Como cada Navidad, mi tío enarboló el cuchillo y sentenció orgulloso: “Por esto, por esto, los chinos... matarían”. A continuación me ofreció ceremoniosamente la hoja afilada del cuchillo para que retirara la loncha de jamón serrano que ondeaba en su extremo.
Mi tío, como yo, como todos, hablando de España es capaz de pasar varias veces de la euforia futbolística a la depresión apocalíptica en lo que tardas en bajarte un quinto. Encarnamos a la perfección la imagen que los señores de negro de la Unión Europea tienen de los españoles: hidalgos ciclotímicos.
Entre villancico y villancico, yo leía a Baudrillard. Aprendí de la defunción de los grandes relatos tradicionales que habían sustentado nuestra cultura. Se desintegraba la política, se pulverizaban las religiones, se evaporaban las identidades nacionales. El tiempo era deglutido por un bucle sin fin, pero a los españoles siempre nos quedaría el jamón.
A continuación leí a Sennett. Descubrí que el capitalismo había corroído hasta el hueso el último reducto de nuestra identidad, el relato laboral. Resultaba imposible construirse una identidad laboral cuando, fruto de la mecanización, desaparece el oficio y tenemos que cambiar de profesión numerosas veces en nuestra vida.
Decenas de patas de jamón más tarde me topé con Bauman y sus tiempos líquidos. Comencé a barruntar por dónde irían los tiros. Para dejar de sufrir teníamos que licuar nuestras esencias y orgullos y crear identidades líquidas que fluyeran con los tiempos. Lo de insistir en ser ente sólido era pura cabezonería mía, be water, my friend (perdón, me dio la depresión).
En paralelo a estas lecturas yo constataba la muerte lenta del concepto de marca –trabajo en comunicación comercial y política–. Los ciudadanos y consumidores iban desconfiando de las marcas comerciales y políticas; compraban las marcas blancas de los hipermercados y dejaban de votar.
Fue degustando un cinco jotas cuando el concepto de storytelling me golpeó en la cabeza. La herramienta para construir nuestras identidades, la solución al escepticismo del ciudadano, el antídoto contra la crisis de las marcas era... ¡el relato! ¡Cómo no lo había visto antes! Si tenía algo que comunicar, ¡sería mejor que lo contara! Un relato alimentaba nuestra identidad al revelar una verdad cultural importante en nuestras vidas. Un relato era persuasivo porque está cargado de emociones y sensaciones. Un relato era una unidad de sentido capaz de resistir a la fragmentación de canales y medios provocada por las nuevas tecnologías de comunicación.
El relato era la única estructura sólida que, como una linterna china, era capaz de flotar para iluminar nuestras vidas líquidas. Aprendí que no debíamos tener experiencias vitales sino materiales narrativos para enhebrar nuestro relato personal.
Los políticos no debían labrarse una reputación sino un relato. No había que construir imagen de país sino relato de país. Me puse a dar conferencias y escribí libros magníficos sobre storytelling (perdón, me vine arriba).
El otro día paseaba por el barrio gótico de Barcelona ojeando el periódico. Superábamos los cinco millones de parados, la Corona se agrietaba, el Papa dimitía. Descubrí que comía carne de caballo sin saberlo. Mi relato de país volaba en pedazos por los aires. Un político acusaba de antipatriotas a unos manifestantes porque –según él– sus quejas dañaban nuestro relato de país en los mercados exteriores, una herramienta crucial para proteger nuestras exportaciones. Le faltaba pedir a la ciudadanía que aguantara las calamidades en silencio, como hacían los viejos carteles propagandísticos de la guerra civil.
Aturdido, me paré ante una tienda que vendía jamón a los turistas. Olía de cine y las lonchas envasadas tenían una pinta estupenda. Miré los precios. No me lo podía permitir.
Entonces entró un turista chino y compró diez paquetes.
A los españoles siempre nos quedará nuestro relato.