Crítica

'La sombra de la tierra': Elvira Mínguez se pone el 'poncho' para narrar una adusta genealogía de violencias

¿Qué determina el futuro y la mirada de un individuo? Cuando Atresmedia se engalanó para presentar sus propuestas más recientes por el Festival de San Sebastián, sus esmeros quedaban inevitablemente centrados en El gran salto, el biopic sobre la vida de Gervasio Deferr destinado a colocar a su protagonista, Óscar Casas, en los medalleros de la temporada. El proyecto se alineaba con precisión modélica en las corrientes de la ficción reciente: una dramatización sobre un personaje real, la vestimenta deportiva que favorece narraciones sobre superación y éxito (Atresmedia adelantaba, en ese mismo marco, la preproducción de Karateka, película sobre otra campeona olímpica, Sandra Sánchez), y una aproximación al drama real que acarrea cierta función pedagógica (Yo, adicto y Hit como otros dos ejemplos coetáneos). La magnética presencia de Deferr dentro de la comitiva del grupo terminaba de atraer las atenciones. A La sombra de la tierra, que tomaba el relevo promocional, le tocaba con un rol secundario, así como había ocurrido un año antes con los preestrenos hermanados de La red púrpura y Camilo Superstar.

Aun partiendo de una base literaria, otra recurrencia en el paisaje de la producción audiovisual actual, y pese a tratarse de una historia con ambientación añeja, La sombra de la tierra descarta desde su secuencia inicial una adscripción a las formas del momento. Así es desde el momento en que la proporción de aspecto, un 2.39:1, remite no al ratio televisivo sino al cinematográfico, el Scope. La mirada, en sentido completo, se dirige hacia atrás, y también hacia adentro.

No cuesta percibir, ya en esa presentación, la herencia del eurowestern a la que Elvira Mínguez, que aparca así su faceta interpretativa para adaptar su propia novela y trasladarse a imágenes, advertía. Un carruaje bifurca un picado paisaje zamorano, con una comitiva fúnebre que despierta las miradas entre curiosas y desafiantes. Acompasado por el trote de los caballos, el relato se despliega en casi total silencio, a excepción de los exabruptos de dos críos que añaden vileza a la escena. Se advierte el estímulo de Leone en la planificación, que retrata a su reparto en primeros planos que magníficas las peculiaridades de sus rostros, de la aguileña napia de Vacas (Carmelo Gómez) a la famélica calavera del joven Baldo (Marcos Ruiz); el icono del ataúd en movimiento que en este arranque transporta Atilana (María Morales), por otro lado, nos remite a otro féretro, el que arrastraba cual castigo divino el primer Django, también enmudecido. La suciedad de que se impregnaban aquellos antihéroes se posaba como una pátina sobre la lente, y rasca aquí hasta dejar estampas parduzcas, con predominancia de claroscuros y de interiores de atmósferas densas mediante los contraluces.

Herencias envenenadas

En la siguiente escena de ese primer episodio, Atilana y Garibalda (Adelfa Calvo) se cuadran en la primera ronda de su particular duelo sin pistolas, como Hatfields y McCoys mediterráneas. El suelo de baldosas reproduce un tablero sobre el que ambas moverán piezas, entendidas estas por sus respectivos hijos, que irán perdiendo en lo sucesivo, hasta quedar prácticamente reina a reina. La elocuencia de esta presentación introduce una historia entre “dos mujeres egoístas y manipuladoras”, tal y como las describe Espasa en la contraportada de la novela, cuyo enfrentamiento alcanza un cariz atávico, pues ni siquiera les corresponde su origen. Como el grueso de personajes que pueblan Villaveza del Agua, están condenadas a perpetuar una cadena de abusos e ignominia que deriva de la clase y del género, que se apropia de las dinámicas caciquiles del régimen de la Restauración y que los aprisionan con mano de hierro.

