La pandemia ha dejado al descubierto la fragilidad de los sistemas económicos existentes. Las naciones ricas tienen recursos más que suficientes para cubrir la salud pública y las necesidades básicas durante una crisis, y podrían sobrellevar las consecuencias reasignando el trabajo y los recursos de los sectores no esenciales de la economía hacia aquellos esenciales. Sin embargo, por la forma en que los sistemas económicos actuales se organizan en torno a la circulación continua, cualquier disminución de la actividad del mercado amenaza con desencadenar un colapso sistémico, provocando desempleo y empobrecimiento generalizados.
No tiene por qué ser así. Para hacernos más resistentes a las crisis -pandémicas, climáticas, financieras o políticas- tenemos que construir sistemas capaces de reducir la producción de manera que no se pierdan los medios de subsistencia ni la vida. En este sentido, abogamos por el decrecimiento.
Los medios conservadores como Forbes, Financial Times o Spectator, y en España Vozpópuli, han estado declarando que la crisis del coronavirus deja ver “la miseria del decrecimiento”. Pero lo que está sucediendo durante la pandemia no es decrecimiento. El decrecimiento es un proyecto por una vida enriquecedora y profunda, por el disfrute de los placeres simples, compartiendo y relacionándonos más, y trabajando menos, en sociedades más igualitarias. El objetivo del decrecimiento es desacelerar las cosas a propósito, con el fin de minimizar el daño a los humanos y a los sistemas terrestres y reducir la explotación.
La situación actual es terrible, no porque las emisiones de carbono estén disminuyendo ̶ lo cual es bueno ̶ sino porque se pierden muchas vidas; es terrible no porque los PIB estén cayendo ̶ ante lo cual somos indiferentes ̶ sino porque las dinámicas que protegen las fuentes de ingresos cuando el crecimiento se tambalea son sumamente insuficientes e injustos.
Quisiéramos ver que las sociedades se vuelvan más lentas por diseño, no por un desastre. Esta pandemia es un desastre inducido por el crecimiento, presagio de más por venir. Las fuerzas del crecimiento han acelerado los flujos globales de materiales y dinero, allanando el camino para la circulación vertiginosa de los cuerpos y las enfermedades. Las políticas económicas y los acuerdos sociales propuestos por el decrecimiento ofrecen formas de hacer que esas situaciones sean más vivibles y justas, de emerger mejor y más fuertes después de la crisis, y de reorientar las prácticas y las políticas hacia el cuidado y la solidaridad comunitaria.
El fin del crecimiento no implicará necesariamente una transición suave. Puede que ocurra de forma no planificada, no deseada y caótica, en condiciones no elegidas por nosotros. Condiciones como las que estamos viviendo ahora. La historia a menudo evoluciona súbitamente; los períodos de aparente parálisis pueden llegar a un punto de inflexión, cuando acontecimientos inesperados abren nuevas posibilidades y cierran otras violentamente. La pandemia de la COVID-19 es uno de esos acontecimientos. De repente, las cosas toman direcciones nuevas y radicales, y lo impensable se hace posible, para bien o para mal. Severas depresiones económicas fueron el preámbulo del 'New Deal' de Roosevelt y el Tercer Reich de Hitler. ¿Cuáles son hoy las posibilidades y los peligros?
En medio de esta pandemia, muchas autoridades científicas, políticas y morales están enviando el mensaje de que el cuidado de la salud y el bienestar de la gente debe estar por encima de los intereses económicos, y eso es excelente. El resurgimiento de una ética del cuidado, que defendemos en nuestro nuevo libro “The Case for Degrowth”, se ha hecho patente en la voluntad de las personas de quedarse en casa para proteger a sus mayores, así como en el espíritu de deber y sacrificio entre los trabajadores de la salud y el cuidado. Por supuesto, otros se quedan en casa porque temen al virus y se preocupan por ellos mismos, o para evitar las multas de la policía. Y muchos trabajadores sanitarios van a trabajar porque deben ganarse la vida. Actuar colectivamente contra las crisis, las pandemias o el cambio climático requiere esas combinaciones de sacrificio y solidaridad, interés propio y colectivo, medidas gubernamentales y participación de la población.
