Tras algunos tratos con el maldito adrede Leopoldo (María) Panero, sus hermanos y su madre, Claudio Rodríguez le escribió a esta última, Felicidad Blanc, un diagnóstico lapidario: “Sois unos señoritos de Astorga y nada más”.
Diez años después de la muerte del poeta, Clara Miranda, su mujer (ella se ha negado siempre a llamarse viuda), recordaba que Claudio Rodríguez “desde muy pequeño pasó por cosas que le hicieron sufrir, por cosas muy tristes”, pero añadía que fue un hombre alegre: “Claudio era así. Él era muy vital. Pensaba que la vida era maravillosa y estas cosas las dejaba de lado. Él decía que todo era salvación”.
Esas “cosas muy tristes” de la vida de Claudio Rodríguez, a estas alturas, las sabe todo el mundo (o al menos demasiada gente). Muchas tienen que ver con el dinero y por eso el dinero adquiere en su poesía un protagonismo que contrasta con el “gratis total” de la poesía de sus contemporáneos. Cuando Antonio García Berrio le comparaba con Jaime Gil de Biedma (“aquella inteligencia complacida” define García Berrio a Gil de Biedma con acierto), señala precisamente esa diferencia: “Biedma era, según la impresión que quiso dar, de aquellos a quienes el buen gusto y la falta de necesidad les debilita el deseo del portento energúmeno”.
Biedma era un señorito y eso explica las limitaciones de sus versos, que al fin y al cabo son belles lettres. Claudio Rodríguez en cambio, por necesidad, se lanzó al “portento energúmeno”. Debió de ser un horror para él, pero fue una ganancia incalculable para la poesía y para quienes gustamos de leerla.
Cuando Claudio tenía trece años, murió su padre y se quedaron en la ruina, y ahí empieza esa necesidad de ganar dinero y esas “cosas muy tristes” que le persiguieron toda la vida. Se puso a hacerse cargo de unas tierras que les quedaban y aprendió a tratar con gente del campo. Se hizo alegre, ya lo hemos dicho, y andariego, muy aficionado a beber y a madrugar.
La relación con su madre, que después de viuda adquirió una mala (muy mala) reputación en la provinciana Zamora, se hizo muy difícil. Se dirige a ella en el poema En invierno es mejor un cuento triste, a medio camino entre el pliego de descargo y la confesión pública:
Conmigo tú no tengas remordimiento, madre. Yo te doy lo único que puedo darte ahora: si no amor, sí reconciliación.
Así comienza y continúa, cómo no, hablando de dinero (y de catres):
Con leyes a mansalva que me daban razón, un cruel masaje para alejarme de ti; historias de dinero y de catres, de alquileres sin tasa, cuando todas mis horas eran horas de lobo, cuando mi vida fue estar al acecho de tu caída, de tu herida, en la que puse, si no el diente, tampoco la lengua, me dan hoy el tamaño de mi pecado.
El final es estremecedor: le pide a su madre que se asome como antes a la ventana:
Mira a tu hijo que vuelve sin camino y sin manta, como entonces, a tu regazo con remordimiento.
Así se vio siempre: sin manta y sin camino, “peatón celeste”. En una ocasión, en Santander, oí a varios poetas recitar su poema favorito de César Vallejo. Claudio Rodríguez eligió, por supuesto, aquel de Trilce que acaba así:
Cuando ya se ha quebrado el propio hogar, y el sírvete materno no sale de la tumba, la cocina a oscuras, la miseria de amor.
El 1 de agosto de 1974, apareció esta noticia en la sección de Sucesos del diario Abc:
APUÑALADA EN UN CLUB
Una joven de veintiocho años de edad, llamada, al parecer, María del Carmen Rodríguez García, falleció a consecuencia de las gravísimas heridas que le produjo un individuo con una navaja en el club donde trabajaba. El agresor, que al parecer era novio de la víctima, se presentó de forma inesperada en el club, donde, sin mediar palabra alguna, asestó varias puñaladas, dándose seguidamente a la fuga. La Brigada de Investigación Criminal ha iniciado activas gestiones para aprehender al autor del suceso.
La noticia es un poco más precisa (y reveladora, al menos para quienes conocemos Madrid) al día siguiente en La Vanguardia:
HOMICIDIO EN MADRID: UNA JOVEN APUÑALADA
Una mujer joven resultó muerta casi en el acto ayer, a primera hora de la noche, al ser apuñalada en la espalda en un “club” de la calle José Arcones Gil, número 70. Los hechos —acerca de cómo se produjeron no se tienen muchos detalles— se registraron sobre las 9 de la noche. La víctima fue María del Carmen Rodríguez García, de 28 años de edad, que vivía en la calle de Servando Batanero, número 27. El supuesto autor del homicidio, que se dio a la fuga inmediatamente después de asestar la mortal puñalada, parece que ha sido identificado por la policía, que le está buscando activamente.
La calle José Arcones está al lado de García Noblejas, que en los años 70 no era lo que suele llamarse un área distinguida. La calle Servando Batanero, no demasiado lejos del club de alterne (pues no se trataba un club inglés, por cierto), está en un barrio que era entonces aún menos distinguido, en La Elipa.
La mujer asesinada era hermana de Claudio Rodríguez, que recuerda (y elabora poéticamente) la tragedia en el extraordinario poema, ‘Herida en cuatro tiempos’, que abre el libro El vuelo de la celebración. ¿No lo has leído? Pues no pierdas más rato leyendo esto: corre a la biblioteca pública más cercana.
El poeta, que ya gozaba de cierto reconocimiento, y ganaba algo de dinero (poco) sin pagar un precio (tan) alto, dando clases en la universidad, habla de su cama, que fue “nido” y ahora es “alimaña”:
No volveré a dormir en este daño, en esta ruina, arropado entre escombros, sin embozo, sin amor ni familia: entre la escoria viva. Y al mismo tiempo quiero calentarme en ella, ver cómo amanece, cómo la luz me da en mi cara, aquí, en mi cama. La vuestra, padre mío, madre mía, hermanos míos, donde mi salvación fue vuestra muerte.
Termina con estos versos:
Y que tu asesinato espere mi venganza, y que nos salve. Porque tú eres la almendra dentro del ataúd. Siempre madura.
Conocí un poco, gracias a mi amigo Julio Vélez, a Claudio Rodríguez, que no tuvo una vida fácil, pero fue, ya se ha dicho, un hombre alegre, generoso y bueno. Se le podrían aplicar las palabras que él dedicó a Eugenio de Luelmo:
Cuando amanece alguien con gracia de tan sencillas como a su lado son las cosas, casi parecen nuevas, casi sentimos el castigo, el miedo oscuro de poseer.
Poco poseyó Claudio Rodríguez, siempre tuvo problemas de dinero, y quizá por eso sabía ver: “Porque no poseemos, vemos”, asegura en varios poemas.
Tampoco gozó de trabajos estables ni de las sinecuras que es habitual dispensar a los poetas laureados. Por no ser, ni siquiera fue un rojo oficial: militó en el partido comunista al parecer sólo durante unos veinte minutos, lo que tardó en pelearse con el hermano de Jorge Semprún (de otra familia de señoritos, aunque éstos no eran de Astorga).
Hay que leer su poesía una y otra vez, debería ser obligatorio o al menos la alternativa a esa Religión que unos y otros se empeñan en inculcar a los niños.
Cuando pienso en sus poemas, me viene a la cabeza la palabra “inminencia”. Bajo ellos siempre late algo que está a punto de emerger, una salvación o una condena, algo cuyo viento ya mueve las ramas y los versos anunciando su llegada, aunque aún no sepamos si nos trae un don o un castigo.
Entre el temblor ante la inminencia de lo que está a punto de llegar y la lucidez de lo que ya se ha cumplido traza un amplio arco la breve e intensa obra de Claudio Rodríguez.
