Quizá la idea colectiva que tenemos de reunirnos a comer con los amigos pueda resumirse en una viñeta final de Astérix. Es ahí, en la fraternidad circular de un jolgorio, donde se resume todo. Las comunidades, claro, se nutren de la proximidad, por eso la gastronomía tradicional tiende a protagonizar los banquetes en franca camaradería. Laconadas en Lalín, cachopadas en Oviedo, casquería en las Castillas, marmitakos en los txokos y jabalíes cazados por Obélix en las aldeas galas acosadas por el Imperio. Todo eso.
Se diría que lo tradicional es vehículo de lo auténtico. Pero, ah, nada hay más atractivo para el mercado, magma tectónico de todo lo que no es genuino, que reciclar lo pintoresco en forma de etiqueta. Antes, un restaurante tradicional existía, a secas. Ahora, se anuncia; y lo hace con la palabra en sí, “tradicional”, cosida como un reclamo publicitario más al cartel. En entornos urbanos proliferan negocios de cocidos, lechazo, oreja y casquería que, más que recuperar una tradición, proponen una inmersión turística. Y no sólo para el guiri con sandalias y calcetines que quiera probar “comida española”, sino para el hipster –tal vez, también, con sandalias y calcetines– que acude a ese mundo de carpetovetónica fotogenia en busca de una experiencia. Es otra clase de turismo este –estético, socioeconómico, político–, pero turismo al fin y al cabo.
De repente, el mejor plan para un grupo de amigos de entre 30 y 40 años es irse a comer un cocido un sábado. Pero mientras la comida tradicional se romantiza en ciertas ciudades grandes –especialmente en esa que empieza por M–, en gran parte del tejido autonómico es indisociable de su dinámica social. Nadie ha dejado nunca de comer churrasco o pote con sus amigos en, digamos, A Coruña o Gijón. De ahí que convenga trazar una suerte de ontología de lo tradi en el comer para separar el grano de la paja, la carne magra del tocino y el folclore de la impostura.
Antes, un restaurante tradicional existía, a secas. Ahora, se anuncia; y lo hace con la palabra en sí, 'tradicional', cosida como un reclamo publicitario más al cartel
Comensalía y cultura del comer
Antes de clavar el caprichoso tenedor de la razón entre los siempre correosos filamentos del consumo español, es importante abordar el sentido cultural de la comensalidad: qué implica sentarse a comer con otro, por qué lo hacemos, por qué nos gusta. “La alimentación es un acto social impregnado de múltiples relaciones sociales, en particular en entornos de relaciones próximas, como la familia y los amigos”, dice Cecilia Díaz Méndez, catedrática de la Universidad de Oviedo y experta en sociología de la alimentación.
De acuerdo con Díaz Méndez, el acto de reunirse, darse palmadas en la espalda, y besos, y pellizcos mofleteros, mientras asamos chuletas, interesa no sólo por las chuletas, que también, sino precisamente por las relaciones que hay alrededor de esas chuletas. La académica subraya así la importancia específica que la gastronomía compartida tiene en la creación de comunidades culturales, afectivas y políticas dentro de nuestro país: “La alimentación en España estructura la vida social tanto o más que el trabajo, pues divide el día en dos grandes períodos y reúne a las personas en torno a la mesa. Nuestra estructura horaria se sustenta de manera especial en la alimentación, con dos comidas principales, no solo una en la tarde, como sucede en la mayoría de los países del resto de Europa, y con unos horarios que alargan el día y sobre todo la tarde, lo que nos permite llenarla de actividades con otras personas”.
En entornos urbanos proliferan negocios de cocidos, lechazo, oreja y casquería que, más que recuperar una tradición, proponen una inmersión turística
Díaz Méndez señala que en España tenemos dos paradas extradomésticas fundamentales: el “vermú” y el “tardeo”. Tanto el templo del aperitivo como la vespertina invocación anarrósica están asociadas a nuestro horario laboral partido, que divide el día en dos (hambrientas) mitades: el pincho de media mañana y la caña de la tarde. “Son muchas horas sin comer”, arguye la socióloga con empatía. El ritmo de vida español, pues, imprime una necesidad histérica de picoteo, que se hermana con esa otra costumbre tantas veces vertebradora de épica: la comilona.
