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Donde los contrapoderes de barrio echan raíces

Entre la barricada y el nuevo mundo ¿Qué entendemos por contrapoder?

El principal rasgo que tiene el ejercicio del poder es que irremediablemente genera resistencias, como de forma minuciosa estudió Foucault. No hay sociedades armónicas: los conflictos de intereses entre distintos grupos sociales son una constante a lo largo de la historia y probablemente son el principal motor del cambio en nuestras sociedades. El contrapoder aparece como el mecanismo de acción colectiva por el que los agravios padecidos por los grupos sociales subordinados u oprimidos se politizan, ya sea en forma de rebeldías silenciosas que perviven latentes en la vida cotidianai o mediante desafíos declarados abiertamente en la esfera pública.

La noción de contrapoder ha sido siempre ambivalente: por un lado, se define de forma negativa, por su capacidad de decir NO y obstaculizar el desarrollo de la agenda de las élites hegemónicas; por otro, transmite una potencia autoafirmativa, una capacidad de decir SÍ y de desplegar nuevas sensibilidades, deseos, formas de organizarse y estilos de vida alternativos. El poder destituyente y el poder constituyente conviven como las dos caras inseparables de una misma moneda.

Nuestros automatismos cognitivos tienden a asociar las luchas sociales a imágenes de revueltas, masivas movilizaciones y épicas insurrecciones. Episodios donde se escenifica el conflicto, que llevado al terreno urbano encontraría en la barricada su arquitectura mitológica. ¿Y si frente a la barricada pensáramos el contrapoder desde un espacio como un huerto comunitario? Hablaríamos de defender la existencia de espacios donde cuidar la vida de las comunidades locales y las plantas, de cultivar alimentos y cosechar relaciones sociales, de ecosistemas barriales y ambientales amenazados por el mercado y las políticas urbanas. Emmanuel Lizcanoii solía afirmar que las metáforas y los imaginarios nos piensan, inconscientemente conforman nuestros patrones de pensamiento, lo que en nuestro caso puede llevarnos a concebir el conflicto social de una forma excesivamente mecánica. El contrapoder queda reducido a un largo proceso de acumulación de fuerzas y hegemonía capaz de enfrentarse exitosamente al poder establecido; hasta que el “empate catastrófico” al que se refería Gramsci se rompe y el contrapoder se convierte en un nuevo poder legítimo.iii

Pensemos en el movimiento obrero con sus sindicatos y partidos, cooperativas de consumo y trabajo, mutualidades, periódicos y revistas, escuelas populares, ateneos y bibliotecas, casas del pueblo, coros, bandas de música, clubs excursionistas, grupos de teatro, asociaciones de mujeres, redes de apoyo mutuo en los barrios… y encontraremos un verdadero mundo que funcionaba según sus principios y reglas. Una constelación de instituciones sociales donde se generaba una sociabilidad, se ensayaban mecanismos de solidaridad, se reproducía una cultura y unos estilos de vida autónomos del poder. ¿No parece un reduccionismo pensar que esta compleja multiplicidad rebosante de vida era un mero ejercicio de acumulación de fuerzas en espera del día de la revolución?

Nos interesa el contrapoder en la medida en que hace referencia a habitar un conflicto sin estar obsesionado por la confrontación, en la medida en que reconoce un gesto de desafío radical en la construcción de nuevas relaciones sociales.

Así, ponemos el énfasis en la dimensión afirmativa y constituyente del contrapoder, rastreando experiencias capaces de transformar nuestras ciudades, la vida de las personas y que simultáneamente promuevan cambios radicales a pequeña escala. Seguimos la estela de las utopías reales investigadas en medio mundo por Erik Olin Wright,iv donde lo pragmáticamente posible no es independiente de nuestra imaginación, sino que, al contrario, toma forma a partir de nuestras visiones sobre la realidad y nuestras formas de habitarla de forma diferente. Igual que los esclavos fugados en Brasil fundaban asentamientos escondidos en medio de la selva, conocidos como quilombos, en nuestras junglas de asfalto también existe un amplio abanico de modestos contrapoderes ocultos, infravalorados e invisibilizados. Un ejemplo de ellos son los huertos comunitarios.

