Desde tiempos de los fenicios y hasta que no llegó el portugués Gil de Eanes y se atrevió a doblar el cabo Bojador, este remoto lugar de África fue considerado el símbolo de lo desconocido, el lugar del Mare Tenebrosum tras el cual era imposible aventurarse sin la certeza de no regresar jamás. Tampoco contribuyeron a las exploraciones las extrañas crónicas del periplo de Hanon, ni mucho menos que Ptolomeo bautizara a este lugar del mapa como “el cabo del miedo”.
Qué equivocados estaban Heródoto y aquellos otros que afirmaban que más allá de esas tierras no había nada, pues el calor era tan extremo que la vida era imposible y cualquier hombre que osara internarse allí se volvería negro ipso facto (en mi caso tardaría un pelín más, atravesando previamente todas las tonalidades de rosa). Pero claro, lo decían en un perfecto latinajo, plus ultra nihil est (mas allá no hay nada), y sonaba tan verídico que a cualquiera se le ocurría ponerlo en duda.
Por fortuna se equivocaban, porque si tan sólo hubieran seguido unas millas más con rumbo sur, habrían encontrado uno de los lugares más increíbles que conozco: Dajla.
Lo siento por ellos, se lo perdieron, no tuvieron la suerte de ver la entrada por aquel istmo de arena blanca, mar turquesa y roca negra, la playa de Duna Blanca, las colonias de flamencos y la isla del Dragón. Se perdieron recorrer una costa abrupta azotada por el irifi, ese viento de poniente que de tanto azotarme me ha hecho tan independiente. No pudieron probar aquel pincho de gacela dorca, recién cobrada entre las dunas que me ofreció un amigo saharaui, o saborear unas bailas en el restaurante Samarkanda, mientras desde el otro lado de la ría, y como canto de sirena, se siente la llamada de El Aargub, atrapado por el desierto. Tampoco pudieron acercarse a la Punta de la Sarga, divisar orcas y con suerte ver alguna de las ultimas focas monjes. Todo eso se perdieron…
Así es Dajla, “la entrada”, la puerta del paraíso, aunque para mí siempre será mi querida Villa Cisneros, nuestro destacamento más antiguo en el Sáhara Occidental, desde que en 1884 lo fundara el africanista Emilio Bonelli. Siempre se me ha representado como lugar de encuentro de legionarios, meharistas, saharauis, pescadores, paracas, buscadores de sueños o aventuras, gente dura, con mil historias escritas sobre una piel curtida por el sol y el siroco. Hoy viene gente diferente, pero siempre aventureros, y nadie sale de allí sin idea de regresar.
Yo soy uno de ellos. Hace mucho tiempo que escogí ser como Gil de Eanes y atravesé el Cabo Bojador, y fui descubriendo África, en busca del oasis perdido de Zerzura o de cualquier otra aventura que sonara a locura.
Por el camino fui encontrando amigos entre los peul, fulanis, tubus, tuareg, masáis... Escalé volcanes y atravesé desiertos. Pude ver las ultimas caravanas de camellos de los afar y decenas de elefantes por carreteras olvidadas de Camerún, incluso vi cazar al caracal... Recuerdo haber rezado a Dios ante las dunas del Tanezrouft y al diablo en los peores garitos de Bamako. He fumado hierbas extrañas con los hadzabe, bebido Konyagui con otros amigos guías en el corazón del Serengueti y he bailado mbalax en las noches de Dakar (con ese estilo mío tan personal, nunca bien comprendido…). Hubo noches que dormí en solitario en la duna de Chinghetti y otras en las que me emborraché con una compañía de la legión extranjera francesa en una aldea perdida de la Vakagá, mientras cantábamos aquella canción ‘Le Diable marche avec nous’, esa canción tan africana, y que necesito escuchar cuando me invade la nostalgia de antiguos camaradas y aventuras pasadas.
Durante estos años he visto golpes de estado, vivido revoluciones, me han disparado, detenido, timado, amenazado, emocionado, enamorado y hasta seducido (bueno de esto último no recuerdo bien si me ha pasado una o ninguna vez). Y por eso justo aquí, en Dajla, donde hace tantísimos años empezó mi aventura es donde empiezo ésta otra, la de contaros el África que he visto. Espero que os guste lo que iréis descubriendo.
Solo os pido una cosa, no hagáis mucho caso de las ideas de Heródoto y atreveos a cruzar vosotros también el cabo del miedo.