La vida es una maraña de procesos en continua evolución. Así de entrelazada y cambiante es Gaia/ Gea: la Tierra que vemos y la tierra que no vemos, como nos señalaba la bióloga Lynn Margulis. La vida democrática es también (¡cómo no!) cuestión de procesos, no de órdenes prefijados, nos argumentaría el filósofo Cornelius Castoriadis. Sin embargo, nuestras vidas políticas no parecen entender hoy ni de autodeterminaciones, ni de respuestas frente al cambio climático. “Bochornoso” era el adjetivo que empleaba sintéticamente la portavoz del gobierno del Partido popular para referirse a la iniciativa soberanista que se está desarrollando en Catalunya. Podría haber empleado ese adjetivo para hablar de la creciente desertificación y de los incrementos de las altas temperaturas en este país, de las muertes no contabilizadas por estos calores o por sequías y huracanes de dimensiones nunca vistas hasta ahora. También bochornosas fueron actuaciones poco democráticas como la utilización de reformas constitucionales exprés y leyes mordaza para evitarse una salud democrática. País bochornoso, dicen, pero identificándolo siempre con todo aquello que pueda amenazar sus posiciones en el actual statu quo.
El pasado 6 de septiembre el parlamento catalán aprobaba por mayoría una ley de referéndum con los votos de Junts pel Sí y la CUP. La coalición nacionalista en el gobierno (Junts pel Sí) que aúna la tradición conservadora catalana (PdeCAT, proveniente de CiU) y una neoliberalizada socialdemocracia (ERC) ha encontrado apoyo en las CUP (cuyas mimbres están en un municipalismo anticapitalista) para andar este camino hacia la autodeterminación de Catalunya. Todo un calentamiento global del panorama político español, cuyos entramados jurídicos, mediáticos y políticos hegemónicos han publicitado que se trata de un huracán contra la democracia. Calentamiento que ha pasado por alto, sin embargo, algunas de las intenciones y de los matices que van más allá del derecho a decidir como senda institucional a partir de una idea de pueblo o comunidad. En el discurso pronunciado en la tribuna del Parlament la tarde del 5 de septiembre, Anna Gabriel Sabaté (diputada de las CUP) afirmaba que las instituciones estatales surgidas tras la muerte del dictador Franco “son un límite, son un muro, son un impedimento para plantear la recuperación de soberanías, todas: la nacional, alimentaria, la económica, cultural, residencial”. En esa misma semana, un equipo de la formación municipalista manifestaba su intención de interpelar al gobierno sobre lo que, a su juicio, debería ser una ley catalana por el decrecimiento. “El decrecimiento es una vía imprescindible para conseguir esas soberanías”, aquellas de las que hablaba la diputada Sabaté, afirmaba su compañero Sergi Saladié.
En círculos catalanes suele hablarse de dos ejes de polarización y a la vez de cohesión que se suceden en Catalunya: el nacional y el social. “La austeridad nos hará más fuertes” dijo una vez Artur Mas, antecesor del actual presidente catalán Carles Puigdemont. Y a ello se consagraron con reducciones, desde 2008 para acá, de un 17% del gasto en educación, un 14% en sanidad, aparte de privatizaciones directas o encubiertas. Ello motivó que el eje social tomara fuerza: las manifestaciones Prou Retallades! (basta de recortes), resonando junto al 15M, desde el 2011. Con el objetivo de relegitimarse, y azotada por la corrupción y los malos resultados electorales, CiU pasó a colocarse mediática e institucionalmente como la cabeza más visible del movimiento catalanista.
Eje nacional, eje social… ¿podríamos pensar (acaso soñar) que estuviera iniciándose un eje ecológico? A finales de julio el parlamento catalán aprobaba toda una Ley de Cambio Climático, pionera en nuestras economías centrales. Ahora acude la interpelación de la CUP sobre el decrecimiento, en plena iniciativa soberanista, la cual habla de insuflar aires, entre varias medidas, a la relocalización cooperativista de la economía, al municipalismo, a las soberanías energéticas y alimentarias con el objetivo de tumbar “la inèrcia del mode de vida capitalista-consumista i els interessos dels grups privilegiats”. Esto sí que sería algo más que una ley pionera. Más bien una revolución. Sin embargo, viendo la tradición austericida y los presupuestos conservadores de 2016, que la CUP se negó a apoyar, parece difícil que el gobierno Junts pel Sí entre en esa línea de revolución democrática por la sostenibilidad de la vida.
