En cierto sentido siempre hay partes de nuestra vida en las que tenemos que pasar a la clandestinidad. Toda pasión que merezca tal nombre, por ejemplo, es clandestina, necesita ser protegida y nos exige (o nos ofrece) un nombre de guerra, una identidad ficticia y mensajes en clave que no puedan ser interceptados.
Sin embargo, no nos pongamos tan estupendos. Para mí, como para cualquier español del último tramo del siglo pasado, la clandestinidad por antonomasia es el antifranquismo.
En ese sentido creo que merece un recuerdo (emocionado, por mi parte) Gabriel Celaya. Él fue el poeta clandestino, el que se sentía “un ingeniero del verso y un obrero”, el más brechtiano de los escritores de entonces, que dirigía su obra al pueblo y no a los cenáculos literarios.
Y así le fue, por supuesto, casi nadie le recuerda ya, hoy que se valora incluso a los más repelentes y adocenados poetas del Régimen o contra él.
En mi infancia y primera juventud, leía mucho a Celaya, como también a Blas de Otero y a León Felipe. Tenía la edad que tiene mi hija ahora, poco más o menos, cuando conocí a una chica, Celia, que me gustaba tanto que le hablé de mis lecturas. Celia me dijo que era sobrina de Celaya. Ese mismo fin de semana me fui al Retiro, a la Feria del Libro y compré un ejemplar de Cantos Iberos para que me lo dedicara el autor.
Todo esto hoy resulta difícil de creer, pero en aquella época, la de la feliz desconexión, no había Internet ni móviles, así que los chavales, cuando acabábamos de jugar al futbolín, nos poníamos a leer. Nos sobraba tiempo. Nuestras redes sociales eran bares que solían tener nombres como La Ría de Pontevedra y, en lugar de descargarnos música y películas, nos prestábamos libros y casetes grabadas.
El caso es que el poeta me pareció un hombre cordial, muy simpático y afectuoso. Le conté que me gustaba una sobrina suya y se reía a carcajadas. Me recomendó que, en lugar de tanta poesía, mejor la sacara a bailar lento.
Más de treinta años después, me cuesta recordar la cara de aquella chica, pero no he olvidado el apretón de manos de Celaya y aún me sé de memoria sus poemas (sobre todo, seamos sinceros, aquellos a los que puso música Paco Ibáñez), y uno de los pocos libros que conservo es aquel ejemplar, con Celaya en la portada caracterizado de obrero del verso:
Con su correspondiente dedicatoria:
El poema que propongo leer es “España en marcha”. No hay, en mi opinión, mejor expresión de lo que significa la clandestinidad: una España oculta como una corriente subterránea, una España que quiere salir a la calle por fin, en 1955, que es cuando lo publicó. Para mí, aún sigue teniendo actualidad, porque no creo que hayamos conseguido salir a la calle todavía ni luchar como importa.
Nosotros somos quien somos.
¡Basta de Historia y de cuentos!
¡Allá los muertos! Que entierren como Dios manda a sus muertos.
No vivimos del pasado,
ni damos cuerda al recuerdo.
Somos, turbia y fresca, un agua que atropella sus comienzos.
Somos el ser que se crece.
Somos un río derecho.
Somos el golpe temible de un corazón no resuelto.
Somos bárbaros, sencillos.
Somos a muerte lo ibero
que aún nunca logró mostrarse puro, entero y verdadero.
De cuanto fue nos nutrimos,
transformándonos crecemos
y así somos quienes somos golpe a golpe y muerto a muerto.
¡A la calle!, que ya es hora
de pasearnos a cuerpo
y mostrar que, pues vivimos, anunciamos algo nuevo.
No reniego de mi origen,
pero digo que seremos
mucho más que lo sabido, los factores de un comienzo.
Españoles con futuro
y españoles que, por serlo,
aunque encarnan lo pasado no pueden darlo por bueno.
Recuerdo nuestros errores
con mala saña y buen viento.
Ira y luz, padre de España, vuelvo a arrancarte del sueño.
Vuelvo a decirte quién eres.
Vuelvo a pensarte, suspenso.
Vuelvo a luchar como importa y a empezar por lo que empiezo.
No quiero justificarte
como haría un leguleyo.
Quisiera ser un poeta y escribir tu primer verso.
España mía, combate
que atormentas mis adentros,
para salvarme y salvarte, con amor te deletreo.