Profundas desigualdades están entrando en juego de nuevas maneras. Los residentes de unos países están sufriendo dificultades diferentes, y a veces más graves, que las de otros, como ocurre con quienes se ven privados de sus derechos ciudadanos en las prisiones, los campos de trabajo de inmigrantes y los campamentos de refugiados. Dentro de cada país, cada actor, según su género, raza, condición socioeconómica y posición laboral, sufre diferentes vulnerabilidades frente a la enfermedad y a las caídas económicas que la acompañan.
Los datos de los países de todo el mundo muestran que el coronavirus tiende a ser mucho más grave y mortal en los hombres que en las mujeres. El Centro para el Control y Prevención de Enfermedades de los Estados Unidos indica que la incidencia de los casos y muertes entre las minorías raciales y étnicas es mucho más elevada. Las enfermeras, auxiliares de salud y personal de cuidado, profesiones en las que predominan las mujeres, son especialmente vulnerables a la infección. Como lo son millones de hombres que trabajan en trabajos esenciales, incluyendo la limpieza, el transporte, la conducción de taxis y el empaquetado de carne. Estos trabajos, en su gran mayoría realizados por hombres, ya estaban entre las ocupaciones más peligrosas antes del coronavirus. Así que mientras algunos se dan el lujo de refugiarse en casa, otros deben elegir entre el desempleo ̶ sin una red de apoyo adecuada ̶ y trabajar en actividades que los expongan al virus. Sin embargo, a menos que se proteja a poblaciones enteras, ni siquiera los más ricos están totalmente a salvo del contagio.
En esta crisis, como en otras anteriores, la gente se ha movilizado y autoorganizado allí donde las empresas y los gobiernos han sido incapaces de cubrir sus necesidades: desde grupos de ayuda mutua que distribuyen alimentos y medicinas para los ancianos, pasando grupos de médicos, ingenieros y hackers que colaboran en la impresión 3D de componentes para respiradores, hasta estudiantes que cuidan a los hijos de médicos y enfermeras.
La multiplicación de los esfuerzos de ayuda mutua y solidaridad, que constituyen la base de las sociedades en proceso de decrecimiento que imaginamos, es todavía más admirable dada la naturaleza contagiosa del virus. Una vez que la pandemia haya terminado, y comience el difícil camino de la reconstrucción económica, este resurgimiento del dinamismo de la unión y el cuidado será vital.
Sin embargo, aunque las iniciativas de individuos y redes de base son necesarias, no son suficientes para un cambio sostenido. Necesitamos que los gobiernos aseguren la asistencia sanitaria para todos, protejan el medio ambiente y proporcionen redes de protección económica. Las políticas publicas de decrecimiento que defendemos eran necesarias antes de la pandemia, y lo serán todavía más durante y después de ella: un 'New Deal' Verde, un programa de inversión pública, trabajo compartido, renta básica, servicios públicos universales y apoyo a las economías comunitarias. También la reorganización de las finanzas públicas a través de medidas que incluyen tasas sobre el carbono, topes a la riqueza y a los altos ingresos, e impuestos al uso de los recursos naturales y la contaminación.
Mientras que los debates sobre el decrecimiento tradicionalmente se han centrado en la desmovilización de aquellos componentes de las actuales economías que son intensivos en el uso de recursos y perjudiciales ecológicamente, las respuestas ante la pandemia apuntan a la desmovilización de aquellos componentes no inmediatamente esenciales para sostener la vida. Coincidimos en enfrentar el reto fundamental de gestionar las economías políticas sin crecimiento durante y después de la pandemia: cómo desmovilizar una parte de la economía a la vez que se asegura el suministro de bienes y servicios básicos, experimentando con formas de disfrute que requieran pocos recursos y encontrando significados colectivos en la vida.
Propuestas radicales vienen siendo contempladas y aplicadas selectivamente a lo largo del espectro político, en vista de que proporcionan soluciones concretas en medio de la pandemia: las empresas y los gobiernos han reducido las horas de trabajo y han puesto en práctica el trabajo compartido; se están debatiendo diferentes formas de renta básica; se han instituido medidas financieras para subvencionar a los trabajadores durante el período de cuarentena y después del cierre de las empresas; se ha lanzado una campaña internacional en favor de un ingreso de cuidado; los gobiernos han movilizado el aparato productivo para asegurar el abastecimiento y los servicios vitales; y se están considerando o imponiendo moratorias en el pago de alquileres, hipotecas y deudas. Cada vez se comprende mejor que un gigantesco gasto público será necesario.
