Avanzamos hacia el ecuador de los años veinte del siglo XXI, y el crimen inunda la televisión española. No cuesta encontrar indicios en cualquier cadena, en cualquier oferta. El entretenimiento se nutre del horror, ahora más que nunca.
A comienzos del nuevo milenio, CSI acostumbró al público español a presenciar autopsias durante la cena. La televisión admitía este menú de violencia plástica porque la retenía entre las paredes de los anatómicos forenses de la ficción, bajo la coartada de la desapasionada mirada científica. Luego llegará The Walking Dead, despolitizando a los antropófagos romerianos y popularizando el gore en la pequeña pantalla. La disgregación de las audiencias ha permitido potenciar la del cuerpo humano en sí mismo en la pequeña pantalla. Se naturaliza la muerte como un gesto más del ocio audiovisual cotidiano.
Son tiempos de descreimiento, pero también de ansias de conocimiento. El auge del true crime tiende a convertir a sus espectadores en detectives, a querer desentrañar todo cuanto pasó y no conocemos. En ocasiones, a contradecir los dictámenes oficiales, a alcanzar una verdad irresoluble a través de la televisión. También, a satisfacer el morbo de descubrir lo oculto, el horror que se esconde bajo fachadas impolutas, agraciadas y modélicas. Las de un vecino o un conocido, las de alguien que podríamos encontrarnos en el día a día.
El 26 de abril llegaba a Netflix El caso Asunta, dramatización del crimen de la niña Asunta Basterra a cargo de Bambú Producciones, que ya se encargó con anterioridad de abordarlo en una docuserie previa. Este estreno ponía el colofón a un mes en el que también se lanzaba, por sorpresa, El caso Sancho, una docuserie de HBO Max sobre el asesinato del médico colombiano Edwin Arrieta por el que se procesa en Tailandia a Daniel Sancho, hijo de Rodolfo Sancho; la entrevista con el actor se convierte en el principal reclamo de una obra cuya salida coincide con el inicio del juicio en Koh Samui. La tendencia no se detiene: en mayo, Netflix también estrenará una docuserie sobre El Rey del Cachopo; Telecinco también espera dar boleto a El Marqués, serie sobre la masacre no resuelta de Los Galindos de 1975 cuyo desarrollo es “mera ficción imaginada por sus creadores”.
Meses atrás, Netflix había avivado con El cuerpo en llamas el interés por el crimen de la Guardia Urbana, cuyo conocimiento detallado del caso se debe a Carles Porta, que ha fundado su carrera en torno al meticuloso estudio de la criminalidad en España en Crims. El periodista y realizador explicaba a verTele que “para llegar a los buenos casos hacen falta muchas cosas”, entre otras no solo la capacidad de acceder a archivo documental y a los testigos, sino que haya “giros” en esos casos. En un país con una tasa de criminalidad ligeramente por debajo de la media europea, según Porta, lo importante es escoger un material que sea significativo, que sirva para contar historias que importen.
Su pretensión puede resumirse en una máxima ajena: “La historia de un país es también la historia de sus crímenes. De aquellos crímenes que dejaron huella”. Eso aseveraba una voz de autoridad en la cabecera de La huella del crimen. Ahora, la frase puede resultar obvia e incluso manida, no así cuando, sobre la pantalla, se escuchaba por primera vez en 1985 de boca de Claudio Rodríguez. Hasta entonces, el crimen no existía en la televisión española. Reabramos el caso para revisar las pruebas.
España, limpia de crímenes en TV
Hasta La huella del crimen, la crónica negra había sido materia prima sobre la que El Caso alimentó su éxito a partir de 1952, año de su fundación por el periodista Eugenio Suárez Gómez. En aquella década se produjeron crímenes tan conocidos como el de las estanqueras de Sevilla, acaecido en 1952 y por el que se ejecutaron a tres hombres (Juan Vázquez Pérez “El Mellao”, Lorenzo Castro Bueno, “El Tarta” y Antonio Pérez Gómez) tras un proceso judicial muy cuestionado; el de Pilar Prades, conocida como la “Envenenadora de Valencia”, que fue la última mujer ejecutada por garrote vil, allá por 1959; o el del infame José María Jarabo, que asesinó a cuatro personas en 1958 y cuyo reportaje dio a la revista de sucesos las mejores venta de su historia. Pero mientras El Caso acercaba al pueblo las crónicas mortuorias que sucedían en el país, la recién inaugurada TVE permanecía ajena.
