Periodistas, ¿cómo pudo pasarnos esto?
No hace mucho tiempo, la realidad tomaba carta de naturaleza en el seno de la opinión pública cuando aparecía escrita –“negro sobre blanco”– en el periódico local u otro medio de comunicación convencional. En cualquier conversación o controversia, las personas bien informadas garantizaban la veracidad de sus afirmaciones porque procedían de esa fuente de confianza que era el periodismo, a través de la prensa, las emisoras de radio o la televisión. “Lo leí en el periódico”, decían. “Salió en el telediario”. “Lo dijeron en la radio”. Eran sentencias frecuentes de interlocutores, convencidos de estar en posesión de la verdad.
Como en tantas otras cosas, en eso también hemos cambiado y, por desgracia, para mal. Las certezas y la confianza en los medios de comunicación han desaparecido para ser sustituidas por la incertidumbre y la desconfianza, en el mejor de los casos.
Aunque, lo más peligroso e incluso alarmante es que aumenta el colectivo de quienes viven en burbujas algorítmicas, alimentadas por falsedades tóxicas y empaquetadas en envoltorios emocionales que conducen al radicalismo, al fanatismo y a la violencia, que no siempre es sólo verbal.
Este proceso endemoniado -al que contribuimos inocentemente quienes reenviamos los mensajes emponzoñados sin saberlo- es una espiral que suele estar teñida de odio y casi nunca motivada por el amor. Lleva en su seno la semilla de la destrucción y el negacionismo con las consiguientes consecuencias dañinas para la población (recordemos la pandemia, las guerras, la DANA, etc.).
En el momento histórico en que el periodismo es más necesario que nunca, parece destinado a desaparecer dejando a la ciudadanía huérfana de la intermediación que garantice su derecho a una información veraz; uno de los requisitos fundacionales de toda democracia. Así lo dice la Constitución, que se redactó en un momento en el que no existían internet ni las redes sociales ni el terminal sabelotodo que siempre llevamos en la mano. Y mucho menos existía la Inteligencia Artificial.
Llevamos ya casi un cuarto de siglo desde que el espacio digital se enseñoreó sobre el planeta y nuestras autoridades apenas empiezan hoy a darse cuenta de que las reglas de juego que nos garantizaban derechos fundamentales –como las libertades de expresión e información– han sido borradas por completo. Por la vía de los hechos, el incumplimiento de normas elementales se ha convertido en moneda común del espacio digital y sólo puede exigirse su cumplimiento mediante reclamaciones judiciales. Las alarmas suenan en las cancillerías porque la ausencia del buen periodismo ha sido aprovechada para que quien tenga el poder del espacio informacional pueda influir en las elecciones y comicios de manera manifiesta. Los norteamericanos -y de rebote el resto del mundo- tienen ahora más motivos de temor con el todopoderoso Elon Musk en la sala de máquinas.
Sólo ahora se preocupa nuestro Gobierno de actualizar las normas y la obsoleta legislación. Gracias a la atención que ha prestado el Parlamento Europeo a los riesgos de esta nueva realidad, ya disponemos de un referente comunitario que nos marca los pasos a seguir. La investigación y los estudios al efecto se intensificaron en instancias comunitarias, especialmente, a partir del año 2020 por la alarma global desatada en la pandemia y el pavoroso impacto de la infodemia digital en la población. Pero no fue hasta marzo de este año 2024 que se aprobó la Ley Europea de Libertad de los Medios de Comunicación, que es de obligado cumplimiento por los estados miembros a partir de agosto de 2025.
En reuniones recientes del Consejo de Ministros, España ha avanzado en la transposición de dicha legislación a nuestras normas, como no podía ser de otra manera. Pero lamentablemente esta reforma llega bajo la sombra de la sospecha puesto que viene a desarrollar una parte del Plan de Acción Democrática, anunciado el pasado mes de septiembre por el Presidente del Gobierno –tras los cinco días de silencio que se permitió tomar ante la ofensiva de la oposición contra su esposa–. Pero era una asignatura pendiente.
Se avecinan olas en el panorama político y mediático porque el debate ya ha nacido teñido de esa niebla perversa de la desconfianza que, sin duda, será pasto de la desinformación. Los riesgos de que se confunda el derecho a la información con el de la libertad de expresión para justificar desmanes varios; de que se pueda camuflar de periodismo la charlatanería para tratar a ambos por igual; de que nos den gato por liebre y se justifiquen las manipulaciones del poder con normas restrictivas, así como otras tantas tentaciones nos obligan prepararnos y poner al día nuestros criterios. Para ello, es urgente conocer de forma rigurosa los derechos que tenemos como ciudadanos y ciudadanas, pero también las responsabilidades a las que éstos nos obligan.
La ley que desarrolla el precepto constitucional del derecho a la Cláusula de Conciencia de los y las periodistas (1997) considera al informador profesional un “agente social de la información, que ejerce su trabajo bajo el principio ineludible de la responsabilidad”. Así que ya no cabe duda alguna de la relevante misión y consiguiente compromiso que corresponde a quienes ejercen este trabajo.
Pero esta norma entroniza también la consideración diferenciada de las empresas propietarias de los medios de comunicación, a las que pone sobre aviso de que no pueden moverse únicamente por meros intereses económicos, dado que tienen, asimismo, una responsabilidad democrática de otro cariz. En este sentido, la ley estipula que las empresas de comunicación son “entidades que, más allá de su naturaleza jurídica –empresas públicas o privadas–, participan en el ejercicio de un derecho constitucional que es condición necesaria para la existencia de un régimen democrático”. Por lo tanto, periodistas y empresas de medios de comunicación son –somos- jurídicamente responsables de garantizar un derecho fundamental.
El periodismo –tal y como lo prevé la Carta Magna– parece haber desaparecido, ahogado por el tsunami digital. Apenas quedan algunos esforzados profesionales que se han convertido en una especie en vías de extinción. Ya sólo encontramