“Ojo: vienen por nosotros”, decía un paranoico y no le creyeron
Hace pocos días los periódicos y las redes sociales hicieron saltar la sospecha de que la compañía Skype (adquirida el año pasado por Microsoft) podría estar incumpliendo el compromiso de privacidad y revelar conversaciones telefónicas a agencias gubernamentales. No es imposible. Ignoro si los Tuaregs de Mali o los miembros de Al Qaeda utilizan Skype para intercambiar información sobre sus acciones, o lo hacen con WhatsApp, pero el caso es que al leer la noticia recordé que la semana anterior había llamado a Iberdrola para averiguar el importe de mi recibo. El sistema automático me advirtió de que la conversación podía ser grabada, aunque me daba el derecho a negarme apretando la tecla del dos. Confieso que me sentí muy confundido, y solo dispuse de una fracción de segundo para considerar si estaba preparado o no para asumir las posibles consecuencias de tan grave decisión, que comprometía una parte esencial de mi intimidad. Vaya uno a saber si Iberdrola no termina difundiendo por todas partes el importe de mi recibo de la luz.
En el último siglo, la técnica ha logrado extender hasta límites inimaginables las propiedades del ojo y de la voz. Desde nuestros inicios embrionarios hasta el último aliento, somos grabados, filmados, escrutados, escaneados por motivos médicos, de vigilancia, de seguridad nacional, o simplemente para que una determinada actividad se presente envuelta en el prestigio de la “representación objetivada”.
Victor Tausk, uno de los más brillantes discípulos de Freud, publicó en 1919 un artículo titulado “De la génesis del aparato de influencia en la esquizofrenia”. Allí describía una forma de delirio psicótico en el que el paciente testimonia ser objeto de la perniciosa influencia de una supuesta máquina que ejerce su acción a distancia. Como siempre, es necesario cierta dosis de locura (a veces una sobredosis) para adelantarse al tiempo. Los esquizofrénicos de Tausk fueron auténticos visionarios, que predijeron un mundo donde la realidad y el delirio se confunden y se tornan cada vez más indiscernibles. Matrix, The Truman Show, Minority Report, son algunas de las ficciones que poco a poco dejan de serlo. “Sonría, lo estamos filmando”, reza un cartel a la entrada de muchos comercios, para que no olvidemos que después de participar en los saqueos habremos de ser rápidamente identificados mediante un programa informático de reconocimiento de rostros.
Todavía recuerdo cuando en los grandes almacenes Macy’s de Chicago entré con mi mujer al probador de hombres, yo para probarme unos vaqueros, y ella para darme su opinión. Un minuto después, una voz masculina salida de un imperceptible altavoz disimulado en el techo nos advirtió de que la presencia de mujeres no se admitía en el probador de hombres. Solo entonces prestamos atención al cartel que informaba sobre la prohibición, con el misterioso añadido: “La empresa garantiza que los monitores conectados a las cámaras instaladas en el probador son vistos exclusivamente por personal masculino”, aclaración que podía despertar toda clase de fantasías lúbricas, o incluso la tentación de desnudarnos en el acto y quedar inmortalizados en la portada del Chicago Tribune.
Lo cierto es que esta curiosa anécdota encierra en el fondo la estructura del delirio y la alucinación. La voz del probador bien podría haber sido una alucinación verbal, y el sentimiento de ser observado por una cámara es un tópico clásico del delirio paranoico. Evidentemente, existe una diferencia fundamental: la certeza paranoica le atribuye al perseguidor una intención perversa y destructiva. “El Otro busca mi mal” es el lema del paranoico, la intuición mayor que rige la lógica de su pensamiento y pone al conjunto de sus acciones en estado de máxima alerta. ¿Pero hasta qué punto estas ideas son específicas de la paranoia, y no comienzan a extenderse —legítimamente— como una sensación que a todos nos invade de forma paulatina? Hasta ahora, las teorías conspirativas podían clasificarse como una variante colectiva de los delirios paranoicos. Hoy en día, a la luz de lo que sabemos sobre la banca Morgan Stanley, las escuchas de Murdoch, los centros de detención clandestinos en Europa, las cuentas del PP en Suiza, y otras curiosas revelaciones, la certidumbre de ser víctimas de una conspiración que busca nuestro perjuicio, incluso nuestra aniquilación, deja de ser una ficción delirante para convertirse en prueba de inequívoca lucidez. Gracias al constante empeño de políticos, banqueros, tecnócratas y demás siervos del terrorismo financiero, la paranoia es ahora un estado normal del espíritu, un signo de cordura, una prueba de sano juicio.
La convivencia humana y el funcionamiento de los principios democráticos solo pueden prosperar en un espacio regido por la confianza, y la confianza consiste en admitir la buena fe de aquello que no puede demostrarse de antemano porque es invisible. Quizás deberíamos reflexionar sobre cómo la realización técnica y biopolítica de un mundo sustentado en el delirio de la transparencia y la visibilidad absolutas acaba por reducir a cenizas los lazos simbólicos de la confianza, que solo pueden sobrevivir si admitimos un límite a lo que se puede saber, si respetamos en los seres humanos el derecho a conservar aunque más no sea una mínima porción de intimidad.
La paranoia es el síntoma contemporáneo de una sociedad que ha perdido el valor de la confianza, un valor que se sostiene en un orden de la verdad que no es enteramente demostrable, ni evidente, ni asimilable a ninguna realidad empírica. El envés de esta ideología de la visibilidad (exacerbada por el paradigma tecnocientífico de que todo puede ser traído al plano de la representación, incluido el color que adopta el cerebro cuando un objeto sexual nos hace cosquillas o nos peleamos con la compañía telefónica) es el progresivo oscurecimiento del poder. A la microfísica del poder postulada por Foucault y a la era líquida diagnosticada por Bauman, deberíamos añadirles la macrofísica de la globalización, que permite a los agentes causales de la desdicha actual desaparecer por los intersticios de la web. ¿Quiénes son? ¿Dónde están? Las estrategias de ocultación y borramiento de la responsabilidad nos dejan a merced de la paranoia generalizada, que al fin de cuentas es el intento de dar contenido a nuestro sentimiento de ser objeto de una maquinación que vulnera nuestras vidas, que ofende nuestra dignidad, y que amenaza incluso la supervivencia. Y como en las malas películas, los buenos que prometían defendernos resultan ser los malos. Cada vez más malos.
En la década de los setenta, las dictaduras latinoamericanas secuestraron y eliminaron a miles de personas. Ahora, en la Europa que siempre vuelve a rezumar su vieja podredumbre, nos secuestran los derechos, la educación, la salud, y la protección de nuestros miembros más frágiles. No es necesario estar loco para deducir que alguna conspiración se ha puesto en marcha.