Si alguien despertase dentro de un supermercado sin recordar cómo ha llegado hasta allí y qué ha pasado antes, le sería bastante complicado averiguar en qué época del año está. No solo por la climatización, la luz artificial o falta de ventanas, sino porque los alimentos que reposan en sus estanterías son prácticamente los mismos todo el año. Ni siquiera en la sección de verduras —y cada vez menos en la de frutas— sería fácil orientarse. La mayoría se han instalado de manera perenne en la cesta de la compra, poco a poco, durante las últimas décadas. ¿Qué ha pasado durante estos años?
La realidad es que no nos hacemos demasiadas preguntas sobre lo que comemos hasta que algún incidente trastoca nuestro día a día y, sobre todo, nuestro bolsillo. Un buen ejemplo fue el aumento del precio y la escasez de aceite de girasol cuando comenzó la guerra de Ucrania. Hasta ese momento pocos sabían que este país era el primer productor mundial. Algo parecido sucede ahora que los tractores han tomado las calles. Más allá de trasfondos partidistas, esto puede servir para reflexionar hasta qué punto el sistema alimentario actual es sostenible, no solo desde el punto de vista climático, sino también social y cultural.
Cualquiera que viva en España asocia la sandía con el verano, pero es más complicado saber cuándo es el momento de los tomates o los aguacates. El mercado ha acostumbrado al consumidor a tener un suministro continuado de determinados alimentos que solo puede satisfacerse mediante la importación. Las temporadas se han vuelto líquidas y ahora los supermercados —y también las tiendas de barrio, aunque en menor medida— tienen tomates, uvas, berenjenas, pepinos y otras frutas y verduras durante todo el año, a pesar de que se encuentren fuera de su temporada. Esto significa que para preparar la ensalada de moda que circula por Instagram o esa tostada de aguacate que nos comemos en verano, el aguacate, a la fuerza, ha tenido que llegar de fuera.
Una de las demandas de los agricultores es la creación de cláusulas espejo que garanticen que los alimentos extracomunitarios que entran en los supermercados cumplan con los mismos estándares que se exigen dentro de la Unión. Estas imposiciones relacionadas con el bienestar animal y el uso de fitoquímicos, entre otras, son las que permiten que los alimentos europeos sean los de mayor calidad, pero someten al sector agropecuario a unas exigencias que, por mal explicadas, resultan extenuantes y les coloca en una situación de desventaja con respecto a mercados que trabajan con otros controles fitosanitarios y una mano de obra mucho más barata. Estos productos, que suponen cerca de un 25% según un estudio publicado en Nature, acaban por generar desigualdades y provocan que el precio de los productos de proximidad, a priori más sostenibles, sea más elevado.
No nos hacemos demasiadas preguntas sobre lo que comemos hasta que algún incidente trastoca nuestro día a día y, sobre todo, nuestro bolsillo
La desconexión con los alimentos y su origen comenzó a producirse en el último tercio del siglo XX con las políticas de la llamada Revolución verde, que supusieron la introducción de los fertilizantes sintéticos y la industrialización del campo. Algo parecido, y casi de manera paralela, ocurrió con la ganadería, a la que los complementos vitamínicos, los antibióticos y los plaguicidas ayudaron a la hora de criar muchos animales en interiores. El resultado de estas políticas fue una mayor producción que abarató los precios y el cambio de una cadena alimentaria desde su cultivo hasta su venta, y es lo que nos ha llevado a que cuando nos enfrentamos ahora a los alimentos los encontremos o terminados o en sus últimas fases, envueltos en plásticos.
Ángeles Santos, ganadera y quesera de ovejas churras en Zamora y miembro del COAG (Coordinadora de Organizaciones de Agricultores y Ganaderos), pretende luchar contra esto. “Hemos perdido la conexión entre el mundo rural y el mundo urbano. Nosotros [COAG] estamos intentando revertir eso, para que se ponga cara a los productores. No estamos solo produciendo alimentos. Tenemos un reto grande en la despoblación del medio rural. No se ve lo que implica, pero hay zonas en las que se tienen que organizar patrullas para que no entren a robar porque están muy poco pobladas. Si se pierden los pueblos se pierde paisaje y cultura. Nosotros estamos defendiendo un modelo en el medio rural con personas, ganaderos y ganaderas, que genere tejido social”, afirma Santos desde Fariza, una localidad de 150 habitantes.
