Año 2023. Alguien –puede que usted mismo, lector, lectora– sale de un restaurante en el que no ha estado a gusto. Quizás ha sido la atención de los camareros, quizás el decalaje entre la expectativa de un plato y el sabor de ese mismo plato en boca. Quizás ha sido el precio, quizás el ruido del local. Masticando la decepción como un chicle seco, esta persona indeterminada –que, insistimos, puede ser usted– se aleja del establecimiento mientras, paso a paso, toma conciencia de ser algo parecido a eso que llaman cliente insatisfecho y una de sus manos, a lo mejor la izquierda, a lo mejor la derecha, se siente magnetizada hacia el teléfono móvil que espera, inquieto, en un bolsillo.
Y ahora plas: la imagen queda interrumpida por un flashback. Viajamos 54 años atrás hacia un despacho lóbrego entre los pasillos de la Escuela de Ingeniería y Ciencias Aplicadas de la Universidad de California, en Los Ángeles. Un estudiante, Charley Kline, se pone al mando de una computadora gigante y logra comunicarse con otro ordenador ubicado a 600 kilómetros de distancia, en el Instituto de Investigación de Stanford. Algo parece estar naciendo mientras Kline teclea la letra “l” sucedida de la letra “o” en un intento –algo accidentado, pero finalmente exitoso– de escribir “login”, y eso que nace es Internet. Fin del flashback: vuelta al presente. La persona indeterminada que ha salido, molesta, de una cena, alcanza su móvil, busca el nombre del restaurante en Google y aprieta con su pulgar una solitaria e inclemente estrellita de un abanico de cinco posibles. “Nada recomendable…”, añade con insidiosos puntos suspensivos. El círculo se ha cerrado.
Las reseñas de Google, TripAdvisor, El Tenedor y otros agregadores de Internet se han convertido, desde hace años, en un cemento imprescindible para nuestro ocio. Ya nadie se atreve a salir a comer a una ciudad desconocida con la incertidumbre del explorador que atraviesa la manigua a machetazos, sino que todo movimiento ha de pasar, antes, por el profiláctico filtro de las reviews y las estrellitas. Necesitamos ir sobre seguro; saber cuál es el prestigio exacto al que exponemos nuestro tiempo libre. Y ahí irrumpe Internet como borrador gigante a cuya mente colmena fiamos cada una de nuestras decisiones.
El impacto económico de las reseñapps en el mercado de la restauración alcanzó los 1.400 millones de euros en nuestro país en 2018 e influyó en la creación o sostenimiento de más de 15.000 puestos de trabajo, según un informe de la consultora PwC que analizó los casos de TripAdvisor y El Tenedor. No es descabellado preguntarse, por tanto, qué lugar ocupamos nosotros, los reseñadores, en esa economía emergente. Si al poner estrellas compramos un cierto tipo de ilusión –sea esta una ilusión de venganza o de influencia; una ilusión de poder, en suma– ¿con qué la estamos pagando?
Ya nadie se atreve a salir a comer a una ciudad desconocida con la incertidumbre del explorador que atraviesa la manigua a machetazos, sino que todo movimiento ha de pasar, antes, por el profiláctico filtro de las 'reviews' y las estrellitas
La cultura del castigo
Lo mejor de Internet es que ha democratizado la opinión pública. Y lo peor, exactamente lo mismo. El Crítico, esa figura que antaño cristalizaba en tótem de un elitismo tan temible como ridículo –en el mundo de las artes, en el de la gastronomía; en el que fuera–, es hoy cualquiera de nosotros. ¿Quién podía imaginar, en los años 90, que todo el mundo querría ser Jay Sherman? “Los críticos nos regodeamos en las reseñas negativas, que son divertidas de escribir y de leer”, proclamaba Anton Ego, el memorable antagonista de Ratatouille, en el monólogo final de la película. En 2023, todos llevamos una máquina de regodeo en el bolsillo.
