Según datos de la Agencia Europea del Medioambiente, en el año 2017 casi 500.000 ciudadanos y ciudadanas de la Unión Europea perdieron su vida prematuramente como efecto directo de la contaminación del aire. Esta cifra monstruosa, propia de guerras, pandemias o genocidios, se repite año tras año en proporciones parecidas. Dentro de este macabro reparto, ese 2017 a España le tocaron más de 38.000 víctimas. Cifra coherente con las 1000 muertes anuales que la Agencia de Salud Pública de Barcelona testimonia para la ciudad. Por supuesto, los fallecimientos solo son la punta del iceberg de un problema de salud pública mucho mayor: uno de cada tres asmas infantiles que se diagnostican en Barcelona están relacionados con la contaminación del aire. Al igual que hoy miramos incrédulos y avergonzados el discurso público de hace 20 años en temas de violencia machista, solo cabe esperar que dentro de 20 años miremos con igual incredulidad y vergüenza el haber decidido convivir con este fenómeno como algo normal.
La contaminación y sus daños suponen un buen punto de apoyo para que la reflexión ecologista llegue a las grandes mayorías, porque a diferencia de otros aspectos de nuestra crisis ecológica este nos afecta de un modo directo, inmediato y palpable: lo notamos en nuestros ojos, en nuestras gargantas, en las horas en urgencias que pasamos con nuestros niños. Pero la amenaza que enfrentamos es mucho más compleja. Y compromete nuestros modos de vida de modo radical. Pensemos en la emergencia climática. Los estudios más serios apuntan a que, si no se corrige pronto, la trayectoria climática de nuestras sociedades solo puede derivar en la proliferación de conflictos bélicos, migraciones y estados fallidos. Y no solo en el Sur Global, sino también aquí. Para evitarlo, hemos de afrontar transformaciones de enorme calado, en muchos campos y en muy poco tiempo. Esto lo cambia todo, como afirma Naomi Klein.
Entre otras cosas, nos obliga a cambiar la ciudad y el modo en que nos movemos por ella. Tanto la contaminación del aire como la crisis climática tienen en el uso masivo del automóvil privado uno de sus motores fundamentales. Este predominio del coche en la movilidad urbana no responde a una suma de decisiones de consumo individuales. No se puede negar que el coche es un fetiche en nuestras sociedades. El antropólogo Marvin Harris decía que si queríamos ver una vaca sagrada no había que irse a la India, sino asomarse a la ventana y ver cualquier coche aparcado. Pero el abuso irracional y contraproducente del coche privado tiene también mucho de chantaje estructural. Si las ciudades están hechas por y para el automóvil, sobrevivir en ellas nos exige movernos en coche a pesar de sus efectos negativos. Si queremos que el coche privado pierda protagonismo, lo primero es rediseñar la forma de nuestra ciudad.
Y hablo de pérdida de protagonismo porque la movilidad sostenible y justa tiene mucho más que ver con menos coches que con coches eléctricos. Sin duda asistiremos en las próximas décadas a un cierto grado de electrificación del parque automovilístico. Pero aspirar a su completa sustitución supondría una presión sobre nuestras reservas de minerales que comprometería otros desarrollos tecnológicos, como han demostrado los estudios de científicas como Alicia Valero. Y sobre todo, porque nos impediría romper con la cuestión fundamental: el coche como instrumento de privatización indirecta de lo común que tiene efectos urbanísticos perversos. ¿Qué derecho tienen los coches privados a ocupar el 60% del espacio público de una gran ciudad cuando se sitúa entre el 20 y el 40% de los desplazamientos?
Barcelona lleva desde los años noventa incubando una nueva célula urbanística que dé respuesta a estos problemas y a otros muchos fomentando un nuevo organismo urbano: las supermanzanas promovidas por Salvador Rueda y su urbanismo ecosistémico. Se trata de una política pública ejemplar, de efectos positivos en múltiples niveles y amplio reconocimiento internacional: 30.000 m2 ganados para la vida comunitaria, que han rebajado la contaminación atmosférica y acústica provocando ganancias netas en calidad de vida, y han supuesto un impulso muy positivo para el comercio de proximidad, la restauración y la hostelería.
