- Este artículo ha sido publicado también en El puercoespín, por ello tiene vocación de contar el proceso soberanista catalán al público latinoamericano
Hace algunos años el escritor y político peruano Mario Vargas Llosa preguntaba desde su tribuna de El País qué se podía esperar de un pueblo que llamaba a las peluquerías perruquerías (que es la traducción catalana del vocablo). Recientemente, y desde aquella misma tribuna, el Premio Nobel hizo referencia a un artículo que el escritor Javier Cercas publicó, también en El País, sobre el derecho a decidir en democracia. “Si una mayoría clara e inequívoca de catalanes quiere la independencia”, escribe Cercas, “parece más sensato concedérsela que negársela, porque es muy peligroso, y a la larga imposible, obligar a alguien a estar donde no quiere estar. La pregunta se impone: ¿existe esa mayoría?”. Mario Vargas Llosa cree que no. Que todo lo que ocurre es sólo un asunto de manipulación política y mediática que no tiene nada que ver con la realidad, con la memoria ni con la dignidad de un pueblo. La prueba está, afirma Vargas Llosa, en que la televisión catalana exhibe “en sus pantallas a unos niños adoctrinados proclamando, en estado de trance, que, a la larga, España será derrotada, sin que una opinión pública se indigne ante semejante manipulación”.
Algo que, parece innecesario aclararlo, no está ocurriendo. El escritor, que vivió cinco años en Barcelona hace casi cincuenta, se complace en su artículo de no haber conocido entonces “a un solo nacionalista catalán. Los había, desde luego, pero eran una minoría burguesa y conservadora sobre la que mis amigos catalanes -todos ellos progres y antifranquistas- gastaban bromas feroces. De entonces a hoy esa minoría ha crecido sin tregua y, al paso que van las cosas, me temo que siga creciendo hasta convertirse -los dioses no lo quieran- en una mayoría”. Y es que Vargas Llosa, como sucede con muchas voces que llegan de América Latina, tiene una relación especial con España y pareciera no comprender por qué alguien quiere romper un país en el que, de algún modo, se reconoce y se siente en casa.
El pasado 11 de septiembre, Diada Nacional de Catalunya, un millón seiscientas mil personas, convocadas por los más de 30 mil voluntarios de la Assemblea Nacional Catalana, organizaron una cadena humana de 400 kilómetros de longitud para expresar su deseo de convocar un referéndum sobre la independencia de Catalunya: La Via Catalana. Yo misma participé de aquella cadena y, antes de salir de casa de mi familia, mi abuela me dijo: “Con esta bandera tu abuelo recibió al presidente catalán cuando regresó del exilio. ¿La quieres llevar?”.
Una semana más tarde el escritor y periodista Víctor Alexandre escribió: “Ahora, como estamos trabajando en la consecución del objetivo que nos hemos fijado, no somos conscientes de la auténtica dimensión de lo que estamos haciendo. Pero en cuanto Catalunya sea un Estado independiente nos daremos cuenta de la meta que hemos alcanzado, del mensaje que hemos transmitido y de la huella que hemos dejado. La Via Catalana será la aportación de Catalunya a las Naciones Unidas como sinónimo de civilidad, de concordia, de firmeza, de perseverancia y de pacífica voluntad de ser. Catalunya no resuelve sus conflictos por medio de coacciones, amenazas y leyes antidemocráticas y absolutistas. La Via Catalana hacia la Independencia pasará a la historia porque no es la vía de las armas y del desprecio, la Via Catalana hacia la Independencia es la vía de las urnas y de la palabra.”
