Candela Peña, Chanel y el ciberacoso que no cesa: ¿por qué sigue repitiéndose la misma historia?
Candela Peña saltó a los titulares este miércoles después de que la Policía Nacional detuviera a una mujer como presunta autora de los delitos de amenazas de muerte y acoso a través de internet contra la actriz y su entorno. El arresto llegó después de que la protagonista de Hierro interpusiese una denuncia contra esta internauta, aportando como prueba un documento de más de 40 páginas con capturas de pantalla de los ataques recibidos. Este hostigamiento llegó a su cenit cuando la ciberacosadora amenazó con matar al hijo de 10 años de la actriz.
En paralelo, esta noticia se complementaba en las cabeceras de los medios culturales y de información televisiva con los titulares referidos a Chanel Terrero, elegida no sin polémica como representante española para Eurovisión 2022 tras ganar el Benidorm Fest, en detrimento de las otras dos grandes favoritas, Tanxugueiras y Rigoberta Bandini.
Las suspicacias en torno a las votaciones del jurado, cuyos votos fueron decisivos para decantar la victoria del lado de la joven hispanocubana, así como la propia gestión del asunto por parte de RTVE, que eludía responder a las controversias sobre la mecánica del voto, derivó en un señalamiento contra la artista, que acabó derrumbándose ante la prensa cuando tenía que estar celebrando. Durante los días siguientes a su victoria, han sido precisamente las contendientes quienes no solo han apoyado públicamente a Terrero sino que han pedido a los fans que detengan el boicot en redes contra ella, que debe ahora centrarse en preparar su candidatura. De igual modo, Miryam Benedited, una de las juezas, ha denunciado públicamente mensajes contra ella y su familia.
Durante la última década, en la que especialmente las redes de microblogging como Facebook, Twitter e Instagram se han convertido en parte indispensable de la comunicación social (al menos de una parte de la población), hemos naturalizado también el componente crítico que permiten. Desde ese estrado, podemos opinar con libertad sobre lo que consumimos, sobre lo que opinan otros. En el extremo, el cargar contra el usuario que tenemos virtualmente frente a nosotros también es más fácil y, se diría, sin consecuencias aparentes. Al menos hasta que resulta demasiado tarde, cuando la volatilidad de esos discursos ha terminado de estallar.
Las dinámicas del acoso se repiten
El cyber-bullying se ha erigido en una problemática de primer orden. Los estudios que podemos encontrar aluden a su impacto en la infancia, como una extensión tanto o más peligrosa, incluso, que la agresión física. Las herramientas tecnológicas nos permiten relacionarnos como iguales, pero también amplifican las consecuencias del acoso tradicional, siendo una amenaza en sí misma por poner al alcance de cualquier individuo a la potencial víctima. Una facilidad para ejercer como un “depredador” e intimidar al objetivo, algo que se explicaría tanto por la facilidad con la que estos medios nos permiten difamar, chantajear, amedrentar o simplemente vulnerar a la persona, como por la dificultad de comprender las implicaciones de estos comportamientos en el mundo real.
Se trata de un problema de primer orden en nuestra sociedad, y que se refleja especialmente a partir de los 10 años en adelante, según el Informe Violencia Viral publicado en 2019 por Save The Children. El bullying no se detiene en la adultez ni se reprime hacia personalidades de cierta relevancia social o cultural, al contrario. La justificación precisamente es que si las redes son públicas y estás expuesto de una forma u otra, las críticas han de ser asumidas. Esa excusa sirve para depurar responsabilidades por las consecuencias del acoso, culpabilizar a la persona y desligarse de las consecuencias de las palabras y distorsionando la realidad.
Los ejemplos que encontramos en estos días reflejan unas dinámicas que no son ni mucho menos nuevas, aunque nos pueda seguir sorprendiendo aún hoy. Si echamos la vista atrás, a comienzos de los dos mil diez, encontramos casos de extrema gravedad: aún se recuerda el terrible ataque acaecido en 2009 contra Sara Casasnovas, de actualidad entonces gracias a series como Amar en tiempos revueltos, por un acosador que intentó agredirla con una ballesta a la salida de una representación teatral. El sujeto, un ciudadano alemán cuya condena fue transferida a su país de origen, había dedicado un año y medio a seguirla y mandarle mensajes de todo tipo. Sin embargo, ahí no quedaba todo: en 2018, cuando se produjo el traslado a Alemania del acosador, Casasnovas reveló que durante los ocho años siguientes al incidente, siguió recibiendo amenazas de muerte, aunque se desconoce si eran por parte de su seguidor o de otra persona.
