El 19 de enero, Disney+ estrenó Cristóbal Balenciaga, la serie inspirada en la vida y el legado del creador español que acabó convirtiéndose en uno de los diseñadores de moda más icónicos de todos los tiempos. Creada por Lourdes Iglesias, Aitor Arregi, Jon Garaño y Jose Mari Goenaga (estos tres últimos, responsables de La trinchera infinita), la producción se centra en los 30 años que el artista pasó en París, desde que presentó su primera colección de alta costura en la capital francesa y hasta que llegó a convertirse en el rey de toda ella.
Alberto San Juan es quien encarna al diseñador, en uno de los trabajos más desafiantes de su carrera, un hombre tan enigmático que era difícil de comprender. El actor deslumbra en varias ocasiones, pues logra transmitir unos sentimientos que Balenciaga luchaba por reprimir: desde llantos mudos, hasta complicidades odiosas y nervios sosegados. Todo ello, sumado al despliegue de idiomas que exige la serie para entender las distintas realidades lingüísticas por las que pasó el diseñador para llegar a triunfar, convierten su composición del personaje en un reto que supera con nota.
Sin embargo, (y a pesar de lo “bordado” del actor, si se me permite) la serie no resulta redonda. Precisamente el motivo es un protagonista que no te deja entrar en él, y unas tramas que te invitan a salir. Mientras la historia te cuenta cómo los vestidos de Balenciaga no terminaban de encajar en el imperio de la moda, el espectador se siente igual ante un relato que tampoco encaja como debiera.
Y puede que la explicación más sencilla sea que la vida real no responde a una narrativa de ficción. Pasa sin más. Aquí, estamos ante la historia del diseñador español más icónico, con mucho que contar, pero al acabar cada capítulo no nacen las ganas de continuar. No hay una razón para hacerlo. Y no la hay por los siguientes motivos.
Ni conocemos a Cristóbal, ni entendemos la magia de Balenciaga
Hace años que aprendimos a amar a los héroes como protagonistas de las historias: aquellos que siempre hacían el bien y les salía todo bien. Luego pasamos a una edad dorada, la actual, en la que son los antihéroes quienes nos encandilan: mafiosos, ladrones, profesores creadores de anfetamina… Si hemos empatizado con cualquiera de ellos es porque eran capaces de contarnos una historia que nos robara el corazón.
Nos podemos enamorar de cualquier protagonista, excepto de uno: el que no alcanzamos a conocer. Eso es lo que ocurre con Cristóbal Balenciaga. Al escoger los treinta años de su carrera en París, la serie no nos muestra cómo empezó ese talento en los talleres de Madrid y San Sebastián, ni conocemos sus orígenes, sus primeras puntadas, sus maestras en la costura, sus equivocaciones, sus sueños de niño, las raíces de su ambición. No conocemos a “Cristóbal”.
Nos presentan directamente a “Balenciaga”, ya vistiendo a la élite, ya definido por Dior como “el maestro de todos” y por Chanel como “el único auténtico costurero entre nosotros”. Pero el problema es que a ese talento lo tenemos que creer por lo que se conoce de él fuera de la narrativa. No lo vemos, no lo sentimos, no lo disfrutamos, ni hemos sido cómplices de esa “magia”.
No conocemos a Cristóbal ni a Balenciaga porque la serie solo nos muestra al hombre escondido tras unas cortinas. ¿Y cómo puedes enamorarte de alguien que no quiere que le conozcan?
La serie es como un vestido de novia: perfecto pero para verlo solo una vez
Cristóbal Balenciaga lo tiene todo para ser una serie perfecta, igual que lo tiene un vestido de novia. Es correcta en la factura, en las interpretaciones, incluso supone un paso más en lo que a rodajes en distintos idiomas se refiere.
Nos topamos con personajes icónicos como Audrey Hepburn (interpretada por Anna-Victoire Olivier), Coco Chanel (Anouk Grinberg), Christian Dior (Patrice Thibaud) o hasta Fabiola de Mora y Aragón (Belen Cuesta) que multiplican el interés por una historia que no es para todos los públicos, que se sirve a fuego lento y que no es de fácil masticar.
Todo ello es positivo, hasta que acaba el capítulo y no existe un aliciente para continuar el siguiente. Como si cada episodio estuviera pensado como una película pero no como un arco seriado que te conquiste de tal forma que te obligue a seguir en él. Y sin una trama adictiva, ni un protagonista carismático, la serie acaba desfilando como un vestido de novia: perfecto pero para un solo capítulo.