Se debe tal vez a la natural dificultad que implica vivir justo en medio de un macizo de árboles para mirar completo el bosque -o inclusive siquiera intuirlo-, pero el principal vínculo entre la violencia y la cultura en el México contemporáneo tiene mezclados los rasgos de la evasión y de la distorsión o, para decirlo posiblemente resumiendo, dicho vínculo es una variante particularmente monstruosa de la esquizofrenia.
Al calificativo lo respalda un conjunto de cifras quizá desconocidas o escasamente atendidas fuera de México, todas de auténtico horror y todas en constante aumento: más de 50.000 muertes violentas a consecuencia de lo que el propio gobierno, hace seis años apenas, bautizó como “guerra contra el crimen organizado”, con un obligado matiz hacia arriba, puesto que información periodística y de organizaciones no gubernamentales de derechos humanos permite calcular que esas muertes son ya casi el doble, y que ese doble será fácilmente superado finalizando este 2012.
Quiere la ignominia que las fuerzas armadas -ejército, marina, policía federal y otras-, nada menos que en voz de su jefe directo, es decir el presidente constitucional de los Estados Unidos Mexicanos, se refieran a las mujeres, los ancianos, los jóvenes, los niños y los hombres ultimados violentamente bajo una de dos denominaciones: o son parte del “crimen” y por ello tratados como desecho indigno hasta de memoria, o son simples “daños colaterales” por quienes cabe sentir lástima, pero hasta ahí. Simultáneamente hay una cantidad, no precisada por nadie quizá por inmanejable, de personas desplazadas de sus lugares de origen, que se marchan por voluntad propia como medida extrema para salvar la propia vida, a la que debe sumarse otra legión: la de quienes no se han ido pero que para permanecer están forzados a pagar, todos los días, pesadas cuotas de extorsión, de riesgo real de muerte y de miedo a tiempo completo.
Agréguese, last but not least, prácticamente la totalidad de la población, es decir arriba de los 110 millones de seres humanos que somos víctimas psicológicas por vivir en un estado de violencia, Estado que debe leerse con y sin mayúscula: lo primero por la violencia ejercida por quienes dicen gobernar contra quienes la emplean como parte de sus reyertas, sus luchas por “el territorio” y su expansiva búsqueda de hegemonía en sus negocios; lo segundo porque esa medicina, tan letal como la enfermedad que dice atacar, ha violentado los días, los hechos y las elecciones de la gente de a pie -es decir, casi toda- en todos los aspectos de la cotidianidad: desde la decisión simple de salir a la calle o la de tomar unas vacaciones en algún sitio, hasta la de adquirir un inmueble o montar un negocio, hoy nacen preñadas por el miedo a que la violencia les corte el vuelo casi tan pronto como han nacido.
Hablar de cientos de miles de seres humanos entre muertos, desplazados, extorsionados, amenazados... ciertamente es hablar de una guerra; ergo, de un nivel de altísima violencia, pero sucede que es justo entonces, justo aquí, cuando asoma el rostro evasivo y distorsionado de la esquizofrenia: los perpetradores del desastre institucionalizado, los detentadores -en términos político/legales- del ejercicio exclusivo de la fuerza, miran el reguero de sangre, cuerpos decapitados, cabezas tiradas por ahí o puestas a modo de mensaje y advertencia, cadáveres colgando de los puentes, feminicidios con violación incluida, casinos incendiados y sus clientelas calcinadas o asfixiadas, balaceras en estadios de fútbol y bares y restaurantes y discotecas y parques y calles y bulevares y avenidas, más un etcétera incesante; miran los resultados de su impericia criminal y no atinan sino a desdecirse: que nadie habló jamás de “guerra”, que todo es “estrategia”, que más problema es la percepción de los hechos que los hechos mismos, y así y así. Coordinados y solícitos, los jilguerillos y los paniaguados del régimen, como los de cualquier país de cualquier época, aprontan y repiten sin descanso en sus muchos y orwellianos espacios mediáticos las nuevas posturas, versiones y verdades oficiales. Como de costumbre, si a la realidad no se le da la gana coincidir, pues entonces peor para la realidad...
Como si la esquizofrenia fuese algo que se transmitiera por contagio -y a juzgar por lo que se vive acá, quizá lo sea-, el ámbito cultural, es decir sus protagonistas, mayoritariamente y en lo suyo también han optado por evadir o por distorsionar, e incluso por mezclar ambas irresponsabilidades, que por lo demás fácilmente se apoyan y se complementan.
La actitud del medio cultural e intelectual, y salvo las obvias excepciones que por fortuna siempre hay, es igual o más criticable que la del oficialismo: la lógica más elemental desaconseja esperar ya no digamos honestidad sino al menos un mínimo de sensatez del discurso oficial en su conjunto, pero esa misma lógica se siente con derecho no a esperar sino a exigir, del corpus cultural, aquellos dos atributos además acompañados de valentía, de indignación, de denuncia puntual, de planteamiento de posibles salidas, materiales y emocionales, para esta carnicería.
Lo que tenemos, en cambio, es el ejercicio atroz de la placidez irresponsable, cuando no la práctica de la distracción oportuna: por dar sólo ejemplos recientes, la mexicana República de las Letras ha estado muy atareada y conmovida por la defenestración de un plagiario de apellido Alatriste, así como por la reivindicación de todos modos imposible de otro plagiario de apellido Bryce, próximo a ser galardonado.