También está en la memoria lo sucedido con el presentador Paco González, objeto de obsesión de una acosadora “enamorada y obsesionada” con él. En 2016, la Audiencia Provincial acabó condenándola a 20 años de internamiento psiquiátrico, tras el intento de asesinato de la mujer del periodista deportivo, hechos acaecidos en febrero de 2014. Entonces, la sentencia señalaba “el elevado riesgo vital que siguen corriendo las víctimas”.
La exposición y el temor al descrédito
Sobre la gravedad de estos casos no se albergan dudas pues estuvieron en la esfera de lo real, de lo palpable, sin que se conciba cuestionar a la víctima. Las consecuencias de los ataques resultan evidentes. Ahora bien, cuando se trata de agresiones virtuales, cuando se normalizan esas actitudes de agresividad a través de la pantalla, la facilidad de ejercer presión sobre alguien implica que cueste reprobarlas de forma unánime.
No tardamos en encontrar ejemplos que advertían del alcance del cyber-bulling, convertida en parte intrínseca de la propia red de redes. Si viajamos por la hemeroteca de verTele, damos con noticias en esta línea en 2011: la policía nacional ya detuvo a un “tuitero” que amenazó de muerte por Twitter a Eva Hache, por entonces a los mandos de El club de la comedia: “Voy al teatro y te apuñalo delante de todo el mundo” o “Yo que tú no saldría sola de casa” eran algunos de los mensajes que denunció, de hecho, públicamente la cómica, que fue atendida por las fuerzas de seguridad a través de las vías de mensajería de Twitter. Risto Mejide o Andreu Buenafuente habían sido también atacados por el internauta en cuestión, aunque sin llegar a los extremos de sus mensajes contra Hache.
También han sido lamentablemente recurrentes las informaciones publicadas por el acoso contra la periodista Lara Síscar de TVE. En el año 2011, la ahora presentadora del Telediario Fin de Semana se vio obligada a cerrar su cuenta de Facebook, tras dos años de insultos y mensajes inaceptables. Lejos de parar el acorralamiento, prosiguieron por otras vías y se intensificó su agresividad, hasta que en octubre de 2014 Siscar acudió a la Unidad de Investigación Tecnológica de la Policía para que tomara cartas en el asunto: “Ha sido un proceso doloroso en el que no sólo se cargaba contra mí, sino también contra mis contactos, por ejemplo mis padres. Por eso, temes el descrédito entre las personas que conoces”, contaba tras ser detenidos dos hombres en 2015 como presuntos responsables. En 2017, la periodista declaró que seguía seguía siendo acosada, esta vez por Twitter: “Vivo sabiendo que no va a terminar nunca, que estoy atrapada en Twitter junto a mi acosador”. En 2018, denunció un nuevo caso similar, de nuevo a través de la red del pajarito azul.
En casos como estos, la exposición pública de profesionales de la comunicación es la excusa para que se den estas conductas. Algo que denunciaba una compañera de Siscar en TVE, la meteoróloga Silvia Laplana: “Por desgracia, algunos se creen con derecho de hacer este tipo de comentarios por estar expuestas”, lamentaba tras un mensaje obsceno recibido a través de Twitter.
No solo es una cuestión de mera visibilidad: estas situaciones evidencian los problemas para separar al profesional de su labor, y en el caso de artistas, de los personajes que representan. Por ejemplo, Víctor Palmero ya denunció ante la policía los comentarios homófobos y amenazas a su integridad recibidas a través de las redes sociales por su papel de Alba Recio en La que se avecina. “Ojalá te peguen”, “Cabrón, travesti”, “Maricón de mierda”, eran algunos de los ataques que le llegaban a través de la red.
“Hay muchos que me insistís en que no haga caso. Os aseguro que no he hecho caso muchas veces. Tampoco había recibido un mensaje tan explícito y tan violento como este. Y por supuesto que no debemos dar importancia a esta gente, pero sí debemos dar importancia a las palabras, porque lamentablemente pasan y en la vida real, no solo en las redes”.
