Entrada y salida del euro de Letizia Ortiz Rocasolano
En el artículo sobre economía que Antonio Baños publicó en Diario Kafka explicaba cómo el tiempo se había disuelto en la dinámica del sistema y como el pulso de la crisis late con un ritmo frenético que establece un ya permanente: la noche del mercado de Londres es la tarde del neoyorquino y la mañana del japonés. El ahora acontece de manera trepidante, como en una película de James Bond en la que no hay sucesión temporal ya que el agente está siempre ocupado, sin tiempo para terminar de hacer el amor ni acabar la copa de dry Martini. No tiene tiempo.
Don DeLillo ya advirtió esta mutación temporal después del atentado contra las torres gemelas. Nos han sumergido en un presente constante a través del miedo, decía entonces, ya que nos paralizamos sin poder pensar en el futuro y la experiencia acumulada en el pasado no nos es útil para resolver esta contingencia.
El miedo a perder la vida y el miedo a no tener dinero —en el caso de que se cuente con vida para gastarlo—. El dinero es como la salud: nos damos cuenta de su importancia cuando lo hace presente su ausencia.
El martes, las cámaras de Sky News se pasaron media mañana enfocando, sin solución de continuidad, el portal de Downing Street. Como si se regodearan en este presente eterno, mostraron impasibles a dos funcionarios que no dejaban de repasar una y otra vez una alfombra roja que finalmente Isabel II pisó para entrar a la casa del Gobierno británico y presidir por primera vez en su vida un Consejo de Ministros. La reina pasó por allí para fotografiar su eternidad junto a un grupo de políticos con obsolescencia programada. La reina tiene tiempo y dinero (según la lista del Sunday Times ocupa el puesto 262 entre las fortunas inglesas; un lugar discreto pero no modesto: 310 millones de libras). Tan perenne es la condición simbólica de la reina que el día de la inauguración de los Juegos Olímpicos en Londres se permitió la broma de arrojar su imagen desde un helicóptero sobre el estadio londinense en compañía de James Bond, el paradigma de lo efímero: al contrario que los griegos, ella usa a los dioses no para recordar su condición humana sino para reafirmar su carácter divino.
El rey Juan Carlos se parece poco a su colega británica. Se supone que no tiene bienes personales, su capital simbólico está comprimido en el discurso de un minuto y veintiséis segundos que pronunció en la noche del 23-F y cuando preside un consejo de ministros no es, como en el caso de Isabel II, motivo de júbilo sino razón de Estado para decretar el final de un tiempo y hablar de dinero (no del suyo sino del nuestro), como ocurrió el pasado 13 de julio cuando se anunció el mayor recorte social ejecutado en democracia: 65.000 millones de euros.
No imaginaría Letizia Ortiz Racasolano cuando contaba a los españoles la llegada del euro en unos microespacios de Televisión Española la peripecia de la moneda única ni la suya. La princesa de Asturias entró en el euro ante las cámara de televisión y salió de él, también en un directo catódico, cuando se casó con el príncipe Felipe y su imagen se fundió en una de las caras de las monedas de euro que se emiten para coleccionistas y que celebran su boda.
La película El discurso del rey cuenta cómo Jorge VI, el padre de Isabel II, superó su tartamudez. El argumento incluye una anécdota que ilustra sobre la relación de la monarquía con el dinero. El monarca, antes de ser coronado, se somete a una terapia con un logopeda, quien le apuesta un chelín a que el tratamiento será efectivo. El futuro rey, como es obvio, no lleva dinero encima, razón por la cual el terapeuta le presta un chelín para concretar la apuesta. Más adelante, en una visita posterior a la coronación, el monarca le da al logopeda la moneda que le debía y le habla de su incapacidad, de su falta de fuerza para reinar. El logopeda, entonces, le da coraje y le recuerda que su padre ya no está allí. “Sí”, contesta el rey, “está en ese chelín que le he dado”. El terapeuta se lo enseña y le dice: “Su cara es la siguiente que estará aquí”.
La cara de los reyes es la cara del dinero y su valor simbólico es el que les da el cuerpo social. Durante la Transición en una moneda de 100 pesetas se reproducía el rostro de su garante —de la Transición—, quien más tarde pasaría a confundirse con las monedas de euro, la misma moneda que anunció su nuera y en cuyo carácter simbólico se acabaron confundiendo los dos.
Así como la reina Isabel II se arrojó con un dios de lo temporal como lo es James Bond, Letizia Ortiz saltó desde un set de televisión de la mano del euro, otro símbolo de lo efímero, para caer en palacio, pero no con él, sino confundida en él. Bond y la reina cayeron juntos pero no revueltos: la suerte de la reina no está sujeta a la del dios que eligió.
El crítico británico Frank Kermode propone una bella conjetura acerca del tiempo. Según Kermode el tictac del reloj es una trama en la que tic es el principio y tac el final. El cuento del tiempo que nos contamos ya que en realidad la onomatopeya del reloj es tic- tic.
El tiempo del mercado y de la monarquía tienen leyes propias que basan en un supuesto real: la eternidad del tic-tic apoyado en la monotonía del reloj. Pero la ficción es, como se sabe, la verdad de las mentiras: el tic suena a la espera de un tac.
Letizia Ortiz llegó con el euro y con él se confunde en un ahora monárquico, permanente y conjetural: tic-tic.