Jesús Soriano conoce bien la dinámica porque ha sido víctima de ella. Desde hace años, este camarero valenciano recopila en sus cuentas de Twitter e Instagram –ambas bajo el nick @soycamarero– algunos de los abusos más espeluznantes que le hacen llegar sus colegas de sector. Gran parte de esos comportamientos déspotas corresponden a sus jefes –mediante ofertas de trabajo indecentes, cuando no ya ilegales–, pero otro tanto por ciento importante nos lo debe a nosotros: los clientes que dejamos reseñas estúpidas como colofón a un berrinche. “Últimamente hay clientes que usan las apps de mala manera, como vía de escape a sus pataletas. Da igual que tengan o no razón a la hora de quejarse de una mala experiencia, ellos ante las reseñas quieren tenerla y a veces dejan comentarios que pueden hacer mucho daño a la empresa”, se lamenta. Para este influencer de la precariedad hostelera, hay auténticos bullies de la estrellita que “sólo ven lo malo, porque cuando el trato es exquisito no abren el móvil para ponerte nada” y “creen que al pagar un producto o servicio, llevan en ese precio el tener la razón, aunque no sea así”.
Hay clientes que usan las apps de mala manera, como vía de escape a sus pataletas. Da igual que tengan o no razón al quejarse de una mala experiencia (...), a veces dejan comentarios que pueden hacer mucho daño a la empresa
Uno de los flancos oscuros de este fenómeno es que no hay árbitro que regule el juego sucio. El review bombing (campañas de desprestigio sistematizadas) y otras trampas quitan el sueño a muchos profesionales. De acuerdo con Soriano, poco puede hacer un restaurador ante una opinión injuriosa: “Los restaurantes están desamparados, cuando intentan denunciar una reseña fraudulenta tarda muchísimo en hacerse y en muchos casos ni la retiran. El tema de las reseñas deja de ser creíble, ya que cualquiera puede poner barbaridades incluso sin haber pisado el restaurante, y eso distorsiona completamente la realidad de la situación”.
Este poder divino para poner en jaque un negocio provoca que muchos propietarios se vean en la disyuntiva de entregarse a esa máxima que otorga la razón a sus clientes por el simple hecho de serlo o de proteger a su plantilla. Y no todos toman el camino de la virtud. “Muchos apoyan a sus empleados y no dejan que se les falte al respeto, pero también he visto despidos por una mala reseña. Todo depende de si te toca un buen jefe o un mal llamado empresario que es capaz de pisar la reputación de su equipo por salvar ese cliente”, denuncia Soriano.
Su testimonio es elocuente. Mientras para algunos usuarios las reseñas ayudan a tejer una red de seguridad ante posibles atropellos, para otros acelera, tecnocapitalismo mediante, esa metástasis moral que convierte a la víctima en verdugo.
Los restaurantes están desamparados, cuando intentan denunciar una reseña fraudulenta tarda muchísimo en hacerse y en muchos casos ni la retiran. Deja de ser creíble, cualquiera puede poner barbaridades incluso sin haber pisado el restaurante
La vida de los otros: cinco estrellas
Pero cuidado: no todos los reseñistas son pequeños Napoleones conscientes de contar con un arma perfecta en sus teléfonos para vengar las afrentas al paladar. Hablamos de un mundo de grises que también admite la bonhomía, la curiosidad sincera e incluso la filantropía.
Laura Gallardo tiene 30 años y vive en Barcelona. De cara al público, trabaja como project manager. En su vida íntima, cultiva un perfil de Google Reviews con más de un centenar de contribuciones. “Me gustan los conciertos y desayunar fuera”, reza en el encabezado de este. Se define como adicta a las reseñas; a ponerlas y a leerlas. Y defiende su utilidad. “Es un cliché pero es cierto, la motivación son los sentimientos extremos. Cuando algo me encanta, necesito dejar constancia; cuando algo es deficiente, y sobre todo cuando las reseñas que había leído anteriormente eran muy positivas, me invade un sentimiento de justicia”, cuenta a elDiario.es.