La pérdida de la temporalidad y la desconexión con quienes se ocupan de suministrarnos comida, además de problemas de corte económico y geopolítico, acarrea otros de tipo cultural. Algunas de las tradiciones populares pasan por intentar preservar lo mejor de cada estación en forma de conservas. Las anchoas, el bonito, los encurtidos de vegetales, los botes de tomate frito, mermeladas y confituras han servido para atesorar los frutos estacionales y garantizarse un suministro durante el año. La elaboración de las conservas, un saber muy ligado a las mujeres, servía también como momento de encuentro familiar donde se traspasaban el conocimiento y las técnicas y recetas tradicionales; un evento social del que cada vez queda menos. Pese a que en España existen unas conservas industriales de excelente calidad —es el segundo país que más conservas de pescado elabora— la pérdida de los modos de hacer artesanales supone una pérdida de patrimonio cultural intangible. Es más, el hecho de que en 2013 la dieta de los países mediterráneos pasase a formar parte de la lista de patrimonio inmaterial de la UNESCO fue en gran parte por los actos sociales alrededor de la comida.
El mercado ha acostumbrado al consumidor a un suministro continuado de determinados alimentos que solo puede satisfacerse mediante importación. Las temporadas se han vuelto líquidas y los supermercados tienen tomates, uvas o pepinos todo el año
Esta falta de conexión entre el campo y la mesa también tiene consecuencias sociales. Según afirma Francesc Xavier Medina, catedrático de antropología de la alimentación de la UOC, a pesar de que hay mayor trazabilidad que nunca antes (todo está etiquetado y tiene un código de barras) tenemos la impresión de que dominamos menos esa conexión con el alimento y el productor. Esta falta de control, además de generar dudas y miedos, nos empuja a volver o a ir a buscar los orígenes. Para el antropólogo, el fenómeno del turismo gastronómico también está relacionado con esa búsqueda de la autenticidad y el intentar satisfacer la necesidad de comprender la cultura alimentaria con la que hemos perdido el lazo.
Una de las defensoras de la vuelta al recetario tradicional es Marta Guadalupe Rivera, investigadora del CSIC y de la Universidad politécnica de Valencia. Según Rivera, el patrón alimentario de hoy, mucho más globalizado, se ha separado mucho de una dieta que es la que estaba ligada a un sistema de obtención de materias primas asumible. La investigadora dio una charla el pasado enero en Madrid Fusión Dreams en la que exponía la necesidad de una vuelta a modelos basados en muchos pequeños productores y un retorno a la dieta mediterránea con menos consumo de carne y más legumbre.
La desconexión con los alimentos y su origen comenzó a producirse en el último tercio del siglo XX con las políticas de la llamada Revolución verde, que supusieron la introducción de los fertilizantes sintéticos y la industrialización del campo
Son muchos los discursos que apoyan la idea de que una dieta mediterránea tradicional obtiene la mayoría de las proteínas de las leguminosas, frutos secos y algunos pescados, incluido el de la propia Unión Europea. Sin embargo, para Francesc Medina, pese a que se tiene que ir hacia una dieta con menos ingredientes de origen animal, se está pasando por alto un importante factor: el deseo. La carne no se consumía apenas hace años porque no estaba tan disponible por su precio, pero el deseo de comerla siempre ha estado ahí. Entre otras cosas porque suponía tener un estatus y a nadie le gusta sentirse inferior. “Se ha tendido a negar el consumo de carne porque no tenía mucha presencia en la dieta mediterránea y no se contempla que era un artículo excesivamente caro que la gente no se podía permitir, pero siempre ha sido muy valorado”. Una vez que las políticas agrarias permitieron obtener más por menos, su precio cayó y todos querían comer ternera, pollo y cerdo porque en realidad sí formaba parte del sistema alimentario mediterráneo.
Uno de los obstáculos que tiene la vuelta a la dieta tradicional y a las legumbres es que requieren cierto tiempo para la preparación de los platos. Para Aitor Sánchez, dietista-nutricionista, tecnólogo de alimentos y divulgador, el problema es que llevamos unas décadas en las que no se ha dado la importancia a la gastronomía que merece, y fuera de casa lo que ha dado el prestigio ha sido la carne y el pescado. El consumo de leguminosas durante 2022 disminuyó ligeramente con respecto a los dos años anteriores que estuvieron marcados por la pandemia (según datos del Informe del consumo alimentario en España 2022, elaborado por el MAPA), cuando la preocupación por la salud aumentó y había más tiempo para cocinar.
La pérdida de la temporalidad y la desconexión con quienes se ocupan de suministrarnos comida, además de problemas de corte económico y geopolítico, acarrea otros de tipo cultural
Según un estudio realizado por la consultora Kantar World Panel en el que se analizaba el consumo de 12.000 familias en los últimos diez años, pese a que no había demasiado crecimiento en la cantidad de garbanzos, lentejas y alubias que entraban en los hogares españoles, lo que ha subido de manera considerable es el consumo de hummus y guacamole preparado. En una época en la que se dedican de media 25 minutos al día a cocinar —en datos de la misma consultora— se busca más la practicidad que otra cosa. El problema no es que las legumbres no gusten, sino que da pereza prepararlas o, simplemente, no se tiene tiempo o no se quiere emplear en cocinar.
