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Destino Ítaca: ¿Estamos ya todos a bordo?

El presidente de la Generalitat, Artur Mas. / Efe

Pau Marí-Klose / Francisco Javier Moreno Fuentes

A lo largo de los últimos meses la sociedad catalana ha vivido en una burbuja de agitación nacionalista que, apartando el foco de los graves problemas económicos y sociales que la atenazan, ha transformado la percepción que ésta tiene de si misma, deformándola hasta convertirla en una caricatura irreconocible supuestamente determinada a emprender, de manera irrevocable, camino hacia “Ítaca”.

En el contexto de crisis económica, política e institucional en el que vive sumida la sociedad española, las élites nacionalistas han creído identificar una “ventana de oportunidad política” para plasmar sus sueños de ruptura con el resto de España. Esta hiper-movilización de los sectores sociales y políticos nacionalistas en pos de la independencia (con la definición de etapas intermedias en la transición hacia dicho destino como el difuso “derecho a decidir”, o la eufemística “creación de estructuras de Estado”) no ha sido confrontado por un discurso articulado, coherente y realista que, emergiendo desde sectores progresistas de la sociedad catalana, desenmascare el argumentario de agravios movilizado por el nacionalismo. En el escenario de mayor tensión que se recuerda entre elites políticas del Estado y de Cataluña, no existe un verdadero relato que, desde dentro de la sociedad catalana y marcando distancias con las líneas argumentales de la derecha más inmovilista de corte nacionalista español, actúe de contrapunto al “pensamiento único” independentista impuesto desde las esferas políticas y mediáticas de Cataluña. Un relato que proponga un modelo de articulación política e institucional que, reflejando fidedignamente la inequívoca voluntad de autogobierno de la sociedad catalana, tratase de dar respuesta a sus necesidades reales: desempleo, crecimiento de la vulnerabilidad socio-económica, deterioro de los servicios públicos, gradual desmantelamiento del Estado de bienestar, indignación ante la corrupción en las instituciones públicas y en la esfera política.

La extrema debilidad de narrativas alternativas obedece a nuestro juicio a un doble proceso de distorsión de la voluntad de la ciudadanía frente a un proyecto independentista establecido como discurso dominante: 1) el desarrollo de un proceso de “espiral de silencio” que ha enmudecido a los sectores de las élites académicas, intelectuales, culturales, sociales y políticas que no comparten el ideario independentista, y 2) la inexistencia de portavoces de aquellos segmentos de la sociedad catalana (demográficamente muy amplios) que por sí solos carecen de los recursos para conformar la agenda pública y/o política (grupos con niveles de renta media-baja y baja), y que muy mayoritariamente no abrazan la causa nacionalista.

Así, en los últimos tiempos hemos asistido a la consolidación de un marco discursivo con vocación hegemónica y proyectado como socialmente mayoritario por los partidos nacionalistas, el actual gobierno de la Generalitat y los medios de comunicación afines a dicho proyecto. Según este discurso, el “pueblo” catalán hablaría con voz homogénea y clamaría por el avance hacia la independencia (situación en la que desarrollaría toda su potencialidad como nación, hasta la fecha limitada por su integración en el Estado español). La conformación de dicho discurso por parte de las élites políticas, culturales e intelectuales de filiación nacionalista habría creado las condiciones para el surgimiento de una “espiral de silencio” (concepto acuñado por Elisabeth Noelle-Neumann en sus trabajo sobre opinión pública), proceso de auto-supresión de narrativas alternativas como producto del temor de individuos y grupos sociales disidentes a los costes potencialmente asociados a la oposición a la norma social y política percibida como dominante. De este modo, unas minorías nacionalistas muy motivadas y movilizadas políticamente, proyectadas por partidos políticos y medios de comunicación como la expresión de la “voluntad del pueblo catalán”, y apoyadas por estudios demoscópicos que anuncian un vuelco radical en la opinión pública catalana a favor del “derecho a decidir” (y en buen número de ocasiones directamente de la independencia), pasan a ser conceptualizadas como la representación de la voluntad mayoritaria. Ante esta contundente expresión colectiva cualquier cuestionamiento constituye un “obstruccionismo” que llevaría a cuestionar la propia catalanidad del enunciante.

El segundo argumento que creemos explica la falta de articulación de un discurso que contrarreste de modo explícito al ideario independentista es el de la tradicional falta de visibilidad de las opiniones de los segmentos más desfavorecidos de la sociedad, y su escaso impacto en la conformación de la agenda política. En los párrafos siguientes revisamos algunos datos que muestran el elevado grado de disociación entre las opiniones de amplios segmentos de la sociedad catalana y el discurso nacionalista supuestamente mayoritario que ha conformado el debate político catalán en los últimos tiempos.