Gallardo asegura tener un sistema basado en filtros. El primero es encontrar un restaurante nuevo a través de la recomendación de influencers 'foodies' de su zona. El segundo, chequear las críticas más recientes de Google. “La tercera criba es ver qué acentúa la gente en las reseñas negativas para identificar patrones comunes. Por ejemplo: si más de cinco personas dicen que el encargado es un gilipollas, tiene que ser verdad”, explica.
Es un cliché pero es cierto, la motivación son los sentimientos extremos. Cuando algo me encanta, necesito dejar constancia; cuando algo es deficiente, y las reseñas que había leído anteriormente eran muy positivas, me invade un sentimiento de justicia
Una pendiente peligrosa en este tipo de interacciones llega cuando el restaurante responde a un varapalo. Aunque a veces la mejor defensa es un buen ataque, no suele ser así en el mundo de la reputación corporativa. Gallardo confiesa que se queda pendiente del feedback de sus comentarios para calibrar si han tenido alcance atómico o se han quedado en una inofensiva mascletá. “Hago seguimiento, pero porque soy una puta friki. Si me contesta el negocio, estoy pendiente o miro cada tantos meses si otros usuarios le han dado manita arriba y les ha parecido útil”, admite.
No es su kink más extremo con el mundo reseñil. A ella, más que dar, le gusta recibir, pues en las críticas online encuentra una ventana a la vida de los otros en forma de vibrante literatura de lo real. “Busco reseñas de sitios a los que no voy a ir, en ciudades que no voy a estar, porque me gusta leer las historias que hay detrás las reseñas de Google. Son una especie de cartografía experiencial y emocional”, detalla. ¿Y en qué tipo de locales suele ciberhurgar? “Busco negocios que se dediquen a cosas particulares, tipo saunas gays, detectives, puticlubs, y la gente cuenta ahí realmente sus miserias. También en las paradas de metro. Es muy divertido”.
Estrellas al peso
Javi Ribas es otro de los adictos consultados para este artículo. Creativo publicitario de 27 años con decenas de reseñas en su haber, sostiene que puntúa restaurantes para “recompensar a los que lo hacen bien”, pero deja entrever su frustración ante la tendencia del sistema por desnivelar cualquier matiz cargando toda su matemática en los extremos. Por más que haya cinco estrellas disponibles –diez en el caso de algunos agregadores–, la gente usa, sobre todo, la primera y la última. “La mayoría de los restaurantes tienen notas bastante altas. Es raro ver uno con menos de 3’5 sobre 5. Y si lo hay, generalmente suele haber consenso sobre la baja calidad de ese sitio”, señala Ribas.
A la hora de encontrar una posible explicación, abre un melón delicado: “Existe un mercado negro del que no somos conscientes, porque muchas veces esas reviews están compradas. Ya sea por una empresa que lo hace o por el propio restaurante que casi te obliga a poner la reseña. Un ejemplo tonto lejos de esto: el otro día Juan Gómez Jurado dijo que regalaba su libro en digital a quien le dejase una reseña en Amazon sobre su libro antiguo. Eso es otra forma de comprar reseñas”.
Las empresas que ofrecen 'packs' de reseñas positivas a cambio de dinero se han multiplicado los últimos años
Las empresas que ofrecen “packs” de reseñas positivas a cambio de dinero se han multiplicado los últimos años. Algunas de ellas, como comprareseñas.com, presumen incluso de hacerlo sin recurrir “a medios ilegítimos” como “pagar a terceros, usar bots, cuentas falsas o generadores de reseñas”. Su método consiste en acceder a la base de datos de clientes de la empresa –entendemos que siempre dentro de la Ley de Protección de Datos– y enviar correos electrónicos a los usuarios, proponiéndoles una encuesta de satisfacción que es, en verdad, un espejismo. “El email solicita a los usuarios que valoren su experiencia mediante un formulario. Si el usuario expresa una valoración negativa de su experiencia, el formulario se finaliza. En cambio, si la valoración es positiva, invitamos al usuario a dejar una opinión en Google”, explican desde la compañía. A cambio de 300 euros, prometen 50 reseñas de cinco estrellas. Otras empresas, como imperatool.com, ofrecen a sus clientes elegir a placer el texto y las fotografías de la reseña, así como el género del reseñista, para diseñarse una reputación a medida.
