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El secreto del Níger

Carlos Conde

Algunas de las grandes gestas del siglo XIX, protagonistas todas de muchos de mis sueños confesables, tuvieron lugar intentando desvelar los misterios del Níger, un río que nadie sabía dónde estaba, ni hacia donde se dirigía, pero que, quizás por eso, ejercía un increíble poder de atracción. Un río con un espíritu rebelde que naciendo en las selvas de Futa Djalon, cerca de la costa, prefiere huir de ella, retorciéndose hasta internarse contra toda lógica en las ardientes arenas del desierto... No, si yo fuera río haría lo mismo, le entiendo perfectamente.

La perspectiva de regresar este próximo otoño a Mali, acercarme hasta el puerto de Koulikoro y navegar en una pinaza por el río hasta Tombuctú me ha hecho pensar en aquellos exploradores que intentaron llegar allí siguiendo un impulso incontenible. Tan fuerte como el que motivó a Gordon Laing a arrastrarse durante 600 kilómetros por el desierto de Tanezrouft, a pesar de estar gravemente herido (recibió dos disparos y hasta 28 heridas de sable de bastante gravedad), el que dio fuerzas a Oudney hasta morir estoico a camello consumido por las fiebres, o arrastró a Mungo Park a internarse en soledad en el interior de África… Muchos otros lo intentaron, Clapperton, Lander… todos, como Joseph Conrad, atraídos por esos espacios en blanco de maravilloso misterio. A ellos también les entiendo.

De todos aquellos que lo intentaron, creo que con el que más me siento identificado es con Ledyard. Dicen que fue convocado por la Royal Geographic Society para pedirle que se trasladara a El Cairo y desde allí se internara en el interior de África atravesando un gran desierto desconocido hasta dar con el Níger y desvelar su secreto. Aquel día, cuando Sir Joseph Banks le preguntó cuándo estaría listo para partir, contestó “mañana por la mañana”. Así me gusta, impulsivo y descerebrado, como uno que suscribe.

Mi camino fue diferente, pues el viento había borrado ya los pasos de aquellos aventureros y, aunque mucho menos peligroso, tampoco fue fácil, pues me sorprendieron la rebelión tuareg del Azawad, el golpe de estado del capitán Sanogo, algún que otro ataque terrorista y, lo que es peor, la falta de cobertura wifi en gran parte del itinerario. Por eso, cuando me vi por primera vez frente al Níger, tan cerca de Tombuctú, estrella polar de mis viajes por el Sahara, convirtiendo en realidad lo que tantas veces soñé mientras recorría una y otra vez el mapa con un lápiz, se me llenaron los ojos de lágrimas y el corazón de recuerdos. Aunque quizá fuera el gin-tonic que saboreé viendo el atardecer sobre el Níger desde aquella terraza de Segou, el que ablandó mis sentimientos.

Desde la terraza veía pasar las últimas pinazas del día. Y es que por el Níger hay que viajar así, despacio y en pinaza, viendo cómo en las orillas se van sucediendo grupos de mujeres lavando la ropa, familias de hipopótamos o ancianos a la sombra de algún gigantesco baobab, charlando, con todo el tiempo del mundo para perderlo… La pinaza se transforma en el transporte del alma, en un estado de permanente aventura y en continua exaltación de los sentidos. El Níger es el eje de la vida, atraviesa islas de pescadores bozo, aldeas bambaras o ciudades legendarias como Segou y Djenné. Inolvidable el paso por el bullicioso puerto de Mopti al atardecer o la mezcla de aromas (o mejor dicho olores), colores, la música de un djembé o los gritos de los mercados donde acuden por cientos bambaras, dogones, peuls, bozos, songais, senufos, mandingas o tuaregs con sus esclavos bellah. Más allá del puerto de Mopti, el Níger se va adentrando en el desierto, y se percibe la soledad en toda su grandiosidad. Después llega Tombuctú, la Perla del desierto, la ciudad de los 333 santos (aunque ya no quedan tantos), o Gao la capital del imperio Songhai.

En sus orillas nació, mucho tiempo atrás y de la mano del español Es Saheli, el arte sudanés, que consiguió unir agua, barro y paja en una obra de arte sublime y un estilo inconfundible. Acercaros a la mezquita de Djenné, el mayor edificio de barro del mundo, y vedlo con vuestros ojos, pasead por su fachada, mientras se oye la letanía de los niños recitando las suras del Corán… Id a verlo y entenderéis qué digo.

Pero otro día os hablaré de estos lugares, que hoy os quería llevar a Segou. No lejos se encuentran las ruinas de Sekoro, el viejo Segou, la antigua capital del imperio bambara, donde hace mucho ya que el tiempo impuso sus derechos y ahora es tan solo dominio de los muertos.

Allí, en Segou, a orillas del río, después de más de un año de viaje en solitario y tras haber sido apresado, apaleado, robado, engañado, enfermado... fue donde llegó Mungo Park y desveló el secreto del curso del Níger.

Y feliz de la hazaña, mientras le explicaba a un nativo, probablemente un bambara, la importancia de su logro y los muchos sufrimientos pasados para conseguirlo, el nativo sorprendido, y con ese pragmatismo tan propio del lugar, le preguntó ¿es que no hay ríos en tu país?