No en vano, destaca en La sombra de la tierra la visión de la muerte como un desahogo para los personajes en tan represiva atmósfera, ya sea provocándola por medio de brebajes, entregándose a ignominiosas causas perdidas, buscando manos amigas (incluso fraternales) que acaben con uno, o sentándose a esperar exhalar el último aliento. Frente a ello, la naturaleza saturnal de las dos madres, que al devorar a sus hijos no hacen sino reproducir lo que padecieron ellas, agotando los visos de humanidad. Atilana, envuelta en un luto perpetuo, estirada y pétrea, repudiando los afectos; y Garibalda, con una obesidad morbida definitiva, convirtiendo su hacienda en una fétida sepultura, con un continuo peregrinaje de quienes, a su pesar, le rinden tributo. Los abusos sistematizados, sean físicos, económicos y en última instancia físicos y sexuales, puntúan la genealogía de violencias que desarrolla el relato, desarrollada con determinación por Elvira Mínguez.

En entrevista, realizada en el marco del Festival de San Sebastián, la ganadora de un Goya daba muestras del arrojo con el que abordaba la tesitura. Teniendo en cuenta que La sombra de la tierra, su primera incursión en la narrativa, surgía como un cúmulo de ideas amalgamadas sin otra pretensión que la del placer creativo, el foco con el que se aproximaba a la historia hacía para ella inaceptable no asumir plenas facultades en su adaptación por más que fuera un terreno por explorar. La fidelidad se da por supuesta al transcribir su texto al formato televisivo (cabe decir, el roll final acredita Diego Sotelo como coordinador de guion y a Juanma Romero como consultor), con no pocos diálogos conservados casi intactos, y más allá de sacrificar situaciones o puntuales personajes ese conocimiento del universo sirve para reordenar analepsis o entradas y salidas de personajes.

Acaso el mayor obstáculo estriba en amortizar y expandir la trama en los dos últimos episodios, aquellos en los que podemos encontrar más diferencias (principalmente, en lo referente a Vacas) y en los que la progresión temporal más se acelera, pues se agolpan los acontecimientos. Esa ligera descompensación de pesos (la entrega inaugural abarca las primeras 110 páginas de las 267 de la novela) puede achacarse al compromiso alcanzado con Atresmedia por producir cuatro y no tres capítulos, que obliga a bifurcar y agregar material a una obra compuesta desde la austeridad, aunque termina por encauzarse durante el desenlace.

Elecciones y preferencias

La dirección se basa en adquirir compromisos y tomar decisiones. De ello resultará una mirada. Sostenida por una producción exquisita por parte de Fonte Films, productora con afán de epatar en su particular debut, Mínguez arma la suya valiéndose de distintas fuentes. Empezando por su propio bagaje interpretativo, pues no cuesta imaginarla a ella misma en el dibujo de los personajes principales . Se combina el legado del western clásico americano -personajes en una frontera social o geográfica, como el asentamiento de Monte Coto, la restauración del orden que ansían las gentes de Villaveza del Agua- con los dejes estéticos y temáticos del latino -la exudación y la mugre, el motivo de la venganza- con el patrimonio cultural propio, con el conflicto por la tierra (también compartido otro estreno de este 2024, la danesa La tierra prometida, con la que pueden encontrarse no pocos puntos en común) que tanto enriquece el lenguaje con el que se escriben los diálogos. Pero tanto como el diálogo, se aprecia el afán por trabajar la imagen, por hacer que esta cuente lo que los diálogos sugieren, o lo que los silencios dejan abierto.

La cita expresa del segundo episodio al reencuadre a través del quicio de la puerta de Centauros del desierto, con Carmelo Gómez al contraluz, para expresar la imposibilidad de su honorable Fernando Vacas de entrar en el corazón de Atilana, puede entenderse como un gesto de inocencia, por lo evidente de la deuda, tanto como una rotunda manifestación de intenciones para con la puesta en escena, a menudo reducida a la funcionalidad televisiva.

Así, La sombra de la tierra extrema esa idea de la herencia transmitida, en las imágenes, y en sus personajes. Las elecciones y las preferencias determinan el porvenir de las siguientes generaciones, aunque de ellas puede depender romper las dinámicas establecidas y cambiar los destinos. Tras décadas de desprecio, el spaghetti western acabó por establecerse como la cuna de toda una estirpe de nuevos directores, en los noventa, hasta contagiar al género en sus ulteriores aproximaciones. Esos giros del destino pueden cambiarlo todo. En el caso de esta miniserie, su estreno adelantado a las postrimeras de 2024, quizás para no perjudicar la visibilidad de El gran salto en un cierre de año con la atención dispersa, sirve también al grupo para acabar en alto con un agradecido cambio de sendero, incluso sin ser plenamente consciente de ello.