Sembrando el cambio en las plazas

El derrumbe financiero iniciado en 2008 supuso el final del espejismo de un modelo de crecimiento económico progresivamente desvinculado de la satisfacción de las necesidades sociales. Las ciudades han concentrado los dramáticos impactos socioeconómicos, que han dado lugar a una fuerte pérdida de cohesión social.

En las acampadas que a partir de 2010 se replicaron por las grandes ciudades de todo el mundo, desde la plaza Tahrir hasta la Puerta del Sol, desde Occupy Wall Street hasta Gezi Park, se escenificó ese contrapoder ciudadano, que exigía un mayor grado de democracia y se levantaba contra las políticas austericidas.

La narrativa oficial de la crisis comienza a ser cuestionada en la esfera pública del Estado español de la mano del 15M en 2011, inaugurando el ciclo de acción colectiva más intenso de nuestra historia reciente. Las acampadas y asambleas configuraron microciudades a escala en el corazón de la gran ciudad, una suerte de anteproyectos de otras ciudades posibles, generando una nueva atmósfera más proclive al cambio social.v Frente al urbanismo de la austeridad emerge desde la sociedad civil un urbanismo cooperativo; intensivo en capacidad de innovación para solucionar problemas, en protagonismo ciudadano y en formas más democráticas de entender lo público, que se ha plasmado en una variedad de luchas; y producen lugares desde los que reconstruir nuevas relaciones sociales y prácticas. Vivir de otra manera implica la construcción material de otras territorialidades, donde, aunque sea a pequeña escala y de forma fragmentaria, resulta posible reproducir otros patrones de relación entre las personas y de estas con su entorno.

La agricultura urbana se ha convertido en una herramienta de denuncia de la especulación y de reivindicación de una nueva cultura del territorio, a la vez que ha posibilitado crear alternativas sociales y económicas ligadas a una amplia diversidad de actores y colectivos sociales, desde colectivos ecologistas a asambleas de parados, de asociaciones vecinales a redes de solidaridad popular.

Igual que otros movimientos sociales críticos, los huertos comunitarios han encuadrado sus reivindicaciones bajo el paraguas del derecho a la ciudad,vi vii entendido no como una demanda legal traducible al lenguaje jurídico, sino como el derecho de la ciudadanía a intervenir en la ciudad, a construirla y a transformarla. El movimiento de agricultura urbana visibiliza y plantea cuestiones que van más allá de los huertos, llamando a participar y corresponsabilizarse en la forma de habitar y gestionar los recursos situados más allá de los límites urbanos y que son imprescindibles para la subsistencia de las ciudades en un contexto de crisis socieocológica, que ejemplifica el colapso climático y la crisis energética.

Otro de los pilares que sustentan los imaginarios y prácticas del movimiento de agricultura urbana es la noción de bienes comunes. Desde su origen, estos proyectos se definieron como bienes comunes urbanos, que reactualizan y adaptan al contexto urbano las prácticas tradicionales de gestión comunitaria de bienes naturales y recursos estratégicos necesarios para la reproducción de las comunidades.viii

Agroecología, autogestión y articulación social constituyen los tres rasgos que definen el trabajo de los huertos comunitarios a escala local, donde cultivan alimentos y cosechan relaciones sociales. Se trata de experiencias muy visibles y atractivas, al estar en el espacio público, y muy activas a la hora de relacionarse con otros proyectos (centros sociales, asociaciones vecinales, grupos de consumo, colectivos ciclistas, asociaciones educativas y colegios, por mencionar algunas), lo que les convierte en regeneradores de los tejidos sociales locales.

Además de su actividad inmediata, los huertos urbanos prefiguran futuros urbanos deseados, proyectando la necesidad de barrios más participativos y convivenciales, así como una mayor implantación del ecourbanismo (movilidad sostenible, proximidad, energías renovables, compostaje y cierre de ciclos).

