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Combatir la desigualdad: una cuestión de eficiencia

La semana pasada la OCDE publicó un interesante informe en que acredita que la desigualdad en una sociedad tiene consecuencias económicas adversas sobre el crecimiento. Un aspecto especialmente noticiable de este informe es mostrar que esas consecuencias son, en parte, el resultado de la distribución asimétrica de oportunidades vitales, y en particular, de las desventajas que en este aspecto experimentan los colectivos más desfavorecidos. En los países ricos, el conjunto de la sociedad paga un precio por apartar a una parte de la población de itinerarios de mejora social, truncando la posibilidad de que realicen aportaciones a la colectividad a la altura de su potencial para ello.

El gráfico que incluimos en este artículo, basado en los datos de la prueba de competencias numéricas de adultos del estudio PIAAC, ilustra un mecanismo por el que las sociedades desiguales tiran piedras sobre su propio tejado: la “penalización cognitiva” de los colectivos más desfavorecidos. La desigualdad impide la acumulación de capital humano de los grupos que provienen de entornos familiares más desfavorecidos (en el caso que mostramos, los hijos de padres con nivel educativo más bajo). Los vástagos de familias con menores recursos educativos obtienen, por término medio, puntuaciones estandarizadas en tests de competencias mucho más bajas que los hijos/as de familias con mayores recursos educativos en sociedades desiguales (parte derecha del gráfico), algo que no ocurre en sociedades con los niveles de desigualdad más bajos (parte izquierda), donde las puntuaciones de los hijos de familias de distinta extracción social son bastante más homogéneas.

Las asimetrías cognitivas en función del origen familiar se reflejan en diferencias significativas en tasas de abandono escolar prematuro y de acceso a la educación superior. Mientras en países igualitarios (como los escandinavos), con un índice de Gini inferior a 25, la probabilidad predicha de que los hijos de familias con bajos recursos educativos obtengan solo el título de educación obligatoria se sitúa algo por encima del 0,2, en los países más desiguales (con Ginis superiores a 36), esa probabilidad se acerca a 0,4. En el otro extremo, la probabilidad de acceder a la universidad se comporta de forma inversa. En sociedades igualitarias, la probabilidad de que los hijos de familias con bajos recursos educativos obtengan un título universitario es similar a la de familias con recursos medios, mientras que en las sociedades más desiguales, esa probabilidad se desploma. Una diferencia de cinco puntos en el índice Gini (España antes y en el momento álgido de la crisis) se materializa, por término medio, en una disminución del acceso de los colectivos desfavorecidos a credenciales educativas universitarias de casi cuatro puntos porcentuales.

Esas brechas cognitivas y de acceso a los niveles educativos superiores están también detrás de diferentes niveles de participación en el mercado de trabajo. La probabilidad de no estar ocupado a lo largo de la vida de grupos que provienen de entornos desfavorecidos es siempre mayor que la de otros colectivos, pero las asimetrías son especialmente grandes en los países más desiguales.

Pertenecer a una familia en situación desfavorecida resulta mucho más desventajoso en una sociedad desigual. Y eso tiene consecuencias negativas para todos los ciudadanos de esos países. Las sociedades desiguales echan a perder el talento natural de jóvenes que se crían en entornos desfavorecidos, y con ello, no capitalizan adecuadamente los recursos humanos de que disponen. Este comportamiento económicamente ineficiente se agrava por el hecho de que la falta de oportunidades educativas se traduce en menores niveles de participación de estos grupos en el mercado de trabajo, menores aportaciones fiscales a los sistemas públicos de bienestar y, por el contrario, un mayor número de disfuncionalidades en el entramado social, que generan situaciones de necesidad que redundan en costes para las arcas públicas. La desigualdad es una pesada losa económica.

Es posible que muchos de los lectores hayan leído con desagrado este post porque consideren que luchar contra la desigualdad es, ante todo, una cuestión de justicia social. No seré yo quien les quite la razón. Pero las grandes batallas ideológicas que se están librando en este momento no pueden plantearse al margen de la cuestión de la eficiencia si los partidarios de la justicia social tienen, más allá de un profundo y loable sentido de la empatía humana, la voluntad de construir amplias coaliciones de apoyo que puedan respaldar sus causas (por diversos motivos), y así convertirlas en políticamente viables. Afortunadamente cada vez tenemos más argumentos para defender que combatir la desigualdad resulta además de justo, económicamente necesario.