En las últimas semanas se viene dando un intenso debate, rodeado de urgencia, sobre la crisis alimentaria sobrevenida con la crisis de Ucrania y el alza en los precios de la gasolina. El tema no es baladí y las declaraciones más o menos apresuradas de actores interesados en rebajas en ciertas políticas ambientales, sociales y sanitarias para mantener baratas ciertas producciones agroalimentarias vienen acompañadas de otras declaraciones e informes de entidades globales que alertan de una más que posible e intensa crisis alimentaria global. Hay una gran distancia entre las voces que ponen el grito en el cielo para mantener el negocio de los alimentos tal y como está (cada vez más concentrado en un número menor de grandes empresas globales), en nombre de la economía y el empleo, y la falta de respuestas frente a los desafíos que introduce una crisis múltiple: pandemia de COVID, cambio climático, disponibilidad decreciente y alza de precios de combustibles fósiles y otros recursos minerales, caída de rentas y de empleo en la agricultura familiar, inflación, y guerra en Ucrania, por nombrar los que se expresan con mayor urgencia. Especialmente asusta la dificultad para considerar todos estos problemas, derivados de una insostenible presión sobre los recursos naturales, desde una perspectiva integrada. Y la verdad -si es que existe algo parecido a la verdad- es que no es para menos.
La guerra en Ucrania y la amenaza de desabastecimiento de alimentos
La guerra en Ucrania ha puesto en peligro el abastecimiento de algunos alimentos e insumos agrarios, al ser Ucrania y Rusia grandes productoras de granos (trigo y maíz, entre otros) y Rusia de los nitratos y la potasa -componentes de la mayoría de los fertilizantes- necesarios para producirlos. La producción de nitratos y de otros insumos se encarece además por su dependencia del gas, encarecido y escaso en Europa debido a la guerra. Esto ha generado alarma respecto a un posible desabastecimiento de alimentos (incluido el aceite de girasol) que ha sido desmentido por el Ministerio de Agricultura. Pero de esta alarma han surgido, entre otras medidas, ayudas públicas por valor de 124 millones de euros para el sector del vacuno de leche (para que compre unos piensos que hoy son más caros), y un cambio en la normativa ambiental que permite cultivar en barbechos y en las “superficies de interés ecológico” para poder producir cereales.
En efecto, nuestro país es un gran importador de granos, especialmente maíz, que junto con la soja (importada en su casi totalidad) son la base de la alimentación de la ganadería intensiva (especialmente a través de piensos para la producción industrial de cerdos, pollos y leche de vaca). La escasez y el alza de precios de los cereales son un problema para el sector ganadero nacional, especialmente el intensivo que produce carne de cerdo y pollo de bajo valor añadido y altos impactos ambientales, que es un gran exportador de carne y que sostiene una importante industria agroalimentaria. La escasez y el alza en los precios de los combustibles fósiles y de los nitratos también va a suponer un problema en general para la producción local de granos, altamente dependientes de fertilizantes químicos y de maquinaria pesada.
La guerra en Ucrania está sirviendo de excusa para reducir exigencias ambientales, sociales y sanitarias con argumentos en favor de mantener el empleo y sostener la economía. ¿Pero qué economía? ¿La de un sector agrario que lleva décadas con una caída en picada de la renta agraria, un incremento sideral del endeudamiento de las explotaciones, y la desaparición de un 10% de explotaciones agrarias cada 10 años? ¿La de un consumo de alimentos cada vez más caros, más contaminantes y que nos enferman? ¿La de un empleo agrario cada vez más precario y desprotegido, presionado con los bajos y decrecientes precios que perciben las pequeñas y medianas explotaciones agrarias por sus productos? ¿Estas medidas van a mejorar las condiciones de vida de ese 14% de la población española en situación de inseguridad alimentaria tras la pandemia de COVID, según un reciente estudio de la Universidad de Barcelona?