Apenas un día antes de aquella celebración multitudinaria, alegre y familiar, otro escritor latinoamericano, de nacionalidad mexicana, inteligente, culto, descendiente del exilio y residente en Barcelona desde hace pocos años, había escrito en su cuenta de twitter: “Uf, ¡emergen la Catalunya Una, Grande y Libre!”, que es el lema con que el franquismo resumía los tres valores de “la sagrada unidad de España”: una (indivisible), grande (imperial) y libre (no sometida a influencias extranjeras). A este tipo de comentarios ofensivos e ignorantes, que sin duda son producto de la falta de curiosidad por conocer los lugares que habitamos y por combatir la mella que deja el pensamiento único en los pueblos y las lenguas que los enraizan, respondió el escritor Jordi de Manuel en su cuenta de Facebook: “Sería conveniente explicarle al señor Vargas Llosa [y a quienes se expresan como él], que la mayoría de los catalanes independentistas no somos nacionalistas, aunque creo que su cerrazón ideológica no le permitiría entenderlo”. O dicho de otro modo: “Yo no era ni he sido nunca nacionalista”, asegura la escritora Cristina Fallàras. “Nunca pensé tampoco ser independentista. Pero hoy me veo defendiendo lo obvio”.
Si esto es así y la voluntad de independencia, por la que no se ha dejado de trabajar pacificamente desde los inicios del siglo XVIII, hoy es un deseo abrumador que resulta finalmente visible, le pregunto a Muriel Casals, presidenta de la asociación civil Òmnium Cultural, ¿cómo puede ser que un continente que acogió a los exiliados de la República, un país como México que nunca reconoció al gobierno franquista, o sociedades multiculturales como muchos países latinoamericanos, no puedan entender por qué queremos irnos. Y se lo pregunto porque recientemente he escuchado comentarios de amigos chilenos, argentinos y colombianos que cuestionan casi con desprecio nuestro derecho a decidir. A lo que Muriel Casals me responde, sin dudarlo: “¿Acaso no se fueron ellos?”.
“Cualquier país que haya pertenecido al Imperio Español”, me dice el escritor y político Alfred Bosch, “ha vivido este proceso que hoy vivimos nosotros. Nosotros, los vascos -y tal vez los navarros-, somos los últimos en irnos de este imperio que a lo largo de la historia se ha caracterizado por negarlo todo, combatirlo todo e impedirlo todo. Para que este proceso se entienda en América Latina”, asegura, “debería bastar con decir que queremos hacer lo que ellos hicieron 200 años atrás. Es así de simple: Queremos ser como ellos. Queremos tener lo que tienen ellos. Queremos ser libres. Es una cuestión de derechos democrácticos”. Y comenzó hace muchos, muchos años.
En el siglo VII se compiló el primer manual de derecho catalán y a principios del XII surgió la Corona de Aragón tras una unión dinástica que emparentó al Reino de Aragón con el Condado de Barcelona. La Corona de Aragón se conformó entonces como una federación de estados que respetaba las singularidades propias de cada territorio. Y su extensión, que creció con el tiempo, hoy encaja casi con exactitud con los llamados Países Catalanes, conjunto de territorios que tienen como lengua autóctona el catalán o que han sido habitados por catalanoparlantes. Una región de 14 millones y medio de personas que incluye Catalunya, las Islas Baleares, la Comunidad de Valencia, la comarca murciana del Carxe, la aragonesa Franja de Ponent, el sur de Francia, la ciudad italiana del Alguer y el país de Andorra. Y probablemente hoy debiéramos sumar a este conteo a todos los descendientes del exilio que siguen manteniendo, en distintos países de América, el catalán como lengua familiar.
Un siglo después de la creación de la Corona de Aragón, Francia firmaba el Tratado de Corbeil, con el que reconocía la plena independencia de los Condados Catalanes a cambio de que Catalunya renunciara a la Provenza. España todavía no existía. Porque, cuando en 1474, tras la boda de Fernando II e Isabel de Castilla, se unieron dinásticamente los reinos de Castilla y Aragón, ambos siguieron manteniendo sus monedas, su independencia económica, sus límites territoriales, sus culturas, su idioma y las leyes y tradiciones que les eran propias. Y no fue hasta 1714 que nació finalmente España, cuando Catalunya perdió su independencia contra los soldados que arrasaron Barcelona y derogaron los ‘furs’, que eran, desde el el siglo XIII, las leyes locales y territoriales catalanas, sustituídas por decretos y órdenes reales. Lo único que se conservó entonces, y que todavía hoy sigue vigente de aquel modernísimo pacto civil que había nacido hace tantos siglos, es el derecho civil catalán que hoy sigue protegiendo, entre otras cosas, a las viudas y a los hijos que no son el heredero.
