La obsolescencia literaria es tan cruel como la obsolescencia deportiva. Hay muchos autores que tras gozar durante siglos del favor de los lectores, caen en desgracia y son sepultados en el olvido. Y no porque dejen de jugar, como los futbolistas, sino porque su juego, lo que escriben, deja de seducir a los lectores.
Las novelas pastoriles, de las que hablé las semana pasada, fueron tan populares durante el siglo XVI como lo son hoy las novelas policíacas. Pero un buen día los lectores empezaron a preferir libros más realistas y dejaron de disfrutar con los lamentos de aquellos pastores tan delicados como irreales.
¿Sucederá lo mismo con la novela negra? ¿Quedará un día obsoleta? ¿Esos libros que narran la comisión de un delito y su resolución resultarán tan incomprensibles para los lectores del futuro como lo son para nosotros los libros de pastores?
Imposible decirlo. Al contrario que en el deporte, donde la obsolescencia está programada por la biología y se puede predecir, la obsolescencia en la literatura es impredecible y sólo se puede hablar de ella a toro pasado.
El fraile franciscano Antonio de Guevara es un buen ejemplo de escritor que tras gozar durante unos cuantos años de fama y prestigio internacional deja un buen día de resultar interesante y acaba siendo olvidado.
Guevara lo tenía todo para gustar. Sus libros eran ensayitos que ofrecían algo más que mero entretenimiento y que estaban además plagados de citas antiguas, algo que a la gente le encantaba. Lo moderno entonces era ser antiguo.
Un revival llamado Renacimientorevival
Allá por 1500 lo que se llevaba en literatura era la imitación de los escritores clásicos, principalmente de los que habían escrito en latín. Se imitaba su sintaxis y se cultivaban sus temas en una especie de revival de la Grecia clásica y de Roma, que nosotros hemos llamado Renacimiento.
Hagamos un poco de memoria.
Todo había empezado cien años atrás, en el siglo XIV, cuando un puñado de ricos notarios italianos insatisfechos con el mundo que les había tocado vivir volvieron sus ojos a la vieja civilización romana, que conocían algo y admiraban mucho a través de los pocos restos que se habían conservado. Tanto se identificaban con aquella manera de vivir que dedicaron todo su tiempo y todo su dinero a conocerla mejor.
Pulieron su latín y durante años buscaron entre los polvorientos legajos que yacían olvidados en las bibliotecas catedralicias los textos perdidos de sus escritores favoritos: Virgilio, Horacio, Cicerón...
Y encontraron cosas, ya lo creo: muchos de los textos clásicos que hoy podemos comprar cómodamente en cualquier librería fueron descubiertos y reconstruidos por aquellos aficionados.
Sí, reconstruidos, porque muchas veces lo que encontraban era diferentes versiones del mismo texto, y entonces tenían que aplicar una técnica para deducir cuál era la versión más fidedigna.
Así nació la filología, una disciplina prestigiosa entre otras razones porque requería tener mucho dinero para poder dedicarse a ella. No todo el mundo podía encerrarse días y días en la Biblioteca Capitular de Verona, examinar legajos polvorientos hasta encontrar por ejemplo las cartas personales de Cicerón, leerlas, examinar las diferentes copias, hacer una lista de las variaciones que presentaban, decidir en cada caso cuál era la más fidedigna, reconstruir el texto original y explicarlo con anotaciones.
Había que tener la vida resuelta para poder perder el tiempo de esta manera. Y eso era lo que quería el público del siglo XVI, la legión de nuevos lectores que trajo consigo la invención de la imprenta: querían parecer humanistas. Les fascinaba la imagen culta, adinerada y sensible de aquellos filólogos, que todavía no se llamaban así. Les fascinaba, pero no tenían el dinero suficiente para dedicarse a expurgar manuscritos, ni tenían los conocimientos para hacerlo. Por no saber, no sabían ni latín.
Y aquí es donde aparece Guevara.
Sermones y performancesperformances
Guevara ofrecía cultura humanista sin dolor, erudición sin bibliotecas y citas clásicas sin conocimientos de paleografía. Los libros de Guevara daban a sus lectores un barniz de cultura clásica para el que no se necesitaba haber leído mucho. Ese fue el secreto de su éxito. Literatura para nuevos cultos, un producto que ha vuelto a ponerse de moda.
Con esta información —y con esta— se comprende mejor que Guevara decidiera dedicar un libro a un tema de tanto prestigio como el beatus ille.
Pero no hay que dejarse engañar por el título: Menosprecio de corte y alabanza de aldea, publicado en 1539, no es una sucesión de escenas bucólicas como las que Hefesto grabó en el escudo de Aquiles. Es casi todo lo contrario. En este libro de Guevara el mundo rural no está idealizado. Sí, se reconoce que es mejor vivir en la aldea que en la corte, pero no se oculta la dureza de la vida campestre ni el riesgo de fracaso que tiene para un cortesano —para un urbanita, diríamos hoy— dejarlo todo y retirarse del mundo.
