Religión, Estado y espacio público

  • En este artículo, Benito Aláez analiza el contenido de la Carta de la laicidad recientemente aprobada por el Gobierno francés y nos da las claves para saber si la propuesta sería constitucionalmente legítima en nuestro país

La decisión del Gobierno francés de aprobar la llamada Carta de la laicidad, que contiene quince mandamientos referentes al desarrollo de la laicidad en los colegios públicos como valor fundamental de la República, ha reavivado la polémica, también en nuestro país, acerca de cuál debe ser la relación entre la Religión y el Estado en el espacio público, especialmente en la escuela.

Aunque muchos de los mandamientos apelan o bien a la separación entre Religión y Estado o bien a la garantía de la libertad de conciencia, la libertad de expresión, el acceso a una cultura común y compartida, el libre desarrollo de la personalidad de los alumnos o la igualdad entre niños y niñas, otros mandamientos llaman especialmente la atención por su contraste con la realidad social española.

Son aquellos relativos al deber de los profesores de ser estrictamente neutrales, o transmitir a los alumnos el sentido y los valores de la laicidad, así como los relativos a que los alumnos no puedan invocar una convicción religiosa para poner en cuestión el programa educativo, ni puedan portar signos o prendas con las que manifiesten ostensiblemente su pertenencia religiosa, o que nadie pueda rechazar las reglamentaciones escolares invocando su pertenencia religiosa.

Para saber si una carta como la francesa sería constitucionalmente legítima en nuestro país, es preciso profundizar un poco en el significado de la expresión laicidad, en tanto expresión del principio constitucional de neutralidad del Estado en materia religiosa.

Lo primero a tener en cuenta es que en muchos sistemas constitucionales democráticos se garantiza la libertad religiosa de las personas (“cláusula de libre ejercicio”) y se prohíbe la confesionalidad del Estado (“cláusula de establecimiento”). Por lo que, por de pronto, se puede decir que la laicidad se opone tanto a la confesionalidad como a la hostilidad hacia el fenómeno religioso.

Ahora bien, a la hora de cohonestar la aconfesionalidad del Estado y garantía de la libertad religiosa de los ciudadanos, cabe distinguir dos grandes modelos de laicidad en función de la actitud normativa del Estado frente al fenómeno religioso: la denominada “neutralidad estricta”, “distante” o “pasiva”, y la denominada “neutralidad abierta”, “pluralista” o “activa”.

Su principal diferencia reside en que en el modelo de neutralidad pasiva, como el francés, el Estado debe mantenerse indiferente ante el fenómeno religioso, por lo que predomina el aspecto de separación entre la Iglesia y el Estado. Mientras que en el modelo de neutralidad activa, como el español, según la jurisprudencia del Tribunal Constitucional y el propio texto de los arts. 16.3, 27.3 y 9 CE, el Estado, al tiempo que garantiza la separación entre las funciones estatales y las religiosas afirmando la aconfesionalidad del Estado, sí puede tener en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantener las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y con las demás confesiones, a fin de garantizar el efectivo y plural ejercicio de la libertad religiosa por los individuos y las comunidades.

En el modelo francés, en ausencia de un mandato constitucional de cooperación estatal en materia religiosa, la intervención de los poderes públicos consiste principalmente en eliminar los actuales o potenciales conflictos derivados del pluralismo religioso neutralizando para ello, si es preciso, el espacio público, como ponen de relieve algunos de los mandamientos de la Carta de la laicidad. Por el contrario, en el modelo español (que es también el de Alemania, Italia o Polonia) del mandato de cooperación se deriva que el espacio público es un ámbito de expresión de ese pluralismo religioso y de los conflictos que de él se puedan derivar, conflictos que el Estado no debe eliminar mediante la neutralización del espacio público, sino únicamente mediante la recíproca y proporcionada limitación de los derechos fundamentales involucrados.

Centrando nuestra atención en la posible aplicación de los mandamientos franceses de la Carta de la laicidad en los centros escolares españoles de titularidad pública (no a los centros concertados, financiados con fondos públicos, dado que éstos siguen siendo centros privados), deben analizarse tres argumentos diferenciados.

En primer lugar, la aconfesionalidad del Estado, tal y como ha sido desarrollada en el ámbito docente por la Ley Orgánica de Educación y por la Ley del Estatuto Básico del Empleado Público, ciertamente exige que aquéllos carezcan de un ideario religioso o moral propio, maximizándose con ello su neutralidad ideológica y religiosa, y también exige que sus profesores sean neutrales en el ejercicio de su función pública docente.

Esto no implica automáticamente que los profesores tengan prohibido portar símbolos religiosos ostensibles, puesto que ellos también disfrutan de derechos fundamentales dentro del espacio público escolar, y la limitación de estos derechos por la neutralidad dependerá de que se vea comprometida la neutralidad de su función docente en cada caso concreto.

Asimismo, en la medida en que el art. 27.3 CE obliga al Estado a garantizar el derecho de los padres a decidir qué educación religiosa y moral han de recibir sus hijos, se permite (que no se obliga) impartir enseñanza religiosa –de asistencia voluntaria– en los centros públicos, y los alumnos también disfrutan de libertad religiosa dentro de espacio público de la escuela.

Ello, unido a la obligación positiva de cooperación religiosa que pesa sobre el Estado, explica que en las aulas en las que se imparte la asignatura de Religión o en otros locales habilitados al efecto por el centro escolar público para la asistencia religiosa a los alumnos, el centro pueda colocar símbolos religiosos de la confesión o confesiones correspondientes sin que ello devenga inconstitucional. Pero también que los alumnos en ejercicio de su libertad de conciencia y de religión puedan portar símbolos religiosos dentro del aula. Siempre con el límite de no conculcar el orden público, que en este ámbito escolar se concreta en el correcto desarrollo de la función educativa y en el respeto al derecho a la educación de los demás, no a condición de no ser ostensibles como en el modelo francés.

Por último, dado que el art. 27.2 CE exige que los centros escolares (públicos y privados) desarrollen el llamado “ideario educativo constitucional”, es decir, los valores cívico-democráticos presentes en la Constitución española, ciertamente no es posible, al igual que en Francia, que los niños o sus padres invoquen sus preferencias morales o religiosas para eximirse de cumplir con sus obligaciones escolares. Ello siempre que estas obligaciones sean desarrollo de aquel ideario educativo constitucional y no impliquen un adoctrinamiento moral o religioso de los niños, ni tampoco la lesión de los derechos fundamentales de éstos. Por ejemplo la libertad religiosa negativa, que podría verse afectada en el caso de niños de muy corta edad confrontados durante largos periodos de tiempo con la imagen desnuda de Jesucristo crucificado colgada en las paredes del aula.