En 1716, dos años después de la derrota de Barcelona, Felipe V -primer Rey de la dinastía borbónica-, instauraba el centralismo, proclamaba el Decreto de Nueva Planta que anulaba las Constituciones de Catalunya y pocos años más tarde, en 1723, prohibía la enseñanza del catalán. El Imperio Español se extendía por el mundo, pero los catalanes tuvieron prohibido viajar a las colonias hasta finales del siglo XVIII cuando se les permitió establecer pactos comerciales con América.
En Europa, las guerras entre imperios y monarquías continuaban y los pueblos seguían luchando por su libertad. En 1810 los franceses ocuparon la catalana provincia de Lleida y los catalanes reclamaron la restitución de los furs y los privilegios que les habían sido arrebatados. Y apenas dos años más tarde, en 1812, con la Constitución de Cádiz las Cortes Catalanas recuperan su soberanía y el derecho a elaborar sus propias leyes de acuerdo con los principios de la Revolución Francesa: liberalismo, sobiranía nacional, división de poderes, libertades personales y públicas e igualdad delante de la ley.
España seguía siendo un espejismo. Entre la colonia y las luchas internas, el país tenía unas fronteras difusas e inexactas, a pesar de Felipe II hubiera alardeado alguna vez de que en su imperio “no se ponía el sol”. Es más: en aquella primera Constitución de 1812 ni siquiera se habla todavía de España, sino de las Españas: en plural.
Pero fue un tiempo que duró poco. En 1814 los borbones restauraron el absolutismo e invalidaron las Cortes de Cádiz. En 1868 la peseta se estableció como moneda de todo el territorio español y desapareció la moneda catalana. La lucha por la libertad republicana, sin embargo, alzaba constantemente la voz y en 1872 se proclamó la Primera República Española y se instauró la democracia con un amplio sector de defensores del federalismo.
Fue entonces cuando un grupo de voluntarios trató de restablecer el Estado Catalán, pero fracasaron en el intento y fueron duramente castigados. En 1874 regresaron los borbones, de 1923 a 1930 imperó en España la dictadura de Primo de Rivera, y no fue sino hasta 1931, cuando se declaró la Segunda República Española, que Francesc Macià proclamó la República Catalana y se restauró el Gobierno de la Generalitat. Aquel mismo año se celebraron las primeras elecciones al Parlamento de Catalunya y un 99% de los parlamentarios aprobó el primer Estatuto Catalán. Pero de nuevo se suprimió el regimen autonómico de Catalunya, se invalidó el Estatuto y el gobierno catalán en masa fue detenido y encarcelado.
Llegó entonces la fatídica Guerra Civil y cuando en 1939 Franco se autoproclamó Caudillo de España “por la gracia de Dios”, suprimió las instituciones catalanas, reescribió la historia que se enseña en las escuelas y persiguió el idioma, la enseñanza y la edición del catalán. Un año más tarde, el presidente de la Generalitat, Lluis Companys, fue capturado en Francia por las fuerzas aliadas de Hitler y fusilado en Barcelona. El Gobierno Catalán se mantuvo a partir de entonces en el exilio y desde México continuó al mando de la Generalitat. Casi cuarenta años más tarde, en 1975, murió Franco. Y dos días después regresó la monarquía borbónica y Juan Carlos de Borbón fue proclamado Rey.
El primer gobierno en democracia decretaría la oficialidad de la lengua catalana. En 1977, el presidente número 125 del Gobierno Catalán, Josep Tarradellas, regresaba del exilio y mi abuelo lo recibía en Barcelona con la misma bandera con la que yo celebré la Via Catalana. La Transición bloqueó el posible reclamo a los franquistas. No habría culpas. Y en 1978 se votaría a toda prisa la nueva Constitución. En 1979 en Catalunya se restauraban el Estatuto y la Generalitat. En 1982, en España ganaban las elecciones los socialistas, con Felipe González a la cabeza. Y en Catalunya gobernaba desde 1980 Jordi Pujol, quien sería reelegido cinco veces. Así, entramos en este tiempo democrático que habitamos hoy.
En 1960 Jordi Pujol había sido detenido por la publicación de panfletos democrátas, que el regimen consideró “actividades antifranquistas”. Su juicio, sin garantías jurídicas, terminó cuando Pujol hizo un discurso catalanista y demócrata que supuso su condena definitiva. Fue sentenciado a siete años de prisión, de los cuales cumplió dos y medio en prisión y uno de confinamiento en la ciudad de Girona –que no era la suya-. El movimiento popular que siguió a su encarcelamiento, no obstante, hizo que muchos ciudadanos y ciudadanas de Catalunya lo identificaran con el catalanismo y la democracia, y levantaran la voz en su defensa.
En 1996 la derecha regresó al Gobierno de España tras el triunfo en las urnas de José María Aznar. Y en 2002 Jordi Pujol pactó con el Partido Popular a cambio de una revisión fiscal de la situación catalana. Aquel sería su último mandato y el inicio de una nueva época para Catalunya. Ganarían las siguientes elecciones tres partidos de izquierdas que conformarían el Tripartito. Y en diez años más llegaríamos al momento que vivimos hoy.
“La historia arranca como mínimo hace diez años, cuando en 2003 se forma el primer tripartito, que sirvió para ensanchar el catalanismo a amplios sectores hasta entonces ausentes. Para mucha gente, Catalunya era CiU [el partido que había gobernado durante los últimos veintitres años]. Aquel giro sirvió de caldo de cultivo para abrir la puerta a un futuro paso del catalanismo al soberanismo. De hecho, la ruptura es evidente: en 2003 un 65% de la población estaba a favor del nuevo Estatuto, el mismo porcentaje que en 2013 optaría por el sí entre los votantes de un referéndum de autodeterminación. Desde entonces, la evolución ha sido continua. Las movilizaciones soberanistas arrancan mucho antes de la crisis o de la llegada de Artur Mas al poder. En estas movilizaciones se organiza cada vez más gente -también de entornos de CiU- y se articula un discurso atractivo e integrador que arrincona el nacionalismo y se basa en el derecho a decidir. A diferencia de otros movimientos secesionistas del mundo, en este caso ‘la teoría de que las élites inventan una situación para defender los intereses propios hace tiempo que no se aguanta’, según [el politólogo Toni] Rodon. Por mucho que amaine la crisis, los líderes duden o la consulta no llegue hasta el 2016, el proceso es de difícil reconducción. ”Estamos en una encrucijada crítica, como en los inicios del siglo XX, la Segunda República o la Transición, pero en lugar de cambiar España, ahora nos queremos ir’, concluye Rodonsegún [el politólogo Toni] Rodon“.
El ilusionado movimiento en pro del referendum y la independencia, que únicamente encuentra resistencia en los partidos de derechas o monárquicos, tiene que ver, por supuesto, con el contexto de crisis y rechazo social actuales a las instituciones, la monarquía y los políticos, la impunidad de las clases financieras y la corrupción; pero también con el conocimiento histórico y con un hermoso sentimiento de comunidad que viene de muy, muy atrás.
No le hace que el conservador gobierno del Partido Popular quiera borrar, de nuevo, del mapa español la identidad cultural catalana y nuestro idioma, promoviendo reacciones incoherentes que tratan de mancillar un proceso en el que la mayor parte de la ciudadanía –tanto española como catalana– ha demostrado un civismo, un respeto y una educación dignos de admirar. La catalanofobia ya la habían practicado la dictadura franquista, los borbones, el reino de Castilla y un largo etcétera. Sabemos convivir con esto. Sabemos reaccionar civilizadamente. No es nada nuevo. Pero en el contexto de esta España en crisis, plagada de casos de corrupción, estafas, claroscuros de la monarquía, amiguismos y una impunidad insoportable, la voluntad de decidir del pueblo catalán es una voluntad de democracia que los ciudadanos parecen haber entendido mucho, mucho antes que las instituciones.
Lo explica el escritor gallego Suso de Toro en eldiario.es: “Los franquistas”, nos dice Suso de Toro, “invocarán la sagrada unidad de la patria y el deber del Ejército. Pero quienes creemos en la democracia y no somos catalanes tenemos el deber de reconocer que ejercen la democracia y su libertad y sólo podemos esforzarnos en imaginar el modo de que Catalunya sea lo que libremente desee su ciudadanía”.
La sociedad civil catalana se ha organizado y ha reaccionado al tufo franquista que hoy desprende el gobierno, la crisis, el defícit fiscal, los ataques sistemáticos del Gobierno Español al plan de inmersión lingüística que ha sido un exitoso modelo de respeto y se ha reproducido en muchos otros lugares del mundo en los que las lenguas minoritarias están amenazadas. En definitiva: al hartazgo. Y pretende organizar un referéndum en 2014, cuando se cumplirán trescientos años de la anexión española, para decidir, juntos, si queremos o no independizarnos de España.
Las encuestas dicen que sí: que un 55% de la población está absolutamente a favor, un 20% en contra y un 25% está indeciso y decantándose lentamente hacia el sí. El resultado electoral de estos número, tras el conteo de votos emitidos, sería un amplio 70% a favor de la independencia. Y entonces no habrá vuelta atrás.
No es cierto, como dicen los tópicos, que quienes trabajan para que el referendum sea posible votarían todos que sí; tampoco todos son de origen catalán y ni siquiera hablamos todos el mismo idioma. Pero todos los colectivos sociales, culturales, artísticos, académicos, económicos, médicos o científicos que se están organizando, como dice el periodista y humorista Óscar Andreu -codirector junto con Óscar Dalmau del programa de máxima audiencia de la radio catalana La Competència-: saben que “estamos más preparados que nuestros gobernantes, que siguen funcionando con paradigmas del siglo XIX. Hoy hay un cambio radical y a mí me ha convencido. Porque el independentismo ya no tiene que ver con el folklore, la economía ni la lengua. Sino que tiene que ver con hasta qué punto es mentira cuando se les llena la boca hablando de democracia. La clase política lo ve extraño y ofensivo. Pero la sociedad civil está sobrepasando a la política. Y no sólo en Catalunya”.
Es cierto que algunas de las respuestas a esta petición catalana a veces son vergonzosas por antiguas, casposas, ciegas. Como dice un personaje del monero Forges: “No entiendo cómo hay gente a la que le molesta que se hable, se escriba y se piense en catalán”. A lo que otro personaje le contesta: “Pues porque es a la misma gente a los que les molesta que se hable, que se escriba y hasta que se piense”.
“No afirmaré que quienes escribimos en español estemos exentos de nacionalismo”, dijo recientemente el escritor y filósofo Joan Juaristi en un encuentro literario, “pero es un nacionalismo distinto al de los escritores en lenguas minoritarias afectados por este tipo de ideología”. De hecho, ejemplos como éste hay cientos.
Pero Catalunya es una sociedad sumamente pacífica y los que estamos a favor de la independencia convivimos con toda naturalidad, incluso en el seno familiar, con catalanes que no quieren dejar de ser españoles y que tras manifestarse el Día de la Hispanidad en Barcelona, celebran “una vez más: el civismo del pueblo catalán”. Lo dice el presidente de la Plataforma Som Catalunya, Somos España, formada por una decena de entidades que se sienten españoles y catalanes. Su portavoz, Manel Parra, habla con sumo respeto de la manifestación que convocaron para el 12 de Octubre en Barcelona. Reunieron a unas 30 mil personas, muchas de las cuales llegaron en alguno de los 60 autobuses que pagó el Partido Popular. Cantaban, coreaban y celebraban pacíficamente, pidiendo la unidad de España.
Lejos quedaron los falangistas que insultaron, gritan improperios y pasearon por otra zona de Barcelona con banderas preconstitucionales o emblemas nazis. Son siempre los mismos. Algunos participaron en el ataque del pasado 11 de septiembre contra la catalana Librería Blanquerna de Madrid. Pero no ganan importancia en este proceso cívico y demócrata. No dan miedo. Son casi una caricatura de una España que no vivieron y que apenas recuerdan sin idealizar. Predemócrata.
“No soy muy optimista”, me dice el poeta Jaume Subirana, antiguo director de la Institución de las Letras Catalanas. “Yo creo que España no permitirá de ningún modo el referendum y que el gobierno [catalán] actual no se atreverá a convocarlo fuera de la legalidad. Tal vez porque lo arrinconarán con el ahogo económico. Pero es evidente que estamos inmersos en un proceso general de degradación de la convivencia, el Estado de bienestar y la razonabilidad pública”. ¿Y cómo lo contarías fuera de Europa?, le pregunto. “Como un intento de proceso de emancipación en una nación moderna y un nuevo miembro de la Unión Europea. Como un final retardado del periodo colonial español. Como una muestra del fracaso de España por estabilizarse y arrancar como una nación plural y un estado eficiente”.
“Lo más importante de este proceso independentista no es el independentismo en sí mismo”, asegura el pacifista Arcadi Oliveres, “sino la crítica al sistema. Si el 11 de septiembre [de 2012] salió un millón de personas a la calle, más de la mitad se ha sumado al proceso independentista. Son los mismos que ocuparon la plaza en el 15M. Pero es que, además, saben que hay razones objetivas por las que Catalunya tiene que ser independendiente. Tenemos una historia, una lengua, un espíritu nacional, un modo de hacer las cosas y una idiosincracia que nos hace merecedores de la independencia al margen de la cuestión económica. De hecho, yo elimino el concepto económico de la voluntad de independencia. Catalunya tiene derecho a la independencia porque es un pueblo, una lengua y una historia. Porque quiere hacer una estado nuevo.”
Aún así, la cuestión económica casi no admite dudas. El movimiento que encabeza Arcadi Oliveres, que lo ha formado junto con la monja Teresa Forcades únicamente para atravesar este proceso hacia la autosoberanía, es el único que no quiere que la nueva nación catalana forme parte de la Unión Europea. El resto de partidos y la mayoría de ciudadanos y ciudadanas apenas lo cuestionan.
No formar parte de Europa no está en los planes del consenso que hay en torno al tipo de país que queremos crear. “Queremos la independencia para cambiarlo todo”, se repite en estos tiempos. Y así es. El nuestro, si es, será un país republicano y sin ejército. Algo que significa un plus para muchos, muchos de quienes quieren convocar un referéndum. Pero en este proceso, hay dos cuestiones que pareciera que no admiten discursión: mantendremos el exitoso modelo de inmersión lingüística en una nueva nación que será políglota –tal y como es hoy la sociedad catalana- y seguiremos siendo un miembro de la Unión Europea.
Si nos vamos, repite hasta el cansancio el Gobierno Español, nos expulsarán de la Unión Europea y ellos no votarán nuestra reaceptación. Pero una Europa sin Catalunya hoy resulta impensable. Somos una de las regiones de Europa que más dinero aportamos a la Unión y nuestro PIB [Producto Interno Bruto] es superior a la media. El prestigioso periodista, experto en política internacional, Martí Anglada no duda en afirmar: “En Alemania, Francia y el conjunto de Europa, la gente está preocupada por la viabilidad de España sin Catalunya. No nos podemos engañar. El único que nos quiere hacer creer que se preocupa por la viabilidad de Catalunya es el Gobierno de Madrid. Pero, en esto, está solo. En Europa a nadie le preocupa la viabilidad de Catalunya. El problema de viabilidad lo tiene España y más si le quitan el 19% del PIB [que aporta Catalunya]. Quizás sea hora de ampliar el megáfono y que España decida si quiere vivir parasitariamente de Catalunya o si quieren hacer las reformas que hace 300 años que no hacen. El Estado español ha tenido un parasitismo fiscal con los impuestos de Catalunya históricamente. Usted puede pensar que esto que estoy diciendo es muy fuerte. Sin embargo, el único ministro que tuvo un ataque de sinceridad es Ruiz Gallardón, que fue al Círculo de Economía y les dijo a los empresarios que tuvieran cuidado porque si Catalunya sale de España, España deberá salir del euro. El Estado español no puede continuar con esta ficción, con la pésima administración o con el desbarajuste en la organización territorial y administrativa. Lo saben, y por eso hacen la campaña del miedo”.
Estas son las bazas (y los modos con) que cada Estado está ahora sujetando en sus manos. La realidad es que hoy vivir y pagar impuestos en Catalunya es más caro que en cualquier otra autonomía de España. Sobra decir que la crisis afecta por igual a todos los ciudadanos y ciudadanas españoles. Pero, además, Catalunya padece un déficit fiscal de 16 mil millones de euros anuales. Eso sin tomar en cuenta el recorte del 25% que el Gobierno de España ha dicho que nos aplicará en 2014, probablemente con la intención de ahogarnos económicamente para que recapitulemos de la que habla Jaume Subirana.
Esta situación económica precaria, a menudo comentada por analistas de Europa y los Estados Unidos, y que despunta entre las retribuciones fiscales que en el mundo las autonomías aportan a los estados, resulta insostenible. Pagamos mucho más dinero del que recibimos. Y esto, que hay quien puede considerarlo un argumento sin importancia, afecta diariamente a los miles y miles y miles de ciudadanos catalanes que están en el paro o sin subsidios públicos, afecta a los terribles recortes de la sanidad y por supuesto afecta a los derechos de los inmigrantes, la educación, la cultura y un largo etcétera de ámbitos e instituciones públicas y privadas que han sido sometidas a unos recortes brutales. Muchos hechos por el propio Gobierno Catalán, sin duda. Pero a menudo como resultado de este ahogo económico que parece ser uno de los últimos recursos que le queda al Gobierno de España para evitar que Catalunya se vaya.
El Gobierno Catalán actual, una coalición entre CiU y ERC, estableció un pacto: referéndum con una sola pregunta en el año 2014. Si uno de los dos partidos se echa atrás, el otro puede convocar nuevas elecciones y proponer una elección plebicitaria a la que los partidos catalanes se presentarían con una sola propuesta: SÍ a la independencia o NO a la independencia. Que es el último recurso con el que el Gobierno Catalán trata de hacer un referendum en el marco de la legalidad.
Si España no lo acepta, que probablemente no lo aceptará, la pregunta es qué sigue. Y la respuesta, muy probablemente, sea un referendum popular organizado por organizaciones civiles, ahora acompañadas por el Gobierno Catalán, que nos permita saber cuántos somos y qué queremos hacer. Y, mientras tanto, seguir trabajando desde todos los ámbitos posibles y celebrando todos los actos reivindicativos.
En Catalunya, salen muy bien. Hasta ahora, incidentes: Cero. Enfrentamientos: Cero. Insultos: Ninguno. No se ha reportado un sólo problema en uno solo de los actos celebrados para pedir el derecho a un referéndum. En el mundo se empieza a conocer este movimiento como la Catalan Way y se entiende como una voluntad de pacifismo, civismo y libertad. Que así sea.
“Uno de los valores de nuestra sociedad”, dice Muriel Casals, “es haber sido capaces de convivir desde la pluralidad ideológica, cultural, social y lingüística. Creemos en los valores democráticos por encima de principios sagrados y hemos hecho de estos valores la esencia de nuestra identidad.” Alfred Bosch lo resume así: “No queremos destruir nada, queremos hacer un país nuevo y aprovechar la oportunidad para hacer algo distinto. Y esto, en sí mismo, es algo precioso”.