Ética y política de la comilona: los casos vasco y gallego
Un español –incluido el que jamás se definiría como tal– disfruta, ritualiza y conspira comiendo. Es célebre el adagio periodístico según el cual, tras el 23F y el asentamiento de la Transición, el ruido de sables dio paso al ruido de tenedores: esas reuniones entre políticos y empresarios que agitan las estructuras del Estado a fuerza de alargadas sobremesas. Pero no sólo se hace –o se deshace– país en los reservados; también desde el gran intestino civil del provincianismo: las sociedades gastronómicas.
En su ensayo Modernización reluctante. Cultura plebeya y economía moral en el País Vasco, el sociólogo alemán Andreas Hess definió los txokos como las “arterias de la sociedad vasca”. No es casual que el largo preámbulo del proceso de paz, aquellas antológicas reuniones entre Jesús Eguiguren y Arnaldo Otegi que precedieron a la negociación final con ETA, fueran, sobre todo, para comer y ver qué tal iba la cosa. Preguntado en 2012 sobre si aquellos encuentros en un caserío de Elgóibar tenían un pronunciado carácter político en sus inicios, el mesonero Pello Rubio respondía: “No te creas. Entre los años 2001 a 2005, haríamos unas 40 reuniones, unas 40 comidas o cenas. No teníamos un calendario fijo. A veces nos reuníamos para desayunar, otras veces para comer y, muchas otras, para cenar; dependía de sus agendas”. ¿Hubiera alcanzado Euskadi la paz si, en vez de en el caserío Txilarre, Eguiguren y Otegi hubieran comido en una pizzería?
La alimentación en España estructura la vida social tanto o más que el trabajo, pues divide el día en dos grandes períodos y reúne a las personas en torno a la mesa
Un país se mueve a fuerza de platos de la casa: no hay más. De ahí la importancia de la comilona en el hilvanamiento simbólico de las naciones. Lo sabe la izquierda abertzale, lo saben las fuerzas independentistas catalanas que organizan “calçotadas republicanas” y lo sabía la derecha fraguista, que patentó en los 80 una forma masiva de vertebrar el rural a golpe de paparota: los célebres mítines peperos con gaitas, pulpo, churrasco y empanada que confundían –y aún confunden– su puesta en escena con una romería. En ese no saber si está uno saludando al novio de una boda o al candidato a una gobernanza, el PPdeG encontró una manera de instalar a la autonomía en un marco clientelar y conservador por la vía que más desconcierta a la izquierda: la vía festiva.
No es casual que, ahora que Galicia parece asomarse a una posibilidad cierta de romper con esa hegemonía, los candidatos del cambio hayan aparcado de su agenda la necesidad –por otra parte muy progresista y amparada por el consenso científico– de reducir el consumo de carne. Nada puede vigorizar más al PP feudal que arrogarse el papel de únicos defensores de comer con alegría. Tal vez la izquierda gallega haya aprendido la lección de Lula da Silva, que recuperó el poder en Brasil reivindicando eufórico que “o povo tem que voltar a comer um churrasquinho e uma cervejinha” (el pueblo tiene que volver a comer churrasco y cervecita). Si hablamos de poder, un churrasco no es ni de izquierdas ni de derechas, un churrasco es del pueblo.
Madrid, Madrid, Madrid
Pongamos ahora música de chotis. A diferencia de lo que sugieren las teles de San Sebastián de los Reyes, Madrid no es el mejor termómetro posible para tomar la temperatura real al conjunto del país, pero sí nos resulta útil para entender la caricatura que España se hace de sí misma. También a la hora de comer.