Las evidencias generadas por el análisis demoscópico riguroso muestran que desde el comienzo de la transición, y hasta 2009 aproximadamente, las actitudes hacia la cuestión nacional en Cataluña habrían variado relativamente poco, lo que en buena medida pondría en cuestión el argumento acerca de la relación entre las políticas educativas aplicadas por los sucesivos gobiernos nacionalistas y la evolución de los sentimientos identitarios (de existir alguna relación entre ambos procesos, ésta no sería lineal, sino en todo caso escalonada y mediada por la aparición de eventos específicos que incrementarían el umbral de apoyo a la causa nacionalista). Parece, por tanto, no sólo ilegítimo sino también ineficaz “españolizar” a los niños catalanes en las escuelas, como creen algunos, porque la catalanización tampoco tuvo gran éxito en primer lugar.

El incremento vertiginoso de las actitudes nacionalistas se produce de hecho desde 2010, momento a partir del cual la proporción de catalanes que se declaran sólo catalanes pasa del 14% al 22% (había oscilado entre el 7% y el 16% a lo largo del período democrático), y los que se muestran favorables a un Estado que reconociese a las autonomías la posibilidad de convertirse en un Estado independiente al 37% (habiéndose incrementado desde el 24%, según la estimación del segundo barómetro autonómico del CIS 2010). Dicho incremento parece por tanto fundamentalmente vinculado al tensionamiento del debate territorial que se produce alrededor de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut impulsado por el gobierno del tripartito, y a la intensificación de las repercusiones de la crisis económica, que en Cataluña cobran una dimensión específica y diferente al resto del Estado al ser interpretadas a través del prisma de los argumentos acerca de los desequilibrios en las balanzas fiscales y del mantra nacionalista “Espanya ens roba”.

¿Han abrazado los catalanes masivamente la causa independentista a partir de estos acontecimientos? Esto afirman las narrativas consolidadas acerca de las causas, desarrollo y consecuencias de la masiva manifestación del 11 de setiembre de 2012. Tanto los reportajes emitidos por la televisión autonómica catalana acerca de dicha manifestación desde el momento mismo en que se desarrollaba, como las opiniones de buen número de académicos e intelectuales catalanes (organizados en lobbies y colectivos generadores de opinión y evidencias más o menos rigurosas) que a diario ofrecen diagnósticos y prognosis en la prensa catalana y en los numerosos blogs de comentario político que han aflorado en los últimos años, apuntan a la emergencia de una corriente mayoritaria en la sociedad catalana a favor de la independencia. Muchos de estos analistas basan sus análisis en los datos del Centre d’ Estudis d’Opinió (CEO) de la Generalitat, pasando por alto los fiascos en los pronósticos electorales realizados por este organismo, así como los graves problemas muestrales de los estudios planteados por el CEO sobre este tema, que ponen seriamente en cuestión la fiabilidad de sus estimaciones.

Dicho discurso celebra la masiva movilización de la sociedad catalana y sostiene, sin ningún atisbo de cautela, que 1,5 millones de catalanes salieron a la calle para reivindicar el “derecho a decidir”, congratulándose de que la manifestación congregara a catalanes de todas las condiciones y orígenes sociales. Así, un argumento que se maneja con frecuencia es el de que los “otros catalanes” (celebre etiqueta de Paco Candel para referirse a la inmigración llegada a Cataluña) se han sumado a la causa nacionalista, hastiados de ver cómo España (o “Madrid”) se cierra en banda a las reivindicaciones de Cataluña, y confiados en que su bienestar personal puede mejorar en un Estado independiente. En palabras de Josep Ramoneda, paradigmático representante de la progresía catalana que ha optado por converger con el discurso dominante: “en la manifestación del 11-S se escuchaba hablar mucho en castellano, cosa que no se ha dicho demasiado, pero me pareció muy significativa” (Hola Europa, TV3).

Resulta imposible saber con certeza cuántas personas salieron a la calle el 11 de septiembre, y curiosamente los barómetros que publica el CEO han evitado preguntar sobre esta cuestión (si hubiera salido 1,5 millones, la quinta parte de la población catalana, nada mejor que certificarlo en una encuesta, que además habría permitido un análisis riguroso de los perfiles y motivaciones de los asistentes). En las presentes circunstancias la mítica cifra de los 1,5 millones de manifestantes sigue incólume y ha pasado a formar parte de un discurso mixtificador, sin que nadie tenga un instrumento verdaderamente fiable para refutarla (ni lógicamente para validarla).