Estos proyectos están insertos en múltiples redes de movilización a escala urbana, pero también a escala translocal, vinculadas con la participación ciudadana, la soberanía alimentaria y la agroecología. El fin último es trascender su propia territorialidad barrial para integrarse en un movimiento amplio, al vincular estas islas a otras, de modo que se logren consolidar archipiélagos en expansión que desborden la institucionalidad establecida y las prácticas dominantes.

¿Y si los frutos son las semillas?

Los huertos comunitarios articulan localmente una pluralidad de sensibilidades, demandas y reivindicaciones (ambientales, vecinales, políticas, relacionales), a la vez que ponen en marcha procesos de autogestión a nivel barrial, que enfatizan la participación directa, la apropiación espacial, la reconstrucción de identidades y la corresponsabilidad colectiva de las comunidades en distintos asuntos que les afectan. Estos ejercicios de microurbanismo expresan una disconformidad con el modelo dominante de ciudad y los estilos de vida que induce.

Un contrapoder habitable es el que permite vivir en el presente los mayores rasgos de la vida a la que aspiramos en el futuro, un proceso de transformación inmanente irreductible a cálculos estratégico de las acumulaciones de fuerzas y de las revoluciones irreversibles. El anarquista Paul Goodman solía plantear: “Supongamos que hemos tenido la revolución de la que hablábamos y con la que soñábamos. Supongamos que nuestro bando ha ganado y que tenemos la clase de sociedad que queríamos. ¿Cómo vivirías, tú personalmente, en esta sociedad? Empieza a vivir de esa manera ahora”. Y es que como reza un mural de un huerto madrileño: “Una huerta no cambia el mundo; cambia a las personas que van a cambiar el mundo”. El reto para estos proyectos es mantener sus aristas más políticas sin perder su capacidad transformadora.

Una versión más extensa de este artículo forma parte del informe Contrapoder. Estado del poder 2018, editado en castellano por Transnational Institute (TNI) y FUHEM Ecosocial.

i Scott, J. C. (2000) Los dominados y el arte de la resistencia. Discursos ocultos. México D.F.: Ediciones Era.

ii Lizcano, E. (2009) “Narraciones de la crisis: viejos fetiches con caras nuevas”, Archipiélago, núm. 83-84, Madrid.

iii Citado en García Linera, Á. (2008) “Empate catastrófico y punto de bifurcación”, Crítica y emancipación: Revista latinoamericana de Ciencias Sociales Año 1, no. 1 (jun. 2008). Buenos Aires: CLACSO.

iv Wright, E. O. (2014) Construyendo utopías reales, Madrid: Akal.

v Fernández Casadevante, J.L. y Morán, N. (2015) Raíces en el asfalto. Pasado, presente y futuro de la agricultura urbana. Madrid: Libros en acción. https://raicesyasfalto.wordpress.com/

vi Lefebvre, H. (1978 [1969]) El Derecho a la ciudad. Barcelona: Península.

vii Harvey, D. (2008) “The right to the city”, New Left Review 53, septiembre-octubre.

viii Ostrom, E. (1990) Governing the Commons: The Evolution of Institutions for Collective Action. Cambridge: Cambridge University Press.

Entre la barricada y el nuevo mundo ¿Qué entendemos por contrapoder?

El principal rasgo que tiene el ejercicio del poder es que irremediablemente genera resistencias, como de forma minuciosa estudió Foucault. No hay sociedades armónicas: los conflictos de intereses entre distintos grupos sociales son una constante a lo largo de la historia y probablemente son el principal motor del cambio en nuestras sociedades. El contrapoder aparece como el mecanismo de acción colectiva por el que los agravios padecidos por los grupos sociales subordinados u oprimidos se politizan, ya sea en forma de rebeldías silenciosas que perviven latentes en la vida cotidianai o mediante desafíos declarados abiertamente en la esfera pública.