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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Ausencias y tareas pendientes

Jordi Costa

Si hubiese que buscar una mascota que sintetizase la forma y el espíritu de lo que, se supone, es la llamada Marca España, el Javier Bardem de Huevos de oro (1993) funcionaría a las mil maravillas: el hortera presumiendo de volumen testicular, contemplando su distopía del ladrillo como eco de su fatuo poder fálico, como una declinación jesusgiliana del Howard Roark de El manantial (1949) de King Vidor. Nota al margen: el pelotazo quizá fuera solo la flatulencia de un Estado gaseoso neoliberal que algún día inspiró Ayn Rand. Benito González era la premonición de Eurovegas, un vocacional impersonator de ese Julio Iglesias que un día fue la voz española que sonaba en todos los hilos musicales del mundo, como subrayó Juan Cueto en una soberbia entrevista al intérprete de La vida sigue igual. Era, asimismo, muy interesante detenerse en lo que quedaba de la Cultura en el mundo dorado y genital de Benito González: una estética daliniana reducida a su grado cero kitsch. Bigas Luna no imaginó un futuro de gloria para ese espejismo de poder, inmortalizado tantos años antes de que se empezara a hablar de la Marca España: Benito terminaba turnándose con un garañón latino –encarnado por Benicio del Toro– en la sórdida cama de una doble crepuscular de la primigenia estrella X Vanessa del Río.

Huevos de oro era la segunda entrega de un tríptico sobre la españolidad que se había abierto con Jamón, jamón (1992), brillante ejercicio de casticismo de alto diseño que sintetizaba las esencias patrias en un puticlub de carretera, el toro de Osborne (otro firme candidato para mascota de la Marca España) y una lucha cainita a jamonazos tratada como cita goyesca. La teta y la luna (1994), cierre de la trilogía, trataría otras curvas del ruedo ibérico: los hechos diferenciales y todo eso, con una dialéctica entre lo catalán y lo charnego que expresaba su repulsa a la otredad con referencias al olor a pies y resolvía las diferencias identitarias por la vía de la atracción lúbrica –una verdad de cintura para abajo que no suele entender de ideologías–. Jamón, jamón, Huevos de oro y La teta y la luna son las tres películas que uno le daría a un extraterrestre para que entendiera quiénes fuimos a principios de los noventa, pero, también, quiénes seguimos siendo y quiénes hemos sido siempre. La filmografía de Luis García Berlanga también sería de gran utilidad si, en caso de invasión extraterrestre, uno quisiese captar la benevolencia de los recién llegados. Aunque, probablemente, las conclusiones que se pudiesen extraer del tríptico de Luna y del grueso de la carrera de Berlanga quizá justificarían el exterminio.

Esta pasada semana ha sido especialmente dolorosa para los aficionados al cine de aquí: se han ido Jesús Franco, Mariví Bilbao y Bigas Luna, por ese orden. Y entre la penúltima y el último también llegó la noticia del fallecimiento de Roger Ebert, figura esencial de la crítica de cine norteamericana de vocación mayoritaria que, de hecho, no merece ser recordado por la única cosa discutible que hizo en su vida –pero que, ay, fue tristemente influyente–, sino por los muchos gestos de generosidad, flexibilidad y lucidez analítica a lo largo de una carrera marcada por la pasión de espectador. ¿Qué fue lo malo que hizo Ebert? Popularizar, en sus apariciones televisivas junto a Gene Siskel, lo del neroniano pulgar arriba o pulgar abajo para salvar o condenar una película: un gesto que eliminó el matiz, que alentó la pereza del espectador/consumidor para entender y asimilar las ambigüedades de todo discurso cinematográfico (y, por extensión, de todo discurso crítico) y que mutó en las fastidiosas estrellitas o puntuaciones –de uno a cinco o de cero a diez– que algunos medios de comunicación aún se empeñan en incluir en el encabezamiento de sus críticas o en esos cuadros de valoración que convierten el arte en una competición o en una estúpida carrera de sacos. Ebert merece ser recordado por muchas cosas: por ejemplo, a) por haber escrito el guión de Más allá del valle de las muñecas (1970) der Russ Meyer, una cumbre del cine dionisiaco, y por haber seguido contribuyendo, como escritor bajo seudónimo, a enriquecer el imaginario del Cecil B. De Mille de la épica mamaria en sus aportaciones para la extraordinaria Megavixens (1976) y para la ya barroca y límite Más allá del valle de las ultravixens (1979); y b) por haber tenido gestos tan inusuales (y generosos) en un crítico como el de explicar y razonar un cambio de perspectiva de un día a otro, como hizo en su dos sucesivas crónicas escritas en el Festival de Cannes de 2009, revisando su primera y apresurada opinión sobre el Anticristo (2009) de Lars von Trier.

Disculpen que me ponga sentimental, pero, tras comprobar cómo en la galaxia tuitera hay un porcentaje nada desdeñable de usuarios a los que les gusta sumarse al deporte –¿nacional?– de escupir sobre tumbas recientes, perdonar la vida en 140 caracteres y rebajar el nivel de quienes llevaban el suficiente camino recorrido como para merecerse, como mínimo, mejores maneras, el hecho de recordar lo que nos habían dado Bigas Luna y Roger Ebert me lleva a seguir, de aquí a que acabe este artículo, a seguir rompiendo lanzas a favor de este dorado grupo de ausentes.

Jamás podré olvidar, por ejemplo, el impacto que me causaron las fotos promocionales de Bilbao (1978), el segundo y (para mí, para muchos) revolucionario largometraje de Bigas Luna, vistas en el vestíbulo de un cine barcelonés mucho antes de que tuviese edad legal para poder ver esa película –un pez con una salchicha en la boca y un vaso de leche derramado sobre las nalgas de María Martín: he ahí una iniciación óptico-erótica verdaderamente disfuncional–; ni la inquietud que, durante meses, me provocó el enigmático cartel de Caniche (1979) en la fachada del cine Cataluña; ni la primera vez que vi a Jesús Franco, en los alrededores de una piscina de un hotel en Sitges, mientras se hallaba en pleno rodaje de La punta de las víboras (1994) –también conocida como Ciudad Baja (Downtown Heat)– y, junto a Lina Romay, repasaba en un cuaderno la lista de utillaje que era preciso comprar para esa misma tarde; ni el día en que, muchos años más tarde, Jess y Lina me hablaron del código secreto que compartían con un camarero de Torremolinos para que les sirviese tiernos chanquetes; ni la efervescente confusión que había en el rodaje de Killer Barbys (1996), donde se forjaron tantas amistades duraderas y el paisaje valenciano de Cullera se convirtió en una prolongación de ese no man’s land franquiano donde el Parque Güell es el castillo de Fu Manchú y la lisboeta Torre de Belén funciona como la catedral del deseo secreto de Janine Reynaud… Tampoco podré olvidar esa sesión, ya no recuerdo en qué festival, en que se proyectó La primera vez (2001), el corto debut de Borja Cobeaga, protagonizado por una Mariví Bilbao que, desde la pantalla, inspiró un momento de catarsis colectiva, provocando la respuesta inmediata de cada miembro de la platea con su precisión a la hora de calzar réplicas cómicas. Bigas Luna, Jesús Franco, Mariví Bilbao, Roger Ebert… Todos ellos se han ido antes de que podamos pagarles todo lo que les debemos. Todos ellos se han ido dejándonos una (grata) tarea pendiente: nos queda completar los huecos, nuestras lagunas, poder ir conociéndoles mejor aunque ya no estén… porque, de hecho, seguirán estando.

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