Existe un creciente arriba y un empobrecido abajo (un sesgo de clase cruzado con sesgos de género y procedencia) en esto de acceder a materiales, energía, renta o alimentos. Existe también un sesgo territorial, donde un triángulo se sitúa en el centro (Catalunya-Valencia como nodo mediterráneo, junto a País Vasco y Madrid) para absorber energías y materiales de otros territorios. El decrecimiento con justicia, ya sea una ley o una iniciativa, ¿no deberían también hablar de quiénes ganan y quiénes pierden en nuestros territorios? Si las empresas están proponiendo un “decrecimiento de mercado” (pobreza energética, desahucios, insuficiencias alimentarias y exclusión para más de un 30% de la población española), ¿cómo saber cuándo trabajamos por un decrecimiento con justicia y cuándo por un decrecimiento elitista? En cuanto a la necesaria salud democrática que expresa el derecho de autodeterminación de pueblos y comunidades, ¿en qué condiciones el juego parlamentario (aprisionado en la globalización) es sobre todo aire para los caciques locales del neoliberalismo, o por el contrario supone una senda para otras rupturas que aviven unas economías más próximas, más justas, más sostenibles? En el caso de la CUP la respuesta se viene dando desde sus prácticas municipalistas en las últimas décadas. Como en las alcaldías por el cambio, que tienen en la economía social y solidaria o en la agroecología o en la revalorización de los cuidados políticas emblemáticas de su gobierno.
En mi opinión, toda propuesta de reconfiguración territorial de autodeterminación (institucional, en el aprovechamiento de recursos) debería dar cuenta, de forma compleja y desde el primer momento, de una interrelación positiva de tres direcciones clave para un decrecimiento con justicia. En primer lugar, la política. Frente a un decrecimiento elitista (nichos de mercado, polarización territorial, nuevos colonialismos para facilitar el consumo de unos pocos), plantear un decrecimiento que se asiente y legitime en expresiones de radicalización democrática: decidir sobre el agua cerca de los cuencas de las aguas, sobre el territorio y las agendas cerca de un municipalismo, sobre producción y comercialización cerca de donde está el consumo, etc. Pero todo ello conjugando un hacer local con unos derechos establecidos. El primer derecho es, inexcusablemente, el derecho a tener una casa, un planeta. Y después el derecho a tener derechos. La Ley del referéndum, entendiendo que se aporta en un contexto de acción política muy concreto, nos explica, sin embargo, que el primer derecho de los seres humanos es el derecho de autodeterminación de los pueblos.
En segundo lugar, toda economía debe plantearse su relocalización, su orientación hacia necesidades humanas y el cuidado de la vida, y no a las especulativas. Debe perfilar también sus estrategias de solidaridad, dentro y fuera de sus ámbitos directos de decisión. Soberanía política no significa ni autonomía económica ni alteración de un metabolismo insustentable: Barcelona, Madrid o Murcia extraen gran parte de la energía que consumen de su vecindario. Soberanía económica significa, entre otras cosas, que no sea el mercado de la deuda y el MEDE (Mecanismo Europeo de Estabilidad) el que controle territorios y decida cuánto más hay que depredar para pagar lo que se sabe que es injusto e impagable.
Por último, la dimensión ecosistémica. Vivimos en un país donde los grandes núcleos financieros y de consumo (Barcelona y Madrid especialmente) están ocasionando una gran rematerialización de la economía, como apunta el trabajo sobre metabolismo coordinado por el investigador Óscar Carpintero. La crisis no ha frenado, por ejemplo, que Barcelona siga creciendo como nudo globalizador del mercadeo alimentario en el Mediterráneo, a través de MercaBarna; que el cemento siga fluyendo hacia Madrid a ritmo de 7,5 tonelada por hectárea y año; o que cada vez haya más política de reciclajes (testimoniales aún) a la par que demandamos productos más demandantes de agua, petróleo o minerales que haremos escasos en unos años. Los procesos de soberanía territorial deberían conducirnos desde y hacia una reflexión sobre esta situación injusta e insostenible dinámica.
