Tras la Segunda Guerra Mundial la ciudad de Nueva York, como muchas otras, decidió congelar el precio de los alquileres. La medida consiguió que las familias que ya vivían en un apartamento alquilado pudieran seguir haciéndolo durante mucho tiempo. No obstante, hubo otros efectos no deseados, que bien predice el análisis económico, como el deterioro de los inmuebles sujetos al control de rentas y la escasez de oferta de nuevos apartamentos, de forma que se perjudicó a las personas que quisieron alquilar un apartamento en la ciudad después de la entrada en vigor de la norma.
Este ejemplo nos ilustra un hecho de interés. Aumentar los derechos de un colectivo puede suponer la merma de derechos de otros. En este caso los perjudicados fueron los propietarios de apartamentos y las personas que se incorporan al mercado después de la ley. Tras aprender de los errores, y a pesar de que la política se mantiene para los contratos antiguos, hace tiempo que los nuevos no están sujetos a este estricto control.
Toda relación contractual es un fenómeno básicamente inter partes y, por tanto, su regulación debe inclinarse hacia el principio de la seguridad jurídica de las partes, de tal forma que la justicia contractual exige un trato equivalente en las contraprestaciones de las partes. En ello insisten los juristas, mientras que, de manera complementaria, los economistas insisten en la necesidad de que los contratos sirvan para lo que sobre el papel se está pidiendo que sirvan: que faciliten de manera eficiente las relaciones económicas y que no tengan efectos no deseados. Ambas exigencias dejan de cumplirse cuando una de las partes adopta una posición de abuso o privilegio frente a la otra.
En el caso de los controles de rentas, que reconocían excesivos derechos a los inquilinos, no se cumplían esas exigencias. Tampoco se dan en un mercado de trabajo en donde una gran empresa ejerce de monopolio en la contratación laboral de una comarca, ni en una sociedad compleja en que el consumidor tiene difícil saber exactamente la calidad de un producto.
La manera de conseguir un equilibrio adecuado dependerá de las características de cada relación contractual. Así, la existencia de una agencia que examine la calidad de los alimentos puede garantizar que el consumidor reciba su parte del trato cuando va a la panadería. Por el contrario, una ley que otorgara a un comprador insatisfecho el poder de cerrar el establecimiento le estaría dando muchos derechos al consumidor, pero dejaría al país sin panaderías. Un programa de viviendas sociales puede funcionar mejor que el control de rentas al canalizar la ayuda sin necesidad de perjudicar a otros colectivos.
En el mercado de trabajo también debe evitarse cualquier tipo de poder excesivo por una de las partes como primera medida, pero esto no es suficiente. Siendo múltiples los colectivos en ese mercado y siendo que un mismo trabajador que ahora es de un colectivo puede pasar a formar parte de otro, el balance de derechos y deberes debe ir más allá. Cualquier propuesta de reforma laboral, como cualquier cambio en el modelo productivo, deberá medir cómo afecta a cada colectivo. Si alguien tiene una medida que mejore a todos respecto de la situación actual y respecto a las medidas alternativas, adelante. Por supuesto, la mejora debe ser evaluada no según la cantidad de derechos que se ofrezcan en el papel, sino según los efectos reales que se puedan esperar una vez que no cerramos los ojos a los efectos indeseados.
Una propuesta que ayude a reducir el desempleo y el número de trabajadores temporales y que reduzca alguna de las contrapartidas que en la práctica afecta más a los contratados fijos que a los demás, por ejemplo, podría ser aceptable. Los fijos perderán algo, pero habrá muchos más trabajadores con más derechos y con mejores condiciones laborales.
Ante lo anterior caben varias reacciones. Una primera diría algo así: “Aceptar esa alternativa supone renunciar otra posible que garantice más derechos a todos los trabajadores y que también reduzca el paro y la temporalidad”. Esta reacción es aceptable si realmente existe esa alternativa. Otra posible diría algo parecido, pero haciendo hincapié en que no se está diciendo nada de los derechos en la otra parte del mercado, en las empresas que contratan. Si la situación actual efectivamente tiene un balance demasiado favorable a las empresas la propuesta debe venir compensada por alguna cesión por su parte, como aportaciones a fondos de capitalización para financiar las indemnizaciones por despido o la participación de los trabajadores en los órganos de dirección (por poner unos ejemplos) o por parte del Estado en forma de verdaderos cursos de formación, tal y como ocurre en países como Dinamarca, pionero en la flexiseguridad.
Habrá también reacciones maximalistas de quienes nunca aceptan un paso atrás en ninguna de las contrapartidas del contrato, como si los derechos contractuales fueran derechos humanos que nunca deben recortarse (como la no discriminación y las libertades políticas o sindicales). Esta actitud olvida que en el estatus quo algunos colectivos están en peor situación que en la alternativa que se propone. Esos derechos, por no existir ahora, parecen merecer el olvido. Poner la situación de los más favorecidos como conquista social puede impedir el avance de los menos afortunados y frenar cualquier debate constructivo.
Dejo para el final una reacción difícil de evitar y peor de superar: la desconfianza. Tras cinco años de crisis y de pérdidas en todos los sentidos, hablar de cualquier reducción de derechos por parte de quien sea supone encender todas las luces de alerta, a pesar de que se compensen con aumentos de derechos en otras contrapartidas. Mucha gente tendrá la sospecha de que nuevas propuestas tendrán como consecuencia que la crisis siga golpeando forma desproporcionada a los menos favorecidos.
Y sin embargo, no importa quién gobierne, algunas reformas deberán hacerse, reformas que inevitablemente implicarán, además de otras cosas, nuevos equilibrios entre los derechos de todos los colectivos, y esto significa ganar aquí y perder allá, mucha negociación y mucho quid pro quo. Ayudará a limar esta desconfianza una actitud crítica que examine cada propuesta según las evidencias con que afirma que va a funcionar en la buena dirección. No ayudará el querer interpretar todo en función de buenos y malos, donde uno ya sabe qué harán las propuestas solo por atribuir la maldad a sus promotores, sean estos los sindicatos, el gobierno, la oposición o distintos grupos de más o menos expertos.