Hugo Viciana & Mina Kleiche-Dray (Institut de Recherche pour le Développement, Centre Populations et Développement, IFRIS)
La concesión, este último año, del premio medio ambiental Goldman a la hondureña Berta Cáceres y del premio Martin Ennals de derechos humanos a la mexicana Alejandra Ancheita ha permitido subrayar, una vez más, la aparente colisión entre derechos humanos fundamentales y visiones del desarrollo económico que sufren comunidades locales y poblaciones migrantes en Latinoamérica que a menudo se ven afectadas por grandes proyectos estatales o de empresas transnacionales. Un choque de trenes entre lo local y lo transnacional que es si cabe más agudo en el ámbito de los conflictos medioambientales.
El área de Latinoamérica y el Caribe contiene aproximadamente un 50% de los recursos en biodiversidad del planeta. Al mismo tiempo, estos países se cuentan entre los más afectados y sus poblaciones entre las más vulnerables frente a determinados efectos de las dinámicas actuales de la globalización. Un mapa virtual de geolocalización de conflictos socioambientales elaborado por el Observatorio de la Deuda en la Globalización recoge alrededor de un centenar de regiones afectadas en Latinoamérica y el Caribe. El Atlas de Justicia Ambiental también señala a Latinoamérica como una de las zonas más calientes en el ámbito de los conflictos medioambientales.
Y ello aun cuando el Convenio internacional sobre la Diversidad Biológica (CDB) de 1992 promovía el respeto hacia “las comunidades locales y poblaciones indígenas que tienen sistemas de vida tradicionales basados en los recursos biológicos”, y afirmaba “la conveniencia de compartir equitativamente los beneficios que se derivan” de sus saberes prácticos sobre el medio ambiente. Sin embargo, la bioprospección, el dispositivo de derecho por el que el mencionado convenio preveía que el conocimiento autóctono sobre la biodiversidad pudiera ser “el nuevo oro verde” cuya explotación industrial suministraría royalties a las comunidades indígenas, ha resultado ser, todo parece indicarlo así, una “promesa incumplida” (según la fórmula del sociólogo francés Jean Foyer).
En este contexto, cabe interrogarse de manera realista por el papel que han de ocupar hoy los saberes autóctonos en la gobernanza ambiental, entendida ésta, simplemente, en el sentido del “quién”, el “cómo”, el “cuándo” y el “sobre qué” en la toma de decisiones sobre el uso de los recursos.
En el caso de América Latina, es frecuente denunciar un extractivismo que se da a dos niveles: por un lado, en su sentido más literal, en cuanto muchos de los conflictos socioambientales actuales son relativos a la explotación de recursos naturales no renovables que tienen, además, un impacto nada desdeñable (externalidades) sobre el ambiente; por otro lado, por una gobernanza que en muchos casos puede ser descrita como el resultado de la dirección impuesta por instituciones extractivas, en el sentido en que una parte importante de la población se ve excluida, primero, de los procesos de decisión en la configuración de los proyectos de desarrollo y, luego, de gran parte de los beneficios que reportan dichos proyectos. Entre la justicia social y el aprovechamiento de la inteligencia colectiva de una capa de la población que hasta hace poco estaba ampliamente excluida de estas tomas de decisiones, creemos que es posible despejar algunos equívocos que obstaculizan el diálogo entre saberes autóctonos y saberes científico-tecnológicos.
Por una parte, se ha señalado que, aunque útiles en el seno de estudios de antropología o agronomía de cara al uso de los recursos naturales, determinadas categorías tales como “conocimiento indígena” o “conocimiento local” han podido a veces transformarse en meros fetiches, sin ser realmente eficaces a la hora de deshacer las injusticias estructurales en las que viven muchas de estas poblaciones. Por otra parte, los trabajos que han analizado los proyectos desarrollistas del siglo XX han mostrado cómo la investigación científico-tecnológica en torno a materias de alto potencial económico, como son los recursos naturales, experimenta una clara tendencia a orientarse hacia las áreas con mayor financiación. Por eso, puede existir a veces escaso control democrático sobre la dirección de dicha financiación tecnológica, influyendo en el debate y contribuyendo al desequilibrio de fuerzas por lo que hace a la autoridad de quienes son escuchados como “expertos”.
Frente a esto, recientemente, en un documento de recomendaciones dirigidas a los representantes políticos y tomadores de decisiones señalamos el modo en que: “El uso sostenible de los ecosistemas requiere la inclusión de los actores sociales que interactúan con la naturaleza. Para ello se requiere conocer, para cada actor, su racionalidad, su ubicación en la cadena productiva, su condición de productor o destructor de la biodiversidad y especialmente sus saberes, en conjunto con los cambios tecnológicos actuales.”
Porque, efectivamente, los conflictos socioambientales parecen jugarse muchas veces en el terreno de la autoridad epistémica, en su viejo sentido de “auctoritas” o aquel saber que tiene la última palabra en el diálogo con otros saberes. Esto, que sucede efectivamente en una serie de controversias socioambientales, creemos, puede inducir a error, en lo que puede ser interpretado en muchas ocasiones, de modo más eficaz, como un conflicto en torno a la participación en los procesos de decisión.
El caso de los conflictos simbólicos en torno al maíz en México, un fenómeno social que ha recibido relativamente poca atención en Europa, podría ser un ejemplo. México, percibida generalmente como la cuna histórica en la domesticación del maíz, es también uno de sus principales focos de biodiversidad. En un país donde el maíz ocupa una parte fundamental de la alimentación, en el que una mayoría de las unidades agrícolas son familiares y campesinas, un amplio porcentaje de las cuales lo son, además, en régimen de subsistencia, la biodiversidad del maíz ha venido a ocupar un puesto importantísimo en el imaginario colectivo nacional. Numerosas asociaciones civiles se articulan desde hace unos años en torno a esta cuestión y han empezado a cosechar éxitos notables. Sin ir más lejos, en este último año se ha ratificado la orden judicial de no otorgar nuevos permisos para la siembra de maíz transgénico a raíz de demandas interpuestas por estas asociaciones.
Es en este contexto las críticas a los transgénicos, aunque se presenten a menudo como una confrontación directa con la auctoritas tecnocientífica, puede verse también como una crítica más general al reparto de los riesgos, los costes y los beneficios en procesos socioeconómicos en los que las distintas partes pueden enarbolar valores que pretenden ser superiores, si bien, en último término, unas partes son susceptibles de sufrir desproporcionadamente más la violencia del proceso que otras.
¿Es posible pues un diálogo con los saberes autóctonos en el marco de los proyectos de desarrollo para la región? Frente al obstáculo de lo que se presenta como una confrontación irreconciliable de valores o de auctoritas, creemos que no sólo es posible sino necesario este diálogo de saberes a fin de afrontar con mayores garantías los conflictos socioambientales actuales y potenciales en Latinoamérica. Una parte importante del origen de dichos conflictos proviene, así de claro, de que no se tiene suficientemente en cuenta la capacidad de decisión de las poblaciones afectadas, descontándose a menudo su aportación en términos epistémicos o de autoridad en la materia. En décadas recientes, tras operar durante largo tiempo en los márgenes del Estado, muchas de estas poblaciones han estado articulándose en agrupaciones civiles para intervenir en las decisiones de gobernanza ambiental a través de los instrumentos estatales. Y es probable que esto continúe ocurriendo y que se incremente cada vez más, reivindicándose con fuerza los saberes autóctonos como forma de empoderamiento, pese a la rápida degradación medioambiental o, acaso, precisamente por su acicate.