Cuando las barreras entre lo real y lo virtual se disuelven
Por supuesto, estamos ciñéndonos al ámbito nacional, pero a nivel internacional encontramos ejemplos similares de actores que se han visto atacados por dar vida a según qué personajes por parte de individuos que no disciernen realidad de ficción, lo real de lo virtual.
Sobre ello ya dedicamos un artículo, recopilando no pocos ejemplos: el intérprete Timothy Granaderos recibió toda clase de insultos y advertencias en redes sociales por su poco agradecido rol de Montgomery de la Cruz en Por trece razones: “Tienes que morir, incluso si estás actuando”, le llegaron a escribir. Josh McDermitt, Eugene en The Walking dead, cerró sus perfiles por repetidas amenazas de muerte destinadas al “supuesto científico” de la ficción zombi: “Estoy harto. Podéis odiar a Eugene, me da igual. Podéis pensar lo que queráis pero cuando me decís que esperáis que muera, no sé si estáis hablando de Josh o de Eugene”, dijo antes de desaparecer de Twitter, Instagram y Facebook en 2017.
Uno de los casos más paradigmáticos corresponde también a una de las cimas de la ficción televisiva de lo que va de siglo, Breaking Bad. Anna Gunn ha hablado en numerosas ocasiones de los mensajes de odio contra ella por su papel de Skyler White, tanto en fotos, redes sociales y hasta en vídeos de YouTube: “Una vez un usuario en Internet pedía mi dirección para buscarme y matarme. Estaba asombrada. ¿Cómo puede ser el hecho de que no te guste un personaje derive en un odio homicida?”.
¿Por qué seguimos persistiendo en estas actitudes?
Durante los últimos meses, en los que el debate sobre la salud mental ha alcanzado la sede parlamentaria, hemos seguido asistiendo a movimientos periódicos en Twitter en los que artistas o comunicadores se colocaban en tema candente después de intervenciones en medios, habitualmente en televisión. La distancia que permite las redes facilita que se dejen de ver como personas, sino como personajes de narrativas que apelan a nuestros instintos más primarios. La muerte de Verónica Forqué poco después de su comentado paso por MasterChef Celebrity dio pie no solo a un debate sobre la responsabilidad del formato y la televisión pública al cuidar el estado de una de sus integrantes; sino también a una toma de conciencia, al menos en apariencia, sobre la necesidad de responsabilizarse de las opiniones y de medir las formas y la trascendencia misma de lo que vemos en televisión. Por la importancia de no desprenderse de la empatía.
No obstante, acontecimientos como el Benidorm Fest han vuelto a poner de manifiesto lo sencillo que es dejarse llevar por la facilidad de lanzar mensajes sin consecuencias propias, y las consecuencias que acarrean. Por más que sea pertinente poner en cuestión las mecánicas de voto y elección del certamen de preselección, esas consideraciones no debieran pasar del umbral de lo profesional. No vale esa coartada emocional para dejarse llevar o justificar lo injustificable.
Quizás no exista mejor cierre para este artículo que recordar la preocupación en torno a Antonio Resines, que recientemente abandonaba la UCI tras más de un mes por complicaciones derivadas de la Covid-19. La preocupación por su estado de salud ha servido para que algunos hayan suplantado su identidad en redes sociales con fines aviesos, incluso intercambiando mensajes con personas que se interesaban por su estado de salud. Tras salir de cuidados intensivos, el actor tuvo que pronunciarse para recalcar que no tenía perfiles propios en redes sociales y lamentar que ninguna de estas plataformas que se nutren de las interacciones de sus usuarios haya tomado ninguna medida al respecto. Para más inri, recordaba que esta no era la primera vez que le ocurría algo parecido.
Siendo siempre la víctima la que tiene que señalar el ciberacoso, siendo la que a menudo corta las comunicaciones en redes, la que desaparece, debería servir para tomar conciencia colectiva para atajar no ya estos comportamientos, sino para pensar en cómo usamos todos estos medios. En la responsabilidad sobre lo que publicamos, en suma, incluso aunque pensemos que no tiene mayor recorrido. Poder no significa deber.