¿Qué hacer entonces? ¿Cómo no partir del hecho, en esta coyuntura soberanista de Catalunya, de que la autodeterminación política es un derecho colectivo, como deberían serlo otros, aunque aún no lo sean? ¿Cómo no entender que toda apuesta por relocalizar decisiones políticas puede abrir ventanas para un relocalización de tintes más solidarios y menos abrupta? ¿Cómo no considerar que lo que no es creíble ni razonable es esperar que las élites nos reorganicen un país más sostenible desde y para una mayor salud democrática? Y sin embargo, hay cosas que no se mueven. El tintero de los grandes medios de comunicación está enmarcado en una dramaturgia de guardiaciviles persiguiendo papeletas, independentistas haciendo malabares jurídicos y apelaciones a esencias que nos han llevado a lógicas muy alejadas del cuidado y la interculturalidad. De decrecimiento, casi nada. De laboratorios para una política nutrida y anclada en un empuje social desde abajo (más allá de la organización de manifestaciones), también poco. De impedir la renovación de unas élites neoliberales que se proclaman ahora defensoras del bienestar social de un territorio, cero patatero. Es lógico, por tanto, que surjan dudas. Pero también que veamos este país como bochornosamente conflictivo, necesitado por tanto de procesos enfocados hacia la sostenibilidad y hacia la democratización radical de nuestras sociedades. Ojalá en estos conflictos podamos parar barbaries en lugar de potenciarlas, y a la vez aprendamos a cómo remodelar de manera justa y sostenible nuestras casas: la hogareña, la política y la que nos ata a Gaia.
La vida es una maraña de procesos en continua evolución. Así de entrelazada y cambiante es Gaia/ Gea: la Tierra que vemos y la tierra que no vemos, como nos señalaba la bióloga Lynn Margulis. La vida democrática es también (¡cómo no!) cuestión de procesos, no de órdenes prefijados, nos argumentaría el filósofo Cornelius Castoriadis. Sin embargo, nuestras vidas políticas no parecen entender hoy ni de autodeterminaciones, ni de respuestas frente al cambio climático. “Bochornoso” era el adjetivo que empleaba sintéticamente la portavoz del gobierno del Partido popular para referirse a la iniciativa soberanista que se está desarrollando en Catalunya. Podría haber empleado ese adjetivo para hablar de la creciente desertificación y de los incrementos de las altas temperaturas en este país, de las muertes no contabilizadas por estos calores o por sequías y huracanes de dimensiones nunca vistas hasta ahora. También bochornosas fueron actuaciones poco democráticas como la utilización de reformas constitucionales exprés y leyes mordaza para evitarse una salud democrática. País bochornoso, dicen, pero identificándolo siempre con todo aquello que pueda amenazar sus posiciones en el actual statu quo.
El pasado 6 de septiembre el parlamento catalán aprobaba por mayoría una ley de referéndum con los votos de Junts pel Sí y la CUP. La coalición nacionalista en el gobierno (Junts pel Sí) que aúna la tradición conservadora catalana (PdeCAT, proveniente de CiU) y una neoliberalizada socialdemocracia (ERC) ha encontrado apoyo en las CUP (cuyas mimbres están en un municipalismo anticapitalista) para andar este camino hacia la autodeterminación de Catalunya. Todo un calentamiento global del panorama político español, cuyos entramados jurídicos, mediáticos y políticos hegemónicos han publicitado que se trata de un huracán contra la democracia. Calentamiento que ha pasado por alto, sin embargo, algunas de las intenciones y de los matices que van más allá del derecho a decidir como senda institucional a partir de una idea de pueblo o comunidad. En el discurso pronunciado en la tribuna del Parlament la tarde del 5 de septiembre, Anna Gabriel Sabaté (diputada de las CUP) afirmaba que las instituciones estatales surgidas tras la muerte del dictador Franco “son un límite, son un muro, son un impedimento para plantear la recuperación de soberanías, todas: la nacional, alimentaria, la económica, cultural, residencial”. En esa misma semana, un equipo de la formación municipalista manifestaba su intención de interpelar al gobierno sobre lo que, a su juicio, debería ser una ley catalana por el decrecimiento. “El decrecimiento es una vía imprescindible para conseguir esas soberanías”, aquellas de las que hablaba la diputada Sabaté, afirmaba su compañero Sergi Saladié.