Creo que es interesante leer juntos estos dos poemas en que aparece el dinero (como en muchos otros de Claudio Rodríguez). Son una buena muestra de cómo supo transformar la necesidad en “portento energúmeno”.
El primero es del libro Alianza y condena, de 1965:
DINERO
¿Venderé mis palabras hoy que carezco de utilidad, de ingresos, hoy que nadie me fía? Necesito dinero para el amor, pobreza para amar. Y el precio de un recuerdo, la subasta de un vicio, el inventario de un deseo, dan valor, no virtud, a mis necesidades, amplio vocabulario a mis torpezas, licencia a mi caliza soledad. Porque el dinero, a veces, es el propio sueño, es la misma vida. Y su triunfo, su monopolio, da fervor, cambio, imaginación, quita vejez y abre ceños y multiplica los amigos, y alza faldas y es miel cristalizando luz, calor. No plaga, lepra como hoy; alegría, no frivolidad; ley, no impunidad. ¿Voy a vender, entonces, estas palabras? Rico de tanta pérdida, sin maniobras, sin bolsa, aun sin tentación y aun sin ruina dorada, ¿a qué la madriguera de estas palabras que si dan aliento no dan dinero? ¿Prometen pan o armas? ¿O bien, como un balance mal urdido, intentan ordenar un tiempo de carestía, dar sentido a una vida: propiedad o desahucio?
El poema que invito a leer al lado de éste es del libro Casi una leyenda, publicado en 1991.
UN BRINDIS POR EL SEIS DE ENERO
Heme aquí bajo el cielo, bajo el que tengo que ganar dinero. Viene la claridad que es ilusión, temor sereno junto a la alegría recién nacida de la inocencia de esta noche que entra por todas las ventanas sin cristales, de mañana en mañana y es adivinación y es la visión, lo que siempre se espera y ahora llega, está llegando mientras alzo el vaso y me tiembla la mano, vida a vida, con milagro y con cielo donde nada oscurece. Y brindo y brindo. Bendito sea lo que fue maldito. Sigo brindando hasta que se abra el día por esta noche que es la verdadera.
Separados por un cuarto de siglo, los poemas se unen como haz y envés de una hoja, atravesados por las mismas nerviaciones (palabra muy querida por Claudio), dialogan entre sí y también con el resto de su obra.
El primero tiene un aire barroco, quevediano, no sólo por el tema, sino por su gusto por la paradoja (dinero para el amor, pobreza para amar; rico de tanta pérdida; pan o armas; propiedad o desahucio), por el conceptismo (los opuestos, las contraposiciones, las simetrías, etc.), por el recio lenguaje (alza faldas, abre ceños, etc.) y hasta por la dificultad, que se extiende incluso a la de leer bien (aun sin tentación, sin tilde, es incluso sin tentación: no todavía sin tentación). Al mismo tiempo, se va deslizando hacia una interrogación sobre el sentido de la poesía (¿para qué construimos madrigueras de palabras?), que junto con el dinero es la gran ficción circular que nos intercambiamos.
El segundo en cambio tiene un aire clásico, es decir, de engañosa facilidad. En el fondo creo que remite a un mundo antiguo, a ese tiempo mítico, pagano o religioso, en el que todo se convierte en su opuesto y bendito es lo que fue maldito.
Los dos son facetas del mismo motivo: el dinero. Ambos se articulan sobre la pérdida: “no como hoy”, dice el primero, mientras que el segundo evoca la pérdida de la infancia, al comparar la noche de Reyes de un adulto con la del niño que fue. En ambos hay esa inminencia de algo que va suceder (lo que siempre se espera y ahora llega, /está llegando mientras alzo el vaso) y ese temblor anhelante, dubitativo ante la naturaleza de lo que adviene: salvación o condena.
O ambas cosas a la vez, como en aquel tiempo fuerte de los mitos y de la poesía, por qué no.