Despreciado como “el periódico de las porteras” y visto como un medio de distracción, El Caso se abre en el periodo de mayor cerrazón del régimen franquista, con Gabriel Arias Salgado como ministro de Información y Turismo. La muerte violenta era tabú en la televisión nacional en tiempos del que fuera Vicesecretario de Educación Popular, que consideraba que la televisión debía distraer de manera “sana”. La violencia solo estaría justificada bajo argumentos religiosos, adscritos a la visión ultra católica del dirigente. Con los años, eso sí, TVE fue dando entrada a ficciones policíacas foráneas, algo que se explicaba por la necesidad de rellenar horas de contenido.
En todo caso, partía de una premisa peregrina: la violencia no se producía en España, y en todo caso las consecuencias siempre eran las mismas, con la captura y condena ejemplar del villano.
Pese a que durante el periodo comprendido entre la primera publicación de El Caso y la muerte de Franco se producen no pocos crímenes con relevancia mediática, su impacto se restringió a los medios impresos, quedándose sin representar en la televisión. Esa invisibilizarían entronca con la del propio género negro en España. Aun contando con ilustres ejemplos de la proto-negritud en el cine español, enraizados en la tradición europea, como Apartado de correos 1001 y Brigada criminal en los años cincuenta, la soberbia A tiro limpio en los sesenta (luego actualizada en los noventa), y en un registro más crudo y también político la mayúscula La semana del asesino de Eloy de la Iglesia, el crimen quedó ensombrecido en la tradición audiovisual española hasta ya se alumbraban los ochenta, cuando se produce El crack.
La televisión miraba más hacia atrás que al mismo presente, como se observa en la proliferación del teatro filmado de obras clásicas y consolidadas. El cambio en la expresividad de la narrativa tiene en Chicho Ibáñez Serrador a uno de sus máximos responsables durante los sesenta, al trasplantar su propuesta terrorífica de la televisión argentina en Historias para no dormir. Partiendo de códigos literarios, la antología cambió el paradigma de la representación televisiva, que iría rompiendo con la fantasía con los años: ahí queda la fundamental El televisor, sobre el poder corruptor del medio.
El noir como tal no entrase dentro de su ámbito de actuación como Ibáñez Serrador en su faceta catódica. Hay que esperar a esos años ochenta para que la televisión, ya en un empeño por abrirse, rebusque en la crónica negra, de fuerte tradición popular, aprovechando los nuevos tiempos y las tendencias de alarma social imperantes en los primeros ochenta, como el crimen de los marqueses de Urquijo. Para entonces, podemos encontrar dos películas que sirven para anteceder, de algún modo, lo que Pedro Costa Musté planteará: El huerto del francés, de Jacinto Molina/Paul Naschy, con la que el icono del fantaterror ahondaba en los monstruos de la realidad, dramatizando los asesinatos cometidos en el pueblo sevillano de Peñaflor entre 1898 y 1904; y El crimen de Cuenca, de Pilar Miró, sobre el episodio de negligencia judicial y torturas para resolver un crimen que nunca existió y que afectó a las localidades de Tresjuncos y Osa de la Vega en 1910.
A Costa del crimen
Cuando Emilia Pardo Bazán narra el crimen de Erbeda en La piedra angular, el suceso le sirve para hablar de la historia del país. También Benito Pérez Galdós recrea el crimen de Fuencarral en La incógnita, con similares pretensiones. Algo parecido a lo que hace Jacinto Molina con El huerto del francés, proyecto que nace de la expresión “llevarse a alguien al huerto”. “La respuesta que encontré era que provenía de una truculenta historia que había ocurrido mucho tiempo atrás en Sevilla”, le relató al director Víctor Matellano. De hecho, la estrategia promocional hacía hincapié en apelar al desconocimiento de esas cosas “prohibidas por la ley” que ocurren alrededor y que definen, a su modo, la realidad histórica.
Ese contacto con la realidad está detrás de La huella del crimen: rellenar un vacío, el de la historia del siglo XX. Costa Musté, que había estudiado dirección en la Escuela Oficial de Cinematografía en 1968 pero se había curtido trabajando como cronista en El Caso, así como en otras publicaciones como Interviú, Posible o Cambio16, ya había construido un prototipo de su propuesta catódica en El caso Almería, su primer largometraje, en 1983: una representación del juicio a varios guardias civiles por la tortura y asesinato de tres jóvenes en Roquetas de Mar dos años antes, en 1981. La película se completó pese a las presiones y amenazas durante el rodaje, emprendido con máxima discreción. “Nuestra intención fue siempre la de tocar, sin amarillismo, una realidad cercana”, defendió Costa en una entrevista a El País.