La diseñadora gráfica e ilustradora Camila Viéitez es una de tantas gallegas emigradas a la capital. Vecina de Lavapiés, en apenas unos años ha pasado de compartir laconadas con sus amigos de Santiago de Compostela a modo de liturgia periódica a ver cómo los madrileños la convocan a tomar el aperitivo en museos castizos (y entrañables) de los horrores.
“En Madrid, lo que se ve por la calle es que los restaurantes o bares tradicionales están siendo reabiertos por empresarios jóvenes que mantienen el menú de siempre, como por ejemplo el Melo's, que tiene un bocadillo de lacón muy emblemático”, explica Viéitez. Y amplía: “También hay muchos sitios que parecen bares castizos, porque han mantenido la decoración, pero que luego, a nivel de carta, no lo son. Y por último, están los bares castizos que siguen manteniendo la misma oferta y en los que ves a algunos modernos”.
Aprovechando el ojo clínico de Camila Viéitez para leer los itinerarios de seducción entre lo clásico y lo contemporáneo –como ilustradora, ha popularizado el género de los bodegones de emojis, retratos de naturaleza muerta decorados con repertorio icónico de WhatsApp–, le preguntamos si Madrid está experimentando un revival de casticismo en su hostelería. ¿Vuelven los jóvenes a comer entraña? “Dentro de Madrid es cierto que se ha puesto de moda y está bien visto ir a comer torreznos a bares con barra plateada de latón y paredes con azulejos, pero no sé si es un negocio con mucho futuro, ya que la mayor parte de la gente de más de 30 años tiene unos niveles de digestión que no permiten comer muchos torreznos”, ironiza.
Para la artista, la presencia de tapas típicas es secundaria en este fenómeno: “El hecho de que haya torreznos en la carta se convierte en una cuestión estética, porque la gente va a esos bares castizos a hacerse una foto mientras se toman una caña, una gilda o un vermú y ya está, podrían no servir torreznos y poner simplemente un cartel que dijera 'hay torreznos' y el reclamo funcionaría igual”.
Que haya torreznos en la carta se convierte en una cuestión estética, la gente va a esos bares castizos a hacerse fotos mientras toman una caña, una gilda o un vermú. Podrían no servir torreznos y poner un cartel de 'hay torreznos' y el reclamo funcionaría
Capitalismo y jamones pendulares
En septiembre del 2023, el grupo ultrarracionalista Homo Velamine –célula de agritpop vanguardista que amenizó el armario de Esperanza Aguirre con una camiseta confesional, que clausuró la manifestación del Día de la Mujer desplegando una gran bandera rojigualda y que, en un intento kamikaze de satirizar el sensacionalismo periodístico alrededor del caso de La Manada, acabó encontrando su ruina judicial–, realizó una acción poético-política en el lugar más insospechado del casticismo culinario: el Almacén central de los Museos del Jamón, en Madrid. Descontentos con la nueva decoración del local, que cambiaba sus señas de identidad más deliciosamente apolilladas por elementos de orden estético esterilizado, recogieron más de un centenar de firmas contra los cambios y entregaron un pasquín protesta al gerente del local. Entre sus peticiones, exigían la “sustitución de bombillas hipsters por los antiguos fluorescentes”, la “restitución de los jamones del techo” y el retorno de “los luminosos con los nombres 'La Central del Buen Gusto' y 'Marcelo Muñoz e Hijos S.A”.
Hemos hablado hasta ahora de catalanes que comen jugosos calçots por su patria, de vascos que brindan con txacoli para acabar con el terrorismo, de gallegos que se embuten de carne de cerdo para abandonarse a los brazos del caciquismo (o para conjurarse contra él). Todos ellos, actos de comensalía folclórica y honesta, sin dobleces. Pero ¿qué sucede cuando acudimos a lo castizo, o a su expresión formal más chocarrera, en busca de un disfrute resabiado por el jijí? Contactado para este artículo, Anónimo García, el cabecilla de Homo Velamine, defiende que “es imposible acercarse a un elemento cultural de otra época si no es desde la ironía. ¿Puedes ser aristotélico, comunista o punki hoy de forma preirónica? Solo si te falta un hervor”.