Vale, es mejor vivir en la aldea. Pero ¿mejor para qué? Mejor para el desarrollo de las virtudes cristianas y mejor en definitiva para la salvación del alma. Antes que escritor, fray Antonio de Guevara es fraile, no hay que olvidarlo. Fraile predicador. Y su obra, un sermón de veinte capítulos donde tanto la corte como la aldea han dejado de ser lugares físicos para convertirse en estados mentales.
Pero, ojo, que nadie crea que sermón significa aquí aburrimiento. Había pocas cosas más entretenidas que un buen sermón. Es lógico que fuera así: los sermones servían para enseñar, sí, pero para enseñar deleitando. Y además eran propaganda, herramientas para captar fieles, publicidad. Así que tenían que hipnotizar desde el principio. Quizás ahora, al lado del cine, de la televisión, de los videojuegos y de las instalaciones de algunos artistas conceptuales, un sermón —sobre todo si ha sido compuesto por Rouco Varela— sea una pieza insoportable. Pero hacia 1539 los sermones eran las únicas piezas —audiovisuales, por cierto— que tenía la Iglesia para hacer proselitismo.
Sí, piezas audiovisuales: los predicadores no sólo clamaban desde el púlpito, sino que se ayudaban en su argumentación de todas las pinturas, símbolos e imágenes que decoraban las paredes de la iglesia donde ejecutaban su performance.
Además, los oyentes, los fieles, solían ser gente sin demasiada cultura, gente normal y corriente, de gustos y costumbres no especialmente refinados, cuya atención se esfumaba en cuanto aparecía el aburrimiento. La manera más sencilla de metérselos en el bolsillo era trufar el sermón de anécdotas, historietas y chascarrillos. Eso mantenía vivo el interés.
Había manuales que enseñaban a componer buenos sermones. Y había también compilaciones de anécdotas, de cuentos y citas para uso exclusivo de los predicadores. No hay duda de que el fraile Antonio de Guevara había recibido este tipo de adiestramiento y de que estaba familiarizado con esas colecciones para su trabajo. Para su trabajo como predicador y para su trabajo como escritor, porque no es tan fácil separar el uno del otro.
Por eso, Menosprecio de corte y alabanza de aldea está salteado de citas, de cuentecillos, de anécdotas y chistes. Nada por otra parte que no encontremos en las obras de otros clérigos metidos también a escritores.
Sólo que las citas de Guevara y los episodios protagonizados por personajes históricos con los que hacen más digerible su discurso eran en muchos casos completamente inventados.
The Great Pretender
Pero a los primeros lectores del siglo XVI eso les daba igual. No es que les diera igual: es que no se les pasaba por la cabeza que Guevara les estuviera dando gato por liebre. Lo que decían los libros era siempre verdad, punto. Tendrían que pasar todavía algunos años y tendrían que escribirse ciertos libros para que los lectores se habituaran a algo que para nosotros es natural: la verosimilitud, el realismo, las mentiras literarias contadas como si fueran verdad.
A esos nuevos cultos les bastaba con saber que hubo un gran poeta llamado Homero, el cual fue en la vida tan famoso y en la muerte tan llorado, que pelearon entre sí siete muy grandes pueblos sobre quién guardaría sus huesos. Que la anécdota —ésta y otras muchas, casi todas— fuera falsa era algo en lo que no entraban, en lo que no podían entrar.
Salvo excepciones: un contemporáneo de Guevara, un profesor de lengua y literatura llamado Pedro de Rúa, se olió el pastel y él sí se tomó la molestia de rastrear todas las falsedades y de publicarlas una a una en varias piezas que hoy llamaríamos cartas al director.
Guevara se defendió recordándole al maestrillo De Rúa que hubo también otro género de escritores que aunque publicaron sus obras con título de Historias, se pueden llamar fabulosas narraciones más que Historias; y ellos se pueden llamar fabuladores o poetas, pero no historiadores, porque intentan complacer a los oídos con graciosas maneras de decir y con nuevos o inopinados casos más que con verdadero hechos.
Pese a su posmodernidad avant la lettre, Guevara es hoy un escritor desconocido para el lector común y obsoleto para muchos especialistas, que lo consideran un quiero y no puedo, un escritor de segunda que hizo esfuerzos por parecer uno de los grandes.
Frente a ellos hay otros lectores, entre los que me incluyo, que, sin desmentir tajantemente la opinión anterior, consideran que el Menosprecio de corte y el resto de las obras guevarianas son las primeras piedras de un edificio que con el tiempo se acabó llamando novela moderna.
Pero eso es motivo de otro viaje.
(TAREA: ¿Existe en nuestra época un público lector semejante a los nuevos cultos del Renacimiento? ¿Quiénes serían hoy los escritores en activo encargados de satisfacer esa demanda de cultura light a base de libros trufados de anécdotas, citas y guiños culturalistas?).