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El archipiélago de Chiloé, al sur de Chile, tiene una cultura propia que le permite diferenciarse por méritos propios. Poco tiene que ver con el resto de Chile. Su carácter se ha forjado junto al mar, su historia está llena de mitos, leyendas y seres fantásticos de aires marinos, y su geografía repleta de verdor y pueblos llenos de color.
Chillwe, que es como era conocido este territorio por los mapuche huilliches, cambió radicalmente cuando a él llegaron los colonizadores españoles a mediados del siglo XVI. Por la espesura de sus bosques y su clima lluvioso, los conquistadores tuvieron a bien nombrarlo como Nueva Galicia, dada su similitud paisajística con la Galicia de España. Pero a pesar de la influencia europea, Chiloé ha sabido mantener vivas muchas de sus tradiciones y esa esencia que lo hace tan especial para el visitante.
Quizá Chiloé no esté en la agenda de quien visita Chile por primera vez, pero sí lo debería estar si viajamos con tiempo y queremos salirnos de la ruta chilena más tradicional y recurrida. La isla Grande de Chiloé concentra la mayoría de sus atractivos, por lo que también reclamará la mayor parte de nuestra atención, pero siempre hay que dejar margen para navegar, cruzar a otras islas, recorrer sus carreteras y llegar a los puntos más remotos, pues aunque es una isla domada por el ser humano, su encanto natural se esconde a la vuelta de cada esquina.
El archipiélago de Chiloé está salpicado por pequeños pueblos multicolor. Algunos de interior y muchos de ellos costeros. Y ya estén en la isla principal o en otras aledañas, todos serán capaces de transmitirnos un ambiente especial. Castro, la capital de la isla, es sin duda la ciudad de mayor importancia. Solo su iglesia, la de San Francisco, ya justificaría llegar hasta aquí, pero además están sus palafitos, de los que enseguida te daremos más detalles. Quemchi es un buen lugar para comenzar a conocer la arquitectura chilota en madera, algo que nos acompañará durante todo el viaje, al igual que Tenaún, donde además la iglesia de Nuestra Señora del Patrocinio luce como una de las más llamativas de la isla. Dalcahue cuenta con una de las principales flotas de la isla, por lo que el ambiente pesquero está asegurado, y Curaco de Vélez, en la isla de Quinchao, presume de casitas cuidadas con mimo. San Juan, por su ubicación, y Achao, por su vida, también merecen ser visitados.
La arquitectura chilota es especialmente característica, y además de las iglesias de madera de las que ahora te hablaremos, tiene un recurso arquitectónico especialmente llamativo: los palafitos. Estas viviendas levantadas sobre troncos de madera apostados sobre el agua no son exclusivas de Chiloé, ni mucho menos, pero por su popularidad, el colorido de sus casas y su belleza son una de las imágenes más descriptivas de la isla.
Los verás en pueblos como Ancud, Quemchi y Chonchi, además de en otros puntos costeros, pero sobre todo en Castro. Estas casas de madera construidas sobre pilotes, que vuelan sobre el agua, tienen acceso a la tierra por una de sus caras, en ocasiones a través de puentes, y al mar a través de un nivel inferior que facilita el amarre de los botes empleados en las labores de pesca, un recurso fundamental para los isleños. Hoy algunas de estas viviendas se han convertido en hoteles con encanto.
El mejor momento para acercarse a conocer los palafitos es durante la marea alta, así es como lucen en todo su esplendor y podrás comprobar por qué se han convertido en la cara más famosa de Chiloé.
En Chiloé hay iglesias muy particulares. Tanto que 16 de ellas fueron declaradas Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en el año 2000. Tienen la peculiaridad de estar construidas en madera y son un ejemplo único de la arquitectura religiosa Latinoamericana. Su origen se remonta a los predicadores jesuitas de los siglos XVII y XVIII, y se prolongaron y enriquecieron gracias a los franciscanos en el XIX. Se levantaron fusionando las técnicas llegadas de Europa con los materiales nativos, y hoy ya son parte del paisaje de Chiloé.
Aunque en realidad hay más de 150 iglesias de madera, las 16 iglesias reconocidas por la UNESCO forman la 'Ruta de las iglesias de Chiloé', un itinerario que nos lleva por todas ellas para conocerlas mejor en conjunto. Son las iglesias de Colo, Tenaún, San Juan, Dalcahue, Castro, Nercón, Rilán, Achao, Quinchao, Caguach, Chelín, Aldachildo, Ichuac, Vilupulli, Chonchi y Detif, de las que nueve están en la costa oriental de la Isla Grande, tres en Lemuy, dos en Quichao, una en Caguach y una en Chelín.
Una vez que conocemos la historia, los pueblos y la arquitectura de Chiloé, puede ser buen momento para adentrarnos en su naturaleza. El Parque Nacional de Chiloé protege la flora y la fauna original de la isla, fue creado el 17 de noviembre de 1982 y tiene una superficie de 42.567 hectáreas. Es un lugar de alta pluviometría, lo que permite que su característica vegetación viva a sus anchas con especies como la tepa, asociada con olivillo y coigüe, la luma, la pitra y el arrayán, el alerce y el ciprés de las Guaitecas. Además, dada su condición insular, es hogar de varias especies endémicas de mamíferos y aves, como el zorro chilote, el monito del monte de Chiloé, el ratón topo de Chiloé, el ratón arbóreo de Chiloé, el pudú, la nutria marina, la nutria de río y el lobo marino común.
El Parque Nacional Chiloé es a su vez un importante enclave histórico, etnográfico, arqueológico e incluso paleontológico. Junto a sus límites podemos encontrar comunidades huilliches, un pueblo originario que aún mantiene vivas sus tradiciones. Para conocer el parque tenemos a nuestra disposición diferentes caminos, tanto por el interior como por la costa. Podremos seguir ríos, conocer playas o realizar senderos interpretativos que nos ayuden a ampliar nuestros conocimientos y acercarnos mejor al entorno. La playa de Cole Cole es, por cierto, simplemente espectacular.
Y como ningún viaje está completo si no probamos su gastronomía más tradicional, en Chiloé el plato que tendremos que buscar a nuestro paso, para probarlo y poder llevarnos un pedacito de la isla en nuestro estómago, es el curanto. Una especialidad que no solo llama la atención por su sabor y su mezcla de ingredientes, sino también por el cómo se hace. Para empezar, hay que excavar un hoyo de medio metro de profundidad, después se deposita en él un buen número de piedras y se hace una hoguera sobre ellas. Cuando las piedras han cogido calor se retiran las brasas y se introducen los ingredientes. Los principales son los mariscos y las carnes de diferentes tipos, además de morcillas, longanizas, chapaleles y milcaos, que son masas hechas a base de papas cocidas y otros ingredientes. Se cubre todo con hojas, se tapa con tierra y se espera. Y el resultado es el famoso 'curanto al hoyo', un plato que suele convertirse en todo un evento social y que verás anunciado en la puerta de tantos y tantos restaurantes de la isla.
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