Los datos se conocen: desde 2015, con un record en 2016, y los cinco años más cálidos en la historia escrita del planeta hasta 2020, se ha superado el calentamiento medio global en 1,1ºC respecto a la media preindustrial. Siguiendo la tendencia actual, en 2030 estaríamos en el entorno de los 2ºC. Los informes científicos prevén que los efectos de ese calentamiento, y del cambio climático asociado, crezcan exponencialmente con el incremento de temperatura, concretándose en España en fenómenos meteorológicos extremos del tipo de los que desde el verano de 2019 estamos teniendo buena cuenta, con las consecuencias de la borrasca Gloria como último ejemplo paradigmático.
Sociedad capitalista de consumo, calentamiento global, ruptura de equilibrios ecosistémicos, desigualdades, incremento del malestar de la población y auge de la extrema derecha son factores cada vez más interrelacionados en este principio de década, en los que el transporte aparece como nexo imprescindible: es responsable del orden del 28% del consumo de energía global y del orden del 23% de las emisiones globales de gases de efecto invernadero (GEI), con un crecimiento sostenido en estos porcentajes. Es también la base y sustento de la globalización y de las exportaciones/importaciones de GEI, con el transporte marítimo, aéreo y de mercancías por carretera como principales orígenes de los mismos. Además, desde el año 2000 el número de muertos por accidentes de tráfico se mantiene en el entorno de 1,24 millones de personas, y sus efectos sobre las emisiones contaminantes le hacen responsable de unos siete millones de muertes prematuras al año en el planeta, con unas 10.000 muertes prematuras al año en España, según la Organización Mundial de la Salud (OMS); estimándose, además, que el ruido causa cada año en Europa 16.600 muertes prematuras y más de 72.000 hospitalizaciones, especialmente por culpa del tráfico. Riesgos que inciden fundamentalmente sobre niños y tercera edad, de número creciente en nuestras ciudades envejecidas.
Ante este panorama, las políticas europeas, y ahora la Declaración de Emergencia Climática del Gobierno Español, marcan pautas imprescindibles para corregir esta situación y tratar de viabilizar un 2050 “neutro en carbono” y de contaminación urbana mínima. Pero, aunque imprescindibles, son manifiestamente insuficientes; y, además, van a generar un fuerte rechazo práctico e instrumental desde sectores como las multinacionales del petróleo o desde la industria del automóvil, obligada para lograr un parque automóvil de cero emisiones para el 2050, a que los vehículos con motor de combustión interna dejen de comercializarse antes de que termine esta década. Por otra parte, existen sectores cuya descarbonización completa va a resultar virtualmente inviable en el plazo de los 30 años que derivan del Acuerdo de París.
Dentro de la Emergencia Climática del Gobierno Español se recogen políticas como la promulgación de una Ley de Movilidad Sostenible y Financiación del Transporte Público, o la obligatoriedad de que los municipios de más de 50.000 habitantes establezcan zonas de bajas emisiones de manera urgente. Deberán ser completadas con medidas para frenar el crecimiento del transporte aéreo y modificar emisiones en este sector, en el marítimo y en el de transporte de mercancías a larga distancia, que son los sectores con mayores dificultades para la descarbonización y para los que se propugnan, como única vía, la compensación de sus emisiones con compras de carbono, reforestación o puesta a punto de tecnologías de eliminación del dióxido de carbono de la atmósfera, cuya eficiencia actual es discutible.