La idea de que el pueblo catalán avanza unido hacia Ítaca casa mal con las evidencias demoscópicas del reciente barómetro autonómico del Centro de Investigaciones Sociológicas (Estudio 2.956, 2013). No son necesarios análisis estadísticos particularmente complejos para evidenciar las grandes fracturas socio-económicas y etno-lingüísticas que atraviesan a la sociedad catalana en relación a los aspectos identitarios. La población catalana de extracción más humilde muestra menos interés por la cuestión nacional que las clases más adineradas. Mientras el 24% de las personas que viven en hogares con ingresos inferiores a 1.200 euros declaran que el debate sobre la forma de Estado es muy importante, lo piensan así el 51% de los que ingresan más de 2.400 euros. El 11% de los entrevistados en hogares humildes considera alguno de los aspectos relacionados con la organización del Estado (independencia y autogobierno; relaciones con España y el Gobierno central; financiación, pacto fiscal, autonomía fiscal; percepción del reparto fiscal discriminatorio hacia Cataluña), uno de los tres principales problemas de Cataluña. En cambio, lo incluye en esta terna un 31% de las personas en hogares adinerados. Cuando son compelidos a decantarse por una preferencia en relación a la organización territorial, la clase obrera apuesta mayoritariamente por el statu quo. Construir un Estado independiente es un proyecto de las clases altas y medias altas, al que se han sumado un volumen considerable (pero no mayoritario) de clases medias. Pero la inmensa mayoría de las clases media-baja y obrera da la espalda a los argumentos independentistas a pesar de la ilusión colectiva que aspiran a insuflar en la población las élites políticas y los medios de comunicación catalanes.

La clase obrera, que constituye el 47% de la población, sigue mostrándose mayoritariamente vinculada al Estado español. El 65% de los obreros se consideran incluso muy o bastante orgullosos de ser españoles (frente al 33% de los miembros de la clase alta/media alta). El porcentaje de obreros (cualificados o no cualificados) para los que España es un Estado ajeno roza el 10%, menos que la mitad las personas de la clase alta/media alta para los que España significa lo mismo.

Evidentemente a todo ello no es ajeno el hecho de que buena parte de la clase obrera esté constituida por personas con raíces en otras zonas de España. El 66% de la clase obrera tiene como lengua materna el castellano, y entre ellos el apoyo a la independencia es muy bajo (también es bajo en la clase alta/media alta cuya lengua materna es el castellano). Pero incluso entre la clase obrera que tiene el catalán como lengua materna el apoyo a la opción independentista es significativamente más bajo que entre la clase alta/media alta con esa lengua.

Estos datos muestran la imagen de un proyecto nacionalista respaldado mayoritariamente por los sectores más acomodados de la sociedad catalana, al tiempo que la voz disonante de las clases más humildes, cuya lengua materna es con frecuencia el castellano, apenas tiene impacto en la agenda pública y política catalanas. Su proclividad a la abstención además asegura su infra-representación política en el Parlament (e incluso en una hipotética consulta sobre la relación de Cataluña con el resto de España). Como han puesto de manifiesto brillantemente en dos best-sellers académicos los politólogos Larry Bartels (Unequal Democracies) y Martin Gilens (Affluence and Influence), las clases desfavorecidas encuentran muchas dificultades para que sus preferencias sean tomadas en consideración por partidos políticos y gobiernos. El sistema político termina claramente sesgado porque las clases pudientes logran, de diversas maneras, que sus preferencias prevalezcan frente a las de sectores más desfavorecidos, por muy nutridos que sean éstos últimos.

Un ejemplo diáfano de estos procesos en el caso catalán son las maniobras políticas del PSC para granjearse respetabilidad en un clima de opinión política y mediática dominante donde las desviaciones (e incluso los matices y las ambigüedades) se fustigan duramente. En este contexto de espiral de silencio, el PSC prioriza su acomodación a las únicas aspiraciones que se consideran legítimas frente a la representación de su base electoral tradicionalmente más numerosa. El coqueteo de las élites del PSC con demandas maximalistas de CIU y ERC casa mal con las aspiraciones de las clases más humildes, que se sienten muy mayoritariamente españolas y aspiran a la continuidad del Estado. Si atendemos al recuerdo de voto en las elecciones autonómicas, en 2003, antes de que el Tripartit hubiera abierto el melón estatutario, el 34% de los obreros votaron al PSC (CIS, Estudio 2610). Siete años después, en 2010, año de salida del PSC del gobierno autonómico, mantenía escasamente el 19% del voto de la clase obrera (CIS, Estudio 2956). Es bastante probable que en las últimas elecciones de noviembre del año pasado el apoyo al PSC en este segmento del electorado se haya resentido todavía más (no está todavía disponible el estudio postelectoral del CIS, pero diversos indicios apuntan en esa dirección). El PSC asiste impertérrito a la pérdida de apoyo de sus bases electorales de extracción más humilde, empujado por las presiones difusas pero indudablemente poderosas de la espiral del silencio ¿Hasta donde? ¿Hasta Ítaca?

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