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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Los hombres que miraban fijamente a las plantas

Este verano recordaba la delirante historia de la película 'Los hombres que miraban fijamente a las cabras', inspirada en hechos reales contados en el libro homónimo, cuando tras el fracaso de la guerra de Vietnam el ejército de los Estados Unidos conformó una unidad orientada a explorar las potencialidades de la contracultura y la new age para reinventar la estrategia militar. En 1979 el Teniente Coronel Jim Chanon proponía crear un “primer batallón de la tierra” que se basara en el pacifismo, la armonía ecológica y el uso de la psicología en lugar de la violencia para enfrentar los conflictos. La idea era crear una suerte de batallón de Jedis denominados monjes guerreros capaces de desarrollar poderes mentales, que fueran expertos en artes marciales, en realizar espionaje psíquico o llegar a matar con la mirada. Una unidad multirracial, con capacidad de auto organización, en la que se comieran alimentos orgánicos… y con un enfoque que la asemejaba más a la protección civil que al combate.

Tras los rocambolescos años de experimentación con el flower power este sueño pacifista era desterrado, quedando como un enigmático y desconocido episodio de la historia militar. Buena parte de lo aprendido en estos programas de investigación psicológica sirvieron de base para diseñar nuevas y sibilinas formas de tortura (con música, mediante audiovisuales con mensajes subliminales, con drogas que alteraban la conciencia…) que se harían tristemente famosas en la Guerra de Irak, especialmente en Abu Grahib.

En definitiva, las décadas de los sesenta y setenta supusieron un periodo excepcional, un terremoto cultural que removió los cimientos de las cosmovisiones sociales de Occidente y que afectó a todos los estamentos sociales. Una oleada de experimentación con las percepciones de la realidad que no por casualidad coincide con el nacimiento del ecologismo y el redescubrimiento de una adormecida sensibilidad ambiental.

En 1973, unos años antes de la peripecia militar con la que arrancábamos, dos extrabajadores de la CIA decidían publicar un extraño y entrañable libro titulado 'La vida secreta de las plantas', recientemente editado en castellano por Capitán Swing. Un hermoso y ecléctico texto donde se realiza una heterodoxa historia de la botánica, así como una puesta al día de los últimos conocimientos de la época, incluidas publicaciones de la URSS, junto a una sorprendente recopilación de experimentos orientados a demostrar la inteligencia de las plantas…

El libro arranca en 1966 de la mano de un antiguo experto en polígrafos de la CIA llamado Cleve Backster, al que se le ocurrió conectar un galvanómetro a una planta de su despacho. Al principio no recibió respuestas, pero para su sorpresa cuando pensó en hacer daño a la planta para estimularla el polígrafo se volvió loco. Un resultado que llevó a Backster a obsesionarse con la realización de investigaciones que demostrasen cómo reaccionaban distintas plantas ante pensamientos positivos o negativos sobre ellas, así como la existencia de una memoria vegetal o la capacidad de estas para familiarizarse con las personas.

Este perturbador comienzo dio paso a una constelación de experimentos que van desde la ciencia pura al misticismo más trasnochado, en ellos se buscaba comprender cómo afectaba la música a las plantas, su memoria, la sexualidad, el movimiento, la radiación, la química y su metabolismo… Entre sus páginas desfilan una galería de personajes que van desde parapsicólogos a científicos reputados, de los pioneros granjeros que impulsaron la agricultura ecológica a militares de carrera, llegando a aparecer los trabajos de un joven Goethe dedicado a conocer la sexualidad de las plantas o los últimos años de un Darwin estudioso de los patrones de movimiento de los vegetales.

Una provocadora carta de amor a las plantas de 450 páginas, que generó tanto airados debates científicos y académicos, como argumentos para las posturas místicas más inverosímiles. Pero sin duda, entre las bondades del texto estaba el cuestionamiento de lo obvio, la posibilidad de mirar la realidad desde otros lugares, cortocircuitar las convenciones y alimentar una sensibilidad diferente hacia el reino vegetal. A ellos les debemos que no resulte extraño oír todavía que a las plantas les gusta la música clásica o que les hablen con cariño. ¿Y eso no es entrañable?