Pero la transición no va a ser fácil. En la industria del automóvil las medidas inciden sobre un sector en crisis y tienen repercusiones sobre el empleo y la renta de una parte muy importante de la población, por lo que la transición debería atender a no incrementar las capas de malestar y el auge de los movimientos extremistas entre las muchas familias españolas afectadas. La producción de las multinacionales del automóvil en este país (4,7 millones de unidades, 9% del PIB y casi el 10% de empleo directo, y mucho más de los indirectos a través de las fábricas de componentes) representa la tercera parte de los automóviles europeos, y continúa en descenso desde 2016, en parte por la reducción de las exportaciones (del 13%) que representan del orden de un tercio de su producción. Ni las sedes matrices de las fábricas están en España, ni sus decisiones responden a los intereses de los españoles, en un sector en proceso radical de transformación, y que exige grandes inversiones en tecnologías que lo adapten a las normas anticontaminantes y de descarbonización. El mantenimiento de la sociedad capitalista de consumo obliga a apostar por el vehículo eléctrico, las ciudades inteligentes, los nuevos combustibles, … ¿Viables para el 2050? ¿A qué coste? ¿Con qué consecuencias ambientales y sociales?
Los avances tecnológicos para el mantenimiento del negocio y la descarbonización del transporte se centran, principalmente, en el desarrollo de nuevos combustibles sostenibles (hidrógeno, combustibles sintéticos y biocombustibles sostenibles para modos difíciles de descarbonizar, como la aviación a larga distancia), cambios en los combustibles actuales, con el uso directo de la electricidad (automóvil eléctrico, ferrocarriles electrificados y sistemas de carreteras eléctricas), y estrategias inteligentes para reducción de la demanda, ajuste intermodal y mejora de la eficiencia por pasajero-km y tonelada-km. Para cada alternativa es fundamental analizar y evaluar las aportaciones a la descarbonización y desmaterialización de su ciclo de vida, así como el resto de sus efectos ambientales, socioeconómicos y territoriales.
El parque de vehículos es de lenta trasformación por la incapacidad económica de muchos propietarios que son dependientes del automóvil para sus desplazamientos cotidianos y no pueden cambiar a vehículos que cumplan con normas más exigentes; y ello, como consecuencia del modelo territorial de desarrollo propugnado durante casi un siglo, en el que el automóvil era la base del “zoning” y de la nueva distribución de actividades en el territorio. Modelo que hace ineficiente, por ahora, al transporte público para resolver esa situación en zonas rurales de baja población envejecida, o en grandes áreas metropolitanas.
La imprescindible trasformación para no afectar a la salud de la mayoría exige políticas de transporte público conocidas desde hace mucho tiempo pero no puestas en marcha (sobre las que además, las nuevas tecnologías posibilitan grandes eficiencias con medios no contaminantes), cambios radicales en las políticas territoriales, urbanísticas y de vivienda que favorezcan minimizar los viajes obligados de la población (trabajo, educación y otros servicios básicos) y, por supuesto, también exigencia, control y disciplina en línea con los requerimientos de la fiscalía de medio ambiente y urbanismo española a las ciudades contaminadas, o con el ejemplo de las demandas en los tribunales que pueden terminar con la condena a los Gobiernos (caso del Tribunal Supremo holandés que obliga al Estado a actuar con mayor contundencia contra el cambio de clima para proteger los derechos humanos de sus adversos efectos) por no tomar las medidas suficientes contra la contaminación o el calentamiento global, afectando al derecho a la vida. Los acuerdos internacionales (como el Acuerdo de París, el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales, etc.) que se ratifican se integran en el ordenamiento jurídico de los Estados y, por tanto, deben respetarse, o pueden ser reclamados en los tribunales.
La política de gestión de la demanda por la vía de incrementar el precio de los combustibles fósiles hace viable la internalización de las emisiones sobre los usuarios. Pero éstas están en la base de los incidentes que se han registrado en distintos países (Francia, Chile Uruguay, Irán, …) que gravitaban sobre una población descontenta, para la que el incremento del coste del transporte se convertía en la última gota que desbordaba el vaso de su paciencia ante las desigualdades y degradación progresiva de su situación. Pero sí se pueden gravar determinadas actividades que son pagadas en su mayoría por empresas o por personas de rentas medias-altas o por turistas, como son los viajes en avión o crucero y, en particular, los viajes cortos de avión que cuenten con medios de transporte alternativos eficientes energética y ambientalmente.
