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No hay solución, solo la salida de pactar el desacuerdo

Puigdemont acusa a Pedro Sánchez de haber renunciado a gobernar

Joan Coscubiela

Continuamos empantanados, atrapados en un inmenso cenagal político del que no somos capaces de salir.

Cuanto antes asumamos que a medio plazo no hay solución al conflicto y nos pongamos a buscar una salida -que no es lo mismo- antes comenzaremos a emerger del lodazal.

No hay solución por la vía del acuerdo. A la propuesta de referéndum consultivo pactado, en los términos defendidos por Rubio Llorente, se le ha pasado el arroz. Por mucho que ahora, demasiado tarde, el independentismo que la despreció como pantalla pasada intente resucitarla. Lo mismo le sucede a la reforma federal de la Constitución, una propuesta que nunca salió de los cenáculos federalistas. Hoy estamos mucho más lejos de una solución que en setiembre del 2017.

Durante años han sido muchos los que han menospreciado la profundidad del conflicto y la gravedad de sus consecuencias, ninguneado al adversario, creyéndose sus propios engaños e ignorando la realidad.

El independentismo, emborrachado por el éxito de sus movilizaciones, se llegó a creer la ficción con la que alimentaron la ilusión de su gente y la mantuvieron contra todas las evidencias. Menospreciaron a la mitad de la ciudadanía de Catalunya, ignoraron la fuerza del Estado y generaron la ficción de una DUI exprés y low cost con reconocimiento internacional. Leído ahora suena a broma de mal gusto, pero en los momentos de éxtasis recordar estas evidencias comportaba ser lapidado en el foro público de las redes sociales.

El PP alimentó y vivió políticamente del conflicto con el independentismo, negó reiteradamente su fuerza apostándolo todo a la inminente bajada del “soufle”. Y cuando se vio desbordado delegó sus responsabilidades políticas en los Tribunales de Justicia.

Si lo recuerdo no es para echar la vista atrás, sino porque estos comportamientos pesan como una losa y aún hoy condicionan la actuación de sus protagonistas.

El independentismo, que aún no ha sido capaz de asumir públicamente la inviabilidad de su proyecto ni sus graves errores, está desnortado, solo cohesionado y a medias por la solidaridad con los presos. Continúan instalados en el mandato del 1 de octubre, ignorando que no existe tal mandato democrático ya que se sustenta en unas leyes, las del 6 y 7 de setiembre, claramente inconstitucionales e ilegítimas al haberse aprobado pisoteando los derechos de la mitad de la ciudadanía de Catalunya. Quizás por eso en su relato pasan de puntitas sobre esos días, como si nunca hubieran existido.

Además, sectores importantes del movimiento independentista mantienen la llama del unilateralismo que, en su nuevo relato ficción, espera el momentum para prender de nuevo.

Enfrente, la santísima trinidad de las derechas que, para derrotar al independentismo, apuesta por una sentencia ejemplar que en ocasiones aparece, en sus palabras, más venganza que Justicia. Al mismo tiempo que continúa sin presentar ninguna propuesta política y boicotea todas las que presentan otros actores.

En este escenario, en el que no hay solución, urge encontrar una salida, si no queremos que el conflicto se cronifique y aumente la degradación social y política.

No es fácil, estamos inmersos en una tormenta perfecta, en la que se juntan el juicio a los dirigentes independentistas y las elecciones de mayo. Pero no por ello debemos tirar la toalla.

Para encontrar una salida lo primero es invertir la tendencia, pasar de la escalada a la desescalada del conflicto, un proceso que aunque no lo parezca ya ha comenzado. En el mundo independentista continúan las declaraciones grandilocuentes, pero en el terreno de los hechos los actos de desobediencia son cosa del pasado y en su lugar hay asunción del marco constitucional.

Al otro lado, tenemos un Gobierno de Pedro Sánchez que, con el apoyo de Unidos Podemos y el PNV, ha generado una fuerte discontinuidad en relación al ejecutivo de Rajoy y ha asumido el riesgo político de buscar una salida.

Parece evidente que ello no es posible antes del verano. Serán determinantes los resultados de las urnas que, a estas alturas aún no sabemos si incluirán o no las de las elecciones generales. Y será también muy importante la sentencia que dicte el Tribunal Supremo que, entre la absolución y el delito de rebelión, tiene mucho margen jurídico.