Las agencias de comunicación son unánimes al respecto: una nota inferior a cuatro estrellas en My Google Business es una sentencia de muerte para cualquier negocio. De ahí el éxito de estos servicios. La palabra “bots” parece coquetamente proscrita de las ofertas online, eso sí. Hace unos años era más fácil encontrar webs que ofrecieran de forma explícita ejércitos de autómatas: hoy todas estas compañías especializadas parecen renegar de la práctica, pese a que sabemos que los bots, como las meigas y los vampiros, existir, existen.
Al participar en el casino digital de las reseñas lo que hacemos es algoritmizar nuestras ciudades adaptándolas a un consumo de postal
Capitalismo de la vigilancia
En La era del capitalismo de la vigilancia: la lucha por un futuro humano frente a las nuevas fronteras del poder (Ed. Paidós), la socióloga Shoshana Zuboff analiza cómo nuestra sociedad se ha ido embrollando en una telaraña digital invisible pero omnipresente controlada por las grandes empresas tecnológicas. Su diagnóstico es desalentador: a cambio de gratificaciones inmediatas, hemos normalizado la entrega gratuita de información y datos –de, en fin, nuestra identidad– a una tecnodistopía en ciernes. “Hubo un tiempo en el que buscábamos en Google. Ahora Google busca en nosotros”, lamenta Zuboff en el libro.
Bajo esa misma lupa, podemos concluir que la fiebre de las reseñapps es menos inocente de lo que parece. Los Top 10 de TripAdvisor y El Tenedor arrojan siempre las mismas búsquedas porque la economía digital, lejos de ensanchar el mundo, lo hace más pequeño. Y al participar en el casino digital de las reseñas lo que hacemos es algoritmizar nuestras ciudades adaptándolas a un consumo de postal. La publicidad de Instagram ha pasado de tentarnos con subproductos de los que hemos hablado con nuestra pareja a ofrecernos cosas sobre las que simplemente hemos pensado por una razón: porque si “eres lo que comes”, tu teléfono puede hacer un retrato robot de tu perfil de consumo cuantificando esas opiniones que viertes en él.
Lo que podría servir para proyectos comunitarios y desinteresados, finalmente acaba al servicio del individualismo más cutre. Y así los placeres más conversables de la vida –una película, un libro, una cena– han quedado reducidos en la cháchara 'online'
Es la historia de Internet. Lo que podría servir para proyectos comunitarios y desinteresados, finalmente acaba al servicio del individualismo más cutre. Y así los placeres más conversables de la vida –una película, un libro, una cena: en fin, eso– han quedado reducidos en la cháchara online a una odiosa métrica del gusto. Una donde, además, todos somos enemigos para el otro, potenciales icebergs capaces de hacer naufragar tu reputación. Antes nos preguntábamos cuál era el precio de comprar poder sobre los demás a través de una mala puntuación. Quizás esa sea la respuesta: el precio es saber que el día de mañana la solitaria e inclemente estrellita te la pondrán a ti. O peor aún: no te la pondrán.
Flash forward: el autor que escribe ahora el párrafo final de este artículo comparte el link en sus redes sociales para dar a conocer su trabajo y obtiene como respuesta un puñado de likes severamente adelgazado por las asperezas de la algoritmia y la aparición de un matojo rodador del oeste sobre una música de grillos. Nuevo flash forward: el autor consigue publicar un artículo viral pero al poco se ve obligado a cerrar sus redes sociales porque un error –o una expresión desafortunada, o lo que sea– le condenan a una tormenta de odio digital. Cada cual es víctima de su propia matemática.