Las alternativas son muchas pero la solución para las grandes áreas metropolitanas es clara: movilidad no motorizada, complementada con transporte público y con un “carsharing” con energías renovables. Para el transporte de mercancías del último kilómetro, en los que la incidencia de Amazon, o similares, es abrumadora y difícil de corregir, por ahora, protegiendo al comercio local, obligación total de utilización exclusiva de vehículos descarbonizados. El transporte de larga distancia en vehículos eléctricos (hasta 1500 km) tiene, por ahora, un coste del doble de los vehículos diésel comunes; y no se espera que los camiones eléctricos de larga distancia sean competitivos en costos con el diésel hasta la segunda mitad de la década de los 20. Mientras, la medida más eficiente es el cambio modal o el biodiesel, sin olvidar el minifundismo y duras condiciones laborales de los camioneros que les sitúan en el margen de la protesta generalizada.
Como conclusión, una sociedad de consumo capitalista, como referente a la que parece aspirar una humanidad que se dirige hacia los 9.500 millones de habitantes para 2050, es imposible que sea capaz de frenar el proceso de calentamiento global a través de los cambios derivados de las nuevas políticas globales, incluidas las líneas de negocio definidas en el campo del transporte. Lo que nos lleva a una segunda conclusión fundamental para un país como España: lo perentorio de políticas de adaptación y de resiliencia socioeconómica, en el marco de una transición justa ante la previsible intensidad del Calentamiento-Cambio Climático que nos afectará. Por último, hay que felicitarse por la Declaración de Emergencia Climática del Gobierno Español y su defensa de una “transición justa”; pero es complejo conseguir que en un marco de fortísimo endeudamiento público y de la obligación de mantener controlado el déficit, puedan disponerse de presupuestos públicos para compensar los efectos negativos para las clases de ingresos más reducidos, y no incrementar su malestar y el consiguiente resurgimiento de partidos autoritarios, cuando no directamente fascistas.
Los datos se conocen: desde 2015, con un record en 2016, y los cinco años más cálidos en la historia escrita del planeta hasta 2020, se ha superado el calentamiento medio global en 1,1ºC respecto a la media preindustrial. Siguiendo la tendencia actual, en 2030 estaríamos en el entorno de los 2ºC. Los informes científicos prevén que los efectos de ese calentamiento, y del cambio climático asociado, crezcan exponencialmente con el incremento de temperatura, concretándose en España en fenómenos meteorológicos extremos del tipo de los que desde el verano de 2019 estamos teniendo buena cuenta, con las consecuencias de la borrasca Gloria como último ejemplo paradigmático.
Sociedad capitalista de consumo, calentamiento global, ruptura de equilibrios ecosistémicos, desigualdades, incremento del malestar de la población y auge de la extrema derecha son factores cada vez más interrelacionados en este principio de década, en los que el transporte aparece como nexo imprescindible: es responsable del orden del 28% del consumo de energía global y del orden del 23% de las emisiones globales de gases de efecto invernadero (GEI), con un crecimiento sostenido en estos porcentajes. Es también la base y sustento de la globalización y de las exportaciones/importaciones de GEI, con el transporte marítimo, aéreo y de mercancías por carretera como principales orígenes de los mismos. Además, desde el año 2000 el número de muertos por accidentes de tráfico se mantiene en el entorno de 1,24 millones de personas, y sus efectos sobre las emisiones contaminantes le hacen responsable de unos siete millones de muertes prematuras al año en el planeta, con unas 10.000 muertes prematuras al año en España, según la Organización Mundial de la Salud (OMS); estimándose, además, que el ruido causa cada año en Europa 16.600 muertes prematuras y más de 72.000 hospitalizaciones, especialmente por culpa del tráfico. Riesgos que inciden fundamentalmente sobre niños y tercera edad, de número creciente en nuestras ciudades envejecidas.