Ahora no es posible, pero cómo lleguemos a las elecciones y cómo salgamos de las urnas, resultará decisivo para dar continuidad a estos esfuerzos o para abortarlos por mucho tiempo. Por eso era y es tan importante la batalla de los Presupuestos del 2019 y explica la reacción ultramontana de la derecha española, más carpetovetónica que nunca.

Ante la imposibilidad de una solución acordada, ha llegado el momento de buscar una salida, pactando el desacuerdo.

¿Qué es eso de pactar el desacuerdo? Es lo que hacemos todos los días, aunque no seamos conscientes de ello, en nuestras relaciones personales y profesionales. Es muy habitual en política y un ejemplo son esas farragosas declaraciones de las cumbres europeas, cuando no son capaces de alcanzar un acuerdo. En la negociación colectiva es frecuente cerrar un conflicto en el que es imposible el acuerdo, pactando el desacuerdo para dejar abierta la vía al diálogo.

Sin duda el llamado conflicto catalán es un terreno mucho más complicado porque hunde sus raíces en el pantanoso territorio de las identidades y se alimenta de emociones, más cercanas a la ira y el odio que a la indignación. En este escenario, en el que prolifera la agresividad, la intolerancia y el fundamentalismo no es fácil movilizar a los moderados y sensatos de cada bloque, ni a los “apestados” equidistantes.

Pactar el desacuerdo pasa por enfriar el clima, orillando el conflicto de fondo, acotando y no exagerando el campo de las desavenencias, buscando un espacio compartido en las reglas de juego democrático que nos hemos dado entre todos. Se trata de evitar la caída descontrolada por el tobogán de la degradación, de ganar tiempo, de manera que si la solución no es viable ahora no se cierre para siempre la puerta del dialogo.

Les advierto a los puristas, entre otros a los que alzaron su voz contra la figura del “relator”, que pactar el desacuerdo tiene un problema. Sus resultados son siempre técnicamente imperfectos y políticamente feos, pero tienen la belleza de los retos imposibles y las apuestas útiles.

Pactar el desacuerdo no es una tarea que pueda recaer solo sobre las espaldas de políticos osados, salvo que queramos llenar el cementerio de la política de políticos valientes.

Es imprescindible la implicación de la mayoría. De la ciudadanía que, con su voto, decidirá el camino a seguir en las próximas elecciones, sea cuando sea que se celebren. Y de los medios de comunicación, profesionales, analistas y tertulianos varios. Si continuamos alimentando lo que Jordi Évole, en una brillante definición, llamó el fast food de las polémicas, pactar el desacuerdo para buscar una salida será misión imposible.

En las próximas horas sabremos hacia dónde nos decantamos. La derecha reaccionaria movió su ficha este fin de semana y aunque ha pinchado en la movilización ha conseguido bloquear de momento el camino hacia la salida. Ahora, con la votación de las enmiendas a la totalidad de los Presupuestos, le toca jugar sus cartas a los partidos independentistas que tienen la oportunidad de mantener viva la esperanza de una salida.

Reconozco que no lo tienen fácil, su margen es muy estrecho, ya que deberán tomar una decisión complicada y arriesgada en la misma semana que se inicia el juicio a sus dirigentes con peticiones de graves penas de prisión.

No me atrevo a pedirles la valentía que ellos exigen a los otros, solo que calibren bien las fuerzas y las consecuencias de todos sus actos, si puede ser aprendiendo de las lecciones del otoño del 2017. Lo tendrían menos difícil si decidieran socializar los costes políticos de sus decisiones, justo lo contrario de lo que siempre han hecho, pleitear entre ellos para ver a quien le colgaban el sambenito de traidor y el estigma de Judas.

Los dirigentes independentistas afrontan el complejo reto de encontrar el equilibrio entre la ética de sus convicciones y la ética de sus responsabilidades. Las dos legítimas, por supuesto, pero de la dosis que de cada una utilicen en su decisión se desprenderán consecuencias muy importantes, entre ellas mantener la puerta abierta para buscar una salida o que ésta se cierre por mucho tiempo.

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