Dicho de otra manera: la gente reacciona solidariamente ante una catástrofe dramática como el hundimiento del Prestige y se ofrece a limpiar chapapote, pero sin embargo no minimiza su consumo de gasolina. Ahí está la diferencia entre la respuesta puntual –necesaria- y el cambio sistémico, imprescindible. Pero en ello estamos, desde la convicción de que es el único camino posible. Y con esta certeza no se trabaja en función de la probabilidad de éxito, sino desde la obligación moral, que no se arredra ante ninguna estadística.

 

Desde el ecologismo llevamos casi medio siglo insistiendo en que la protección del medioambiente debe ser uno de los objetivos prioritarios de nuestra época, y que no hay posibilidad de vida buena generalizable sin reequilibrio ecosistémico. Desde los años setenta del siglo pasado el ecologismo y el ambientalismo han ido creciendo, y se han buscado sinergias con otros movimientos sociales y políticos que se sitúan del lado de la justicia ético-social en un mundo globalizado. Pero en este lapso de tiempo, ha crecido mucho más la devastación de los ecosistemas naturales y el expolio de sus recursos, así como las desigualdades entre los pueblos y en el reparto de la riqueza. Hasta el punto en que actualmente nos enfrentamos a la urgencia de unos cambios que, de no producirse, nos llevarán directamente a un colapso civilizatorio.

Sin embargo debemos reconocer que hasta ahora no hemos conseguido modificar el rumbo. Ante ello nos preguntamos: ¿por qué lo más necesario no enraíza apenas, y mucho menos lo suficiente como para ser eficaz? Vamos a intentar apuntar brevemente las principales causas de esta dificultad. En primer lugar nos enfrentamos a tres poderosos factores que distorsionan el modo en que afrontamos nuestra realidad: la ocultación, el engaño y el autoengaño. Las instituciones, las empresas y los medios de comunicación dominantes se esfuerzan enormemente por ocultar las verdaderas causas del deterioro ecológico y social, a la vez que nos engañan con la esperanza ficticia de la recuperación del crecimiento económico (que finalmente siempre se volverá contra nosotros por no atender a los límites de la biosfera).