Agricultura, salud, cambio climático y agotamiento de recursos
La Comisión Europea acaba de publicar una propuesta de reglamento que incrementa el control de las emisiones de Gases de Efecto Invernadero (GEI) y de contaminantes en las grandes explotaciones de ganadería intensiva, aquellas que suponen un tercio del total y emiten un 60% de los gases de amonio y un 43% del metano del sector. El borrador propone a su vez el apoyo a las pequeñas y medianas granjas de ganadería extensiva. Es una propuesta claramente insuficiente y que se implementará tarde (en su caso, en 2025), a todas luces, si atendemos a la urgencia en la acción climática que exigen el Secretario General de Naciones Unidas y el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC). Pero algunas voces de peso dicen que ahora no es el momento.
Y es que nunca llega el momento de actuar para revertir la dinámica que nos ha llevado a traspasar muchos de los principales límites planetarios y del propio bienestar humano: pérdida de biodiversidad, cambio climático, ciclos de fósforo y nitrógeno, o sistema de usos de la tierra. El Estado español ha sido multado por el Tribunal de Justicia de la UE por no haber tomado medidas suficientes frente a la contaminación por nitratos proveniente de la agricultura y la ganadería intensiva. El gasto sanitario relacionado con el consumo excesivo de carnes, y especialmente de carnes industriales, ha sido estimado en 5.500 millones anuales por la Comisión Europea. La Organización Mundial de la Salud lleva años señalando la necesidad de reducir el consumo de carne y de alimentos procesados y ultraprocesados, que generan enfermedades no transmisibles a 2.000 millones de personas en el Mundo. Y el último informe del IPCC resalta el papel de la agricultura, y especialmente de los cambios en los usos del suelo para la producción de piensos, forrajes y carne, como responsable de un 22% de las emisiones globales de GEI. A su vez, señala el cambio de dieta y los cambios en las prácticas agrarias (para reducir el uso de fertilizantes y combustibles fósiles) como algunas de las herramientas más poderosas en la mitigación del cambio climático.
La guerra en Ucrania está sirviendo para mostrar al sector de la ganadería intensiva, especialmente el de las denominadas “macrogranjas” de pollos, huevos, cerdos y leche de vaca“, como un sector dependiente de insumos insostenibles, y por lo tanto de rentabilidad social y económica artificiales. La justificación de por qué se apoya a este sector es la misma que llevó a una dura crítica a la estrategia europea ”De la Granja a la Mesa“, que en 2020 fijaba objetivos para 2030 de un 25% de superficie agraria cultivada en agricultura ecológica, y de reducción de un 50% en el uso de fertilizantes químicos, antibióticos y pesticidas. Pero el último informe del IPCC es muy claro: el coste de tomar inmediatamente las medidas necesarias para mitigar el cambio climático será mucho menor que los costes si no se toman las decisiones adecuadas. Según el último informe de IPCC, si mantenemos las actuales políticas de producción y consumo, el incremento de temperatura media del planeta en 2100 se situaría alrededor de 2,7ºC, muy por encima de los 1,5ºC establecidos en los acuerdos de la COP25 de París como deseables. Dicho incremento sería catastrófico, y en parte ya lo está siendo.
Demasiados problemas y falsas soluciones
Para algunas voces el cambio climático va a ser la mayor de todas las guerras, por los efectos que ya está teniendo sobre nuestras economías y nuestras vidas. Y es una guerra que nos hacemos a nosotros y nosotras mismas. Hemos puesto a la naturaleza a trabajar a marchas forzadas para el crecimiento de la producción y el consumo, y ahora nos estamos dando cuenta de que ya no da para más. De lo que parece que aún no nos damos cuenta, como señala Jason W. Moore, es de que somos naturaleza, y que la naturaleza somos nosotros y nosotras. Aun alimentamos el mito de que podemos controlar la naturaleza como algo externo, sustituible por capital y que queda fuera de las ciudades que habitamos. Y por este espejismo nuestra clase política no está tomando las decisiones adecuadas, a pesar de que tanto la ciencia como la sociedad civil tenemos claro cuál es el único camino a tomar: reorganizar nuestra sociedad para reducir el consumo de materiales y energía. Cada vez más informes y declaraciones de las Naciones Unidas y la Comisión Europea nos urgen también en esta línea.