Pero lo más importante de las supermanzanas de Barcelona es que han conquistado el corazón de la ciudadanía. Su implantación puede leerse como un caso de estudio interesante de guerra cultural ecologista que se ha ganado. Porque la supermanzana de PobleNou, por ejemplo, tuvo que enfrentar en sus inicios un importante foco de resistencia, convenientemente amplificado por la guerra mediática de desgaste contra el gobierno de Barcelona en Comú. Pero este foco de resistencia se disolvió mediante participación ciudadana, pero sobre todo mediante el éxito empírico del proyecto. Fue la demostración de la mejora de la calidad de vida y la economía del barrio la que decantó la balanza. Hoy 8 de cada 10 habitantes de Barcelona están a favor de dejar más espacio a los peatones. Que las supermanzanas hayan terminado seduciendo tiene una doble lectura positiva: en primer lugar, la ciudadanía debe hacer suya una política pública transformadora para que esta arraigue y se vuelva normalidad. En segundo lugar, la transición ecológica depende mucho más de seducir que de asustar.
Las supermanzanas de Barcelona suponen uno de los casos más logrados en España de “pequeño gran paso” municipalista para la transición ecosocial. Pequeño porque en comparación con las urgencias dramáticas que nos impone la crisis climática, queda mucho por hacer. Grande porque dada la correlación antropológica de fuerzas tan desfavorable que impone el neoliberalismo, ha supuesto una cuña cultural en sus consensos de gran importancia.
Antes de gobernar toca liderar cultural, intelectual y moralmente. Es la regla número uno del manual de la hegemonía política. En sociedades tan descreídas y fragmentadas como las nuestras, este liderazgo comienza siendo discursivo y simbólico. Pero pronto necesita que los símbolos se traduzcan en ejemplos concretos y cotidianos para que su fuerza no se diluya. Porque la verdad en el mejor de los casos convence, pero el ejemplo siempre arrastra. Cuando ya tenemos ejemplos que funcionan, aceptados y queridos, toca subir el nivel de ambición. Entonces, es el momento de poner toda la fuerza de las políticas públicas a extender y masificar aquello que el ejemplo ha demostrado deseable y viable. Las supermanzanas de Barcelona están en este punto del “circuito hegemónico”. La idea está madura, el éxito demostrado, la ciudadanía preparada: ahora es el momento de dar el salto del nivel de los proyectos piloto al nivel modelo de ciudad. Y que Barcelona encaré el siglo XXI siendo referente europeo del mejor tipo de ciudad imaginable: una ciudad sostenible, justa, amable, y donde la vida buena no sea un privilegio, sino un derecho.
Según datos de la Agencia Europea del Medioambiente, en el año 2017 casi 500.000 ciudadanos y ciudadanas de la Unión Europea perdieron su vida prematuramente como efecto directo de la contaminación del aire. Esta cifra monstruosa, propia de guerras, pandemias o genocidios, se repite año tras año en proporciones parecidas. Dentro de este macabro reparto, ese 2017 a España le tocaron más de 38.000 víctimas. Cifra coherente con las 1000 muertes anuales que la Agencia de Salud Pública de Barcelona testimonia para la ciudad. Por supuesto, los fallecimientos solo son la punta del iceberg de un problema de salud pública mucho mayor: uno de cada tres asmas infantiles que se diagnostican en Barcelona están relacionados con la contaminación del aire. Al igual que hoy miramos incrédulos y avergonzados el discurso público de hace 20 años en temas de violencia machista, solo cabe esperar que dentro de 20 años miremos con igual incredulidad y vergüenza el haber decidido convivir con este fenómeno como algo normal.
La contaminación y sus daños suponen un buen punto de apoyo para que la reflexión ecologista llegue a las grandes mayorías, porque a diferencia de otros aspectos de nuestra crisis ecológica este nos afecta de un modo directo, inmediato y palpable: lo notamos en nuestros ojos, en nuestras gargantas, en las horas en urgencias que pasamos con nuestros niños. Pero la amenaza que enfrentamos es mucho más compleja. Y compromete nuestros modos de vida de modo radical. Pensemos en la emergencia climática. Los estudios más serios apuntan a que, si no se corrige pronto, la trayectoria climática de nuestras sociedades solo puede derivar en la proliferación de conflictos bélicos, migraciones y estados fallidos. Y no solo en el Sur Global, sino también aquí. Para evitarlo, hemos de afrontar transformaciones de enorme calado, en muchos campos y en muy poco tiempo. Esto lo cambia todo, como afirma Naomi Klein.