Recientemente el periodista y profesor de la Universidad de Berkley, Michel Pollan actualizaba los debates científicos sobre la inteligencia de las plantas, valorando si se puede hablar de una “neurobiología vegetal”, en un breve y recomendable texto traducido como Tesis, antítesis y fotosintesis. En él plantea cómo la planta tiene que encontrar todo lo que necesita y defenderse sin moverse de su sitio. Hace falta un aparato sensorial muy desarrollado para ubicar el alimento e identificar las amenazas. Las plantas han desarrollado entre 15 y 20 sentidos diferentes, entre ellos cinco homólogos de los nuestros: olfato y gusto (sienten y responden a los productos químicos contenidos en el aire o en sus propios organismos), vista (responden de maneras distintas a las diversas longitudes de onda de la luz y también a la sombra) y tacto (las plantas trepadoras y las raíces “saben” cuándo se topan con un objeto sólido). Y también oído: Heidi Appel, ecóloga especializada en química de la Universidad de Missouri, ha descubierto que cuando se reproduce una grabación en la que se oye a una oruga masticando una hoja, la planta pone en marcha mecanismos genéticos para generar productos químicos defensivos.

Comemos suelo, las plantas se encargan de sintetizar elementos químicos a través de la fotosíntesis de forma que puedan convertirse en alimento directa o indirectamente (a través de la carne). Esa magia entre el suelo y las plantas es la base de la vida en nuestro planeta, y sin embargo según la FAO el 33% de la tierra está moderada o altamente degradada debido a la erosión, la salinización, la compactación, la acidificación y la contaminación de los suelos por productos químicos.

Así que, más allá de las disquisiciones terminológicas, este debate sobre la inteligencia de las plantas resulta muy inspirador para reflexionar sobre la inteligencia o estupidez de una sociedad aterradoramente despreocupada de su ecodepencia. Extraemos de la naturaleza los recursos que nos permiten sostener nuestra vida y a largo plazo cualquier idea de buena vida debe garantizar la reproducción de los ecosistemas naturales de los que depende, sin ellos no hay modelo socioeconómico perdurable en el tiempo.

Nuestra preocupación por la inteligencia artificial o por saber si hay vida inteligente fuera del planeta son metáforas perfectas del desapego por lo material (agua, clima, tierras de cultivo, cuerpos…) de una matriz de pensamiento científico-productivista. Una inteligencia ecológica necesitaría de lo que Sousa Santos llama un acto de justicia cognitiva global, sustituyendo la monocultura del conocimiento científico por una ecología de saberes (locales, campesinos, indígenas, cosmopolitas…) que lo complementen con otras formas de saber y de producir conocimiento. Una manera de avanzar hacia las culturalezas que plantea Narciso Barrera donde prácticas culturales y naturaleza se se encuentran, superponen, condicionan y retroalimentan hasta convertirse en un misma cosa.

El imprescindible cambio de valores, imaginarios y prácticas que requiere la transición ecológica demanda de otra inteligencia, pero también de otras emociones surgidas de nuestra relación con la naturaleza. Necesitamos más gente que mire fijamente a las plantas, que duerma bajo las estrellas, abrace árboles, sonría al ver flores o se conmueva al pensar en la fotosíntesis, como le pasa a mi amiga Yayo Herrero.

Este verano recordaba la delirante historia de la película 'Los hombres que miraban fijamente a las cabras', inspirada en hechos reales contados en el libro homónimo, cuando tras el fracaso de la guerra de Vietnam el ejército de los Estados Unidos conformó una unidad orientada a explorar las potencialidades de la contracultura y la new age para reinventar la estrategia militar. En 1979 el Teniente Coronel Jim Chanon proponía crear un “primer batallón de la tierra” que se basara en el pacifismo, la armonía ecológica y el uso de la psicología en lugar de la violencia para enfrentar los conflictos. La idea era crear una suerte de batallón de Jedis denominados monjes guerreros capaces de desarrollar poderes mentales, que fueran expertos en artes marciales, en realizar espionaje psíquico o llegar a matar con la mirada. Una unidad multirracial, con capacidad de auto organización, en la que se comieran alimentos orgánicos… y con un enfoque que la asemejaba más a la protección civil que al combate.

Tras los rocambolescos años de experimentación con el flower power este sueño pacifista era desterrado, quedando como un enigmático y desconocido episodio de la historia militar. Buena parte de lo aprendido en estos programas de investigación psicológica sirvieron de base para diseñar nuevas y sibilinas formas de tortura (con música, mediante audiovisuales con mensajes subliminales, con drogas que alteraban la conciencia…) que se harían tristemente famosas en la Guerra de Irak, especialmente en Abu Grahib.