En ese sentido, entre los 14 episodios que conforman las tres etapas de la serie, solo hay uno que narre hechos anteriores al siglo XX, El crimen de la calle Fuencarral, sobre los acontecimientos acaecidos en 1888. De hecho, ya desde su primera temporada se priorizan los casos más próximos en el tiempo: el más reciente de todos será el crimen de Velate de 1973, que se convirtió en El caso del procurador enamorado, con Carlos Larrañaga en el papel principal. Es decir, poco más de 10 años antes. En una entrevista con El correo de Burgos, Costa dató el origen de su trabajo en esa década anterior, cuando ejercía de cronista en El Caso y trabajaba en un libro sobre la pena de muerte en España tras la Guerra Civil; el estudio no salió, pero los sumarios judiciales permitieron construir los guiones para TVE.
Como bien indican Tonio L. Alarcón y Roberto Morato, del pódcast A Quemarropa, en el estudio que dedican a la marca, en La huella del crimen se prioriza la crónica negra, el morbo que despierta ver los pasajes oscuros del prójimo, sobre el comentario político que Costa -un realizador que defendía una industria desligada de toda estructura política, libre- enfatizaba en El caso Almería. Eso no significa que se diluya la carga crítica, pues está impresa en la elección de los crímenes relatados.
El grueso de los casos delata los vicios en que incurren las estructuras de la sociedad española del siglo XX, y ponen de manifiesto las desigualdades entre estratos sociales y la corrupción moral de las clases acomodadas y de los estamentos militares. Véase el mencionado caso del asesinato de una marquesa la calle Fuencarral, cuya investigación cerca a dos sospechosos: el hijo, José Vázquez de Varela (Carlos Piñeiro), que aunque cumplía condena en prisión salía a voluntad de la Cárcel Modelo de Madrid, y una criada Higinia Balaguer (Carmen Maura), la que fue principal condenada y fue ejecutada por garrote vil, quedando su cadáver expuesto al público. También se observa en el de Jarabo (Sancho Gracia), un burgués con historial delictivo en Estados Unidos, que una vez detenido obtiene un trato preferencial de la policía; en una escena, contrasta este interrogatorio con el traslado de dos “rojos” torturados y ensangrentados, camino de la Brigada Político Social.
Jarabo, episodio de presentación, estuvo dirigido por Juan Antonio Bardem, para quien este era su primer trabajo en casi tres años, en los que el cambio de la política cinematográfica tras el fin de la Transición había cerrado las puertas a propuestas más metafóricas, pero había abierto las del historicismo en la televisión. La propuesta, además, permite incidir al realizador de Calle Mayor en sus temas recurrentes... Y hasta para hablar de un personaje, puede decirse, cercano: ambos habían estudiado en fechas similares en el Colegio Nuestra Señora del Pilar de Madrid. Emitido el 10 de mayo de 1985, logra una excelente acogida crítica y de público, también cuantificable en tiempos previos al share: un 7,5 en índice de aceptación frente a la media del 6,9 que promediaron los contenidos de esa semana en TVE, se expone en sus memorias, Y todavía sigue.
Este mediometraje plantea la norma de lo que será la serie en adelante, que recluta a cineastas de primer nivel con libertad de maniobra para adscribir cada capítulo a sus inquietudes particulares, en formato 16mm: Vicente Aranda firmará El crimen del capitán Sanchez; Angelino Fons, El crimen de la calle Fuencarral; El caso de las envenenadas de Valencia será para Pedro Olea; Ricardo Franco investigará El caso del cadáver descuartizado; y finalmente Costa culminará la temporada con El caso del procurador enamorado. Todos ellos contribuyen a radiografiar la España del siglo XX con una visión ya alejada de la de la época franquista, poniendo al aire las vergüenzas que había escondido el país con sus políticas autárquicas y su control de la opinión pública.