El estudio también confirmaba que hemos reducido el número de veces que se visitan las tiendas de comestibles: subimos el tique cada vez para evitar ir más veces. Espaciar las compras y concentrarlas en el supermercado está derivando en una dieta menos variada y menos estacional, ya que la oferta de las grandes superficies en cuanto a pescados, por ejemplo, es menor que la de las pescaderías. Esto se traduce también en productos que tienen que aguantar más. Dicho de otro modo, no queremos que los tomates se echen a perder a los dos días de haberlos comprado, lo que empuja a que los agricultores elijan cultivos no por sus cualidades organolépticas, sino por su resistencia y su vida útil. A esto se añade que muchos de los productos frescos vegetales se recolectan verdes y llegan a los puntos de venta sin madurar, lo que afecta notablemente a su sabor.
Espaciar las compras y concentrarlas en el supermercado está derivando en una dieta menos variada y menos estacional
El precio como factor decisivo
Para que tengamos alimentos a un precio que podamos consumir gran parte de la responsabilidad recae sobre los agricultores y ganaderos a quienes se presiona porque han hecho una inversión sobre un género perecedero. Es decir, esta constante búsqueda de una alimentación barata y abundante del mercado tensiona a los productores que tienen que manejarse entre la calidad y el máximo beneficio posible.
Para Marcos Garcés, agricultor y ganadero aragonés, a pesar de que en los últimos años ha crecido la preocupación por la alimentación, no se ha puesto el foco en cómo se obtienen las materias primas. “En Europa, para lo que vale producir los alimentos, comemos muy barato. La gente puede no estar de acuerdo, pero nadie piensa en que un pollo entero te cuesta tres euros. Imagínate cómo se ha criado ese pollo”, afirma Garcés, que también cría cerdos.
Para vender un pollo un ganadero avícola ha tenido que criar a la gallina madre, cuidar los huevos, sacar adelante el pollo, alimentarlo, transportarlo hasta el matadero, desplumarlo y quitarle las partes que no interesan y, finalmente, envasarlo para que pueda colocarse en el supermercado. Toda esta cadena para acabar alcanzando un precio final de poco más de tres euros. Para Garcés, este modelo basado en el precio y la abundancia es el causante de que no nos preguntemos cómo se producen los alimentos y la realidad que hay detrás. “Hemos disociado esta parte de la alimentación. Ahora una persona puede estar comiendo un lechal y no pensar en cómo ha llegado a su plato. Seguramente, si viese cómo han sacrificado a ese animal y lo han limpiado, que es una cosa completamente normal para que te lo puedas comer, no se lo comería. Es como si viviésemos en dos mundos distintos”, afirma el aragonés.
La constante búsqueda de una alimentación barata y abundante del mercado tensiona a los productores, que tienen que manejarse entre la calidad y el máximo beneficio posible
Según su punto de vista, un mayor conocimiento de las prácticas alimentarias nos llevaría a un consumo más responsable y de mayor calidad. Garcés cría cerdos en intensivo y está tan orgulloso del estado en el que se encuentran —tienen desde juguetes hasta sensores que les rocían con agua cuando la temperatura aumenta— que invita a todo el mundo a conocer su granja, y reconoce que no come cerdo si no está seguro de dónde procede y cómo se ha criado.
Pese a que cada vez más parte de la población afirma estar buscando mejores ingredientes para comer mejor y de manera más saludable y cercana, el precio es el principal factor de decisión de compra de muchos hogares. “La mayoría de las personas compran por precio y ahí los procesados y los productos que vienen de fuera y tienen menores filtros acostumbran a estar más baratos que los de aquí. Si compramos por precio no hacemos caso al origen del alimento ni a si estamos comiendo más sano”, apunta Francesc Xavier Medina.
La mayoría de las personas compran por precio y ahí los procesados y los productos que vienen de fuera y tienen menores filtros acostumbran a estar más baratos que los de aquí. Así no hacemos caso al origen del alimento ni a si estamos comiendo más sano
¿Podemos volver a tener el mando?
Según Aitor Sánchez García, no solo nos falta conexión con los orígenes sino con cómo trabajar los alimentos y cómo la cocina puede empoderar a los consumidores. “Hoy en día si quieres independencia alimentaria y poder ahorrar, no hay mejor garantía que saber cocinar. Eso te va a dar unas capacidades increíbles y, además, es parte de la cultura general. Las personas que dedican tiempo a preparar alimentos y que están familiarizadas con la cocina compran mejor, preparan mejor, tiran menos comida y saben ahorrar porque hacen una compra más consciente. Son capacidades importantes que arrastran otras”, asegura.