El mundo cambiará después de la pandemia, y habrá disputas sobre qué caminos tomar. La gente tendrá que luchar por dirigir el cambio hacia sociedades más equitativas y resistentes que tengan un menor impacto sobre los humanos y los ambientes naturales. Actores poderosos tratarán de reconstituir las estructuras y dinámicas del statu quo, y de trasladar los costos a aquellos con menos poder. Se requiere de organización y una confluencia de alianzas y circunstancias para asegurar que no sean el medio ambiente y los trabajadores los que paguen la factura, sino aquellos que más se beneficiaron del crecimiento que precedió a este desastre.
El decrecimiento no es privación forzada, sino la aspiración de asegurar lo suficiente para que todos puedan vivir con dignidad y sin miedo; de experimentar la amistad, el amor y la salud; de poder dar y recibir cuidados; de disfrutar del ocio y de la naturaleza, y de legitimar una vida que es también una experiencia de interdependencia y vulnerabilidad. Este objetivo no se alcanzará subvencionando a las empresas de combustibles fósiles, las líneas aéreas, los cruceros, los hoteles y las megaempresas turísticas. En su lugar, los Estados deben financiar Nuevos Acuerdos Verdes y reconstruir sus infraestructuras de salud y cuidado, creando puestos de trabajo a través de una transición justa hacia economías menos dañinas para el medio ambiente. A medida que caen los precios del petróleo, los combustibles fósiles deben ser fuertemente gravados, recaudando fondos para apoyar las inversiones medioambientales y sociales, y proporcionar exenciones fiscales y dividendos a los trabajadores. En lugar de utilizar el dinero público para rescatar empresas y bancos, instamos a que se establezca una renta básica de cuidado que ayude a las personas y las comunidades a reconstruir sus vidas y sus medios de subsistencia. Estas cuestiones fundamentales relacionadas con las estrategias de transformación socio-ecológica serán el centro de la conferencia internacional sobre el decrecimiento en Viena, que tendrá lugar como evento en línea a finales de mayo de 2020. Un buen punto de partida son los principios para la recuperación de la economía y las bases para crear una sociedad justa que figuran en la carta abierta “Decrecimiento: Nuevas raíces para la economía”.
Se puede decir que esta crisis abre más peligros que posibilidades. Nos preocupa la política del miedo que engendra la pandemia del coronavirus, la intensificación de la vigilancia y el control de los movimientos de las personas, la xenofobia y la culpabilización del otro. Una vez adoptadas medidas como los toques de queda, cuarentenas, leyes por decreto, controles fronterizos o aplazamientos de elecciones, estos pueden pasar fácilmente a formar parte permanente del arsenal político, abriendo horizontes distópicos.
Para contrarrestar estos riesgos, el decrecimiento nos motiva y nos guía a refundar las sociedades sobre la base de la ayuda y el cuidado mutuos, reorientando los objetivos colectivos lejos del crecimiento económico y hacia el bienestar y la equidad. No se trata sólo de aspiraciones elevadas; en nuestro próximo libro The Case for Degrowth identificamos prácticas cotidianas y políticas concretas para empezar a construir el mundo que queremos hoy, junto con estrategias políticas para sustentar la sinergia entre estos esfuerzos en la construcción de sociedades equitativas y de bajo impacto. Este libro no se parece a ningún otro sobre el decrecimiento, ya que es el primero en tratar de abordar la difícil cuestión del “cómo” en la actual coyuntura política.
Antes de la pandemia, tuvimos que trabajar duro para convencer a la gente de la necesidad del decrecimiento. Nuestro trabajo puede ser algo más fácil ahora en medio de evidencias tan palpables de que el sistema actual se está derrumbando por su propio peso. A medida que nos embarcamos en la segunda gran crisis económica mundial en poco más de una década, quizás algunos de nosotros estaremos más dispuestos a cuestionar la lógica de producir y consumir más y más, simplemente para mantener el sistema en funcionamiento. Ha llegado el momento de volver a centrarnos en lo que realmente importa: no el PIB, sino en la salud y el bienestar de nuestra gente y nuestro planeta.
En una palabra, el decrecimiento.
Traducido del ingles por Gonzalo Pradilla.