Un largo proceso y el carpetazo
El planteamiento se repite en una segunda temporada que tarda más de cinco años en ver la luz, hasta enero de 1991: la segunda temporada se abre con El caso de Carmen Broto a cargo de Costa, que repasa el brutal asesinato de esta prostituta de lujo, también conocida como la “Cascabelitos”, muy popular en la Barcelona de mediados de siglo, y cuyo cadáver fue descubierto en un huerto privado en la calle Legalidad, tal y como narraba La Vanguardia en enero de 1949. La composición del personaje corresponde a una excelente Silvia Tortosa, cuyo talento no habrá sido suficientemente reconocido ni a su reciente muerte, en un mediometraje dirigido por un Costa que, en el empeño por desasirse de toda estructura política, rompe con la versión oficial y conjetura sobre las influencias de los poderes fácticos, iglesia y estado, en el truculento final. “La solución que se da en esta película es fruto exclusivamente de la imaginación de sus autores, no existiendo ninguna similitud entre los personajes a los que se acusa en la película y personas que hubieran existido en la realidad”, se advierte al comienzo.
La temporada se completa con otros cuatro trabajos: El crimen de Perpignan, a cargo de Rafael Monleón; El crimen de Don Benito, por Antonio Drove; El crimen de las estanqueras de Sevilla, de nuevo por Ricardo Franco; y El crimen del expreso de Andalucía, de Imanol Uribe. Ahora bien, estos quedan ciertamente opacados por la trascendencia de Amantes, película de Vicente Aranda a partir del crimen del Canal que nace como sexta entrega antes de escindirse y tomar plena autonomía. Curiosamente, con otro reparto: Maribel Verdú y Jorge Sanz tomaron el sitio de los inicialmente previstos Concha Velasco y Antonio Banderas, componiendo el trío protagonista junto a Victoria Abril. Esta última se llevó el Oso de Plata en el Festival de Berlín, al que se llegó con margen mínimo para acabar el largometraje.
Sea como fuere, La huella del crimen se evanesció durante cerca de dos decenios. Cuando volvió a verse impresa sobre la programación de TVE, la tesitura ya había cambiado enormemente: las privadas se habían consolidado, lo mismo que las autonómicas, y crímenes como el caso Alcàsser o el secuestro y asesinato de Anabel Segura habían surtido de incontables minutos a programas como De tú a tú, con Nieves Herrero en Antena 3, y Quién sabe dónde, presentado a partir de su segunda temporada por Paco Lobatón en La 1, donde luego los magacines, empezando por Gente, combinaron la crónica social con la negra cada tarde. En 1994 comenzará la emisión de Sucedió en Madrid, programa de sucesos de Telemadrid que funcionará durante 12 años, hasta su supresión en 2006; las versiones no oficiales indicaron que la autonómica, bajo poder de Esperanza Aguirre, trató de eliminar la idea de que la comunidad pudiera ser escenario de crímenes.
Entre tanto, Costa Musté había seguido interesado en ahondar en las perversiones humanas y de la sociedad (véanse el largometraje El crimen del cine Oriente, sobre los hechos acaecidos en Valencia a comienzos de los cincuenta; o su guion para La vida de nadie) y trabajó por recuperar La huella del crimen con una tercera temporada que vio la luz en TVE en 2009, tras un primer acercamiento a la fórmula con la miniserie El caso Wanninkhof: los telefilmes El crimen de los marqueses de Urquijo, El secuestro de Anabel y El asesino dentro del círculo (basado en el caso de Joaquín Ferrándiz, un asesino en serie de Castellón) sirvieron para “revitalizar el patrimonio de TVE” en palabras del entonces director de ficción de la cadena, David Martínez.
Pese a unos buenos resultados de audiencia, la recuperación de la marca no gozó de la trascendencia del pasado. Salvo apuntes más decididos en El crimen de los Marqueses de Urquijo, se había diluido parte de la carga política previa. Pero, sobre todo, los detalles de los crímenes ya habían sido saqueados por el infoentretenimiento durante años; otros sucesos, por su lado, ya habían sido objeto de instant movies pensadas en aprovechar el momento antes de que el interés decayese, aun sabiendo que tendrían poca capacidad de trascender en el comentario a largo plazo.
Los tiempos cambiaron, las fórmulas también. Se acrecienta el morbo, y con ello las dudas sobre los límites de la ética y los equilibrismos por conseguir exclusivas en pos de la audiencia; pero también el interés por mirar al pasado para ver cómo hemos cambiado, para sentirnos, con suerte, mejores. Lo que permanece, eso sí, son los crímenes, los que nos atraviesan y nos explican.