Eso o la distorsión, porque también se altera el aspecto de una realidad cuando se insiste, ya sea por mera tozudez, por interés genuino o por negocio puro, en mirarle nada más una de sus aristas. Aquí caben, sin que se salve ni uno solo, todos los que cultivan o vayan a cultivar en lo futuro los terrenos hoy fértiles de lo que ya tiene desde hace un rato nombre y apellido: la literatura del narco (se menciona en particular la literatura pero no significa que sea la única beneficiaria del fenómeno; sólo es la más notoria y la que ha demostrado mayor capacidad para medrar).
La del narco es una literatura prolífica, muy vendedora, buena para que sus autores se luzcan y se den a conocer si no orbi al menos urbi, ganadora de premios -honestos y de los otros, nacionales y de los otros-, pero sin remedio bicho menor, dedo meñique, orientación temporal de una veleta que todos sabemos veleidosa y, en última instancia y literariamente hablando, mero apéndice pastichero de la vieja y buena literatura negra, la de los McDonald, Chandler, Hammet et alia. Ésta del narco es, hablando en plata, una literatura facilona en la medida en que cada nuevo título que promete ensancharle las fronteras la va volviendo, paradoja, más y más autorreferencial, que es decir también más dependiente de sus modas y modismos, sus clichés, sus tics y trucos ya probados, su semántica/simbólica bien delimitada -y limitada-, que es decir más metida en unas fronteras a cada tanto más estrechas, al grado de que ya se alimentan bizantinismos varios en los que se decide, gravemente, si ésta o aquesta sí son o no son novelas dignas de llevar el mote narco o si “sólo” son policíacas.
Puesto que los nombres en este santoral son auténticos hongos en tiempo de lluvias -cualquiera se aventura a pergeñar su narcocuento, de modo que, dicho en mexicano, “hasta el más chimuelo masca tuercas”-, cualquier enumeración quedaría incompleta. Baste decir que los Élmer Mendoza y sus multiplicados émulos no hacen -calidad escritural de cada uno fuera de discusión- sino ahumarle más las gafas al lector: de tanta novela y cuento narcos, qué fácil es acabar creyendo que, por lo que respecta a la violencia y el retrato que de ella hacen los creadores de cultura, todo cabe o consiste en ese antiglamour, esa no apología tan parecida a su contrario, esa concentración casuística escudada tras el pretexto recurrente de que ni en literatura ni en nada cultural puede “hablarse de todo y en todos los casos”.
No se puede, claro, y tampoco lo hacen las canciones del género “corrido”, subgénero “narcocorrido”, tan populares, ni las escasas obras plásticas o performanshíbridas, ni las impopulares y todavía más escasas obras de teatro, y menos aún las muy ralas y peregrinas series de televisión temáticamente orientadas a la violencia; a esta violencia que, claro, no es ni con mucho la única que se padece: faltan la intrafamiliar, la de género, la conocida hoy bajo el anglicismo bullying; la física y psicológica entre, digamos, un policía y un detenido por causas políticas; la económica...
Entonces no se puede, vale, y quizá ni siquiera tiene sentido intentarlo, pero eso no cancela la necesidad de responder(nos): ¿hasta ahí somos capaces de reflejar, en términos de producción cultural, una realidad que, dicho clásicamente, supera con creces toda fantasía? ¿No es evidente que al actuar así, aun sin pretenderlo, estamos asimilando la esquizofrenia oficial, que primero pone la bala para que haya el muerto y a continuación lo minimiza todo para que no se vea tan feo? ¿La novelita y el cuento protagonizados por el policía o el narcotraficante agridulces no serán, muy en el fondo, lo mismo que los narcos de carne y hueso escarniados mediáticamente cuando uno de ellos es aprehendido más que otra cosa para exhibirlo?
En materia de epitelios, lo mismo dan lo escueto del boletín de prensa que una imagen televisiva sensacionalista, que una novela con fuerte tufo a bestseller. En el México violentísimo de hoy, sólo el periodismo -cierto periodismo- da cuenta clara y sistemática de la indebida carta de naturalización que viene cobrando la violencia en nuestra vida cotidiana y nuestro imaginario, tanto el individual como el colectivo; naturalización que siempre troca en insensibilización, en trivialización del horror, a partir de lo cual nunca muchos muertos son suficientes muertos, porque pronto habrá una cantidad aún mayor de muertos.
Siempre islotes o garbanzos de a libra, se registran algunas muestras a contracorriente de esta esquizofrenia, ya en la literatura, ya en el cine, aunque en la primera no contamos más, verbigracia, con la pluma de un Carlos Montemayor que sabíamos indispensable al respecto, y en el segundo los costos, aunados a los mecanismos de difusión, complican muchísimo tanto la realización como la masificación de los pocos filmes que abordan -sin complacencias ni borrones ni eufemismos- la violencia lo mismo institucional que la generada fuera de la ley, por mucho que tanto se parezcan. Está, por otro lado, algo importante que merece un abordaje aparte: el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, encabezado por el poeta mexicano Javier Sicilia, que perdió a su hijo violentamente a consecuencia de la guerra insensata que se libra en nuestro territorio, y que a raíz de eso decidió no escribir más poesía y dedicarse a lograr precisamente lo que dice el nombre de su movimiento.
Para cerrar: quizá el problema de fondo no sea la esquizofrenia entonces, sino el tremendo parecido entre la que aqueja al discurso oficial y la que atenaza al cultural en su conjunto.