Las dinámicas turistificadoras explotan lo experiencial, degradando los paisajes culinarios a través de rituales fingidos, decorados que esconden realidades de pobreza y falta de dignidad gastronómica
Aunque la ofensiva de su colectivo en el Museo del Jamón respondía a una resistencia contra dinámicas gentrificadoras, el activista no parece especialmente preocupado ante la absorción, por parte de grandes superficies hosteleras, de las identidades antaño folclóricas para convertir el tipiquismo en una etiqueta de mercado. “Si el capitalismo hace eso es porque el Pueblo lo pide, y el Pueblo siempre sabe lo que hace”, objeta Anónimo, “por otro lado, nada vincula mejor que el capitalismo: tú vas a la otra parte del mundo y todo es extraño, pero ves un Starbucks y sientes tranquilidad”.
El historiador Jose Berasaluce, director del Máster de Cultura Gastronómica de la Universidad de Cádiz, sí parece más inquieto por el fenómeno, que en conversación con elDiario.es define como una “mercantilización de lo auténtico”. “Las dinámicas turistificadoras explotan lo experiencial, degradando los paisajes culinarios a través de rituales fingidos, decorados que esconden realidades de pobreza y falta de dignidad gastronómica”, amplía Berasaluce. Cuando una franquicia abandona la grasaza para cubrirse de bombillas nórdicas, se enmudecen las risitas posirónicas pero también se produce una crisis de identidad gastronómica y una pérdida de patrimonio culinario, en opinión del experto.
Más o menos igual que cuando la pescadera gritona destripamerluzas es sustituida en la plaza por un Nexus-6 empeñado en cortar sashimi a ritmo de reel de Instagram. “En este clima neoliberal gastronómico de las ciudades también se encuentran en peligro los mercados de abastos públicos que están siendo gourmetizados, es decir privatizados, generando nuevas formas de exclusión de los grupos más marginales”, abunda Berasaluce.
Lo 'tradicional' puede ser una rutina en el pueblo y un reclamo de marketing en la ciudad; del mismo modo que puede insinuarse como motivo de risa cínica para unos y de orgullo popular para otros, o incluso de ambas cosas a la vez
Como hemos visto, el comportamiento gastronómico de esa cosa llamada España difiere del rincón en el que hundamos la cuchara. “Lo tradicional” puede ser una rutina en el pueblo y un reclamo de marketing en la ciudad; del mismo modo que puede insinuarse como motivo de risa cínica para unos y de orgullo popular para otros, o incluso de ambas cosas a la vez. Ahora bien, todo relato tiene su ética. Y si un travelling es una cuestión moral, un jamón colgado del techo o un cochino plantado en el centro de una romería con una manzana en la boca, también.
En realidad, la única diferencia moral verdaderamente observable en la comida de toda la vida, y sus usos y vicios y costumbres, es la ruta para acercarse a ella. Un grupo de amigos que comparte un churrasco como medio epicúreo de verse los unos a los otros y acabar haciendo un karaoke no ofrece fisuras en su conducta. La suya es una historia feliz. Sin embargo, ese mismo churrasco, organizado por un partido político con el fin de controlar a otros, transforma la curvatura costillar del cerdo en una sonrisa tétrica. De igual manera, no es lo mismo comer cocido para participar en un ritual carnavalero que para seguir la última tendencia de TikTok, como tampoco lo es abrazar una taberna gastroaberrante por amor y reivindicación sincera de las disidencias trash que para erguir un índice nelsoniano y hacer: “ja-ja”. Conviene saber por qué nos acercamos a un torrezno. Tal vez no somos exactamente lo que comemos, pero nuestra forma de comer sí dice bastante de cómo somos por dentro.