Un par de ejemplos de “inacción activa”. A pesar de que nuestro gobierno ha suscrito los compromisos de la estrategia europea “De la Granja a la Mesa”, que muchas personas y entidades consideramos insuficientes frente a los retos globales, en esta crisis se están destinando millones a apoyar modelos de agricultura y ganadería poco sostenibles (como las macrogranjas); y que generan poco empleo y de poca calidad, miles de millones de euros en gasto sanitario, cambio climático y contaminación. Mientras tanto se considera al sector de la producción ecológica como un sector marginal al que se dan muy escasos apoyos, incluso siendo el 5º en el Mundo y con un crecimiento anual superior al 5% tanto en consumo como en producción. Otro ejemplo: a pesar de que la palabra “decrecimiento” aparece 28 veces en el citado documento del IPCC (suscrito por cientos de científicos y científicas del primer nivel mundial), esta desaparece completamente en el texto de “Resumen Ejecutivo”, aquel que es negociado y aprobado, palabra a palabra, por representantes de los gobiernos de los 195 estados miembro del Panel. La fe ciega en la tecnología aparece en este consenso intergubernamental como la única salida para compaginar crecimiento económico y reducción de emisiones, pero en realidad esta fe no está dando sus frutos frente a la crisis climática. Al contrario, las evidencias científicas apuntan a que a más tecnología, más consumo de materiales y energía, y más degradación.
Es tiempo de cambiar nuestros sistemas alimentarios
Ya no es posible superar las tensiones sociales mediante el crecimiento económico, al traspasar la tensión hacia una mayor presión sobre los recursos naturales (más energía, más minerales, más producción agraria), como se viene haciendo en los últimos siglos. Un evento tan desolador como la guerra en Ucrania -que como todas las guerras tiene una importante dimensión de control de los recursos naturales- no puede ser excusa para apretar más a la naturaleza, porque esta ya no da más. El sistema económico mundial no está funcionando, y seguir apretando en la misma dirección, en la alimentación y en el resto de sectores, es echar más leña al fuego. Seguir en el mismo modelo es precipitar los próximos episodios de crisis, que se solaparán con las que ya sufrimos. La guerra en Ucrania es una expresión de esta misma situación.
En esta pandemia de ceguera que nos asola, digna del libro de Saramago, hay algunas preguntas que me vienen a la cabeza una y otra vez. Si estamos preocupados por si habrá alimentos para todos y todas en calidad y cantidad suficiente y a precios accesibles; si consideramos la alimentación algo tan estratégico como para inyectar muchos millones de euros para tratar de contener la inestabilidad de precios (si Adam Smith levantase la cabeza…); ¿por qué no se intervienen y protegen los precios de los alimentos, tal y como se hace, por ejemplo, con el agua? Si la alimentación adecuada y sostenible es un bien público y un derecho reconocido por las NNUU en 2005; si hoy reconocemos el papel central de las malas agricultura y alimentación en las crisis ambiental y sanitaria actuales; si las actuales crisis globales anidadas están revelando un sistema alimentario altamente vulnerable y una seguridad alimentaria global en riesgo, ¿por qué no sacamos la alimentación de los acuerdos globales de libre comercio? ¿Por qué no se regula la alimentación en base al interés público y no en base a la especulación y las ganancias privadas?
La responsabilidad de la actual crisis agraria está entre las administraciones y las grandes empresas agroindustriales, que en este escenario se están expresando con voz única. Los intereses de las grandes empresas de procesado y distribución de alimentos, cuyos beneficios crecen cada año, no responden a las necesidades de la agricultura y ganadería familiares, ni del consumo, ni de la sociedad en su conjunto. Necesitamos un modelo económico que enfríe el planeta, que reduzca la presión sobre los recursos naturales, y que deje de enfermarnos con malas dietas y alimentos insanos y/o tóxicos. Necesitamos diversificar las producciones locales y asegurar que quienes las cultivan perciben precios dignos y suficientes por hacer una agricultura sostenible, que no dependa de insumos de territorios lejanos e industrias contaminantes. Necesitamos comer menos carne y derivados cárnicos, y comerlos de la ganadería extensiva adaptada a nuestros ecosistemas mediterráneos: pequeños rumiantes (caprino y ovino) y sus derivados. Y necesitamos una clase política valiente que construya las condiciones para que las opciones de consumo justo, sostenible y saludable sean las más cómodas, accesibles y apetecibles. Ya es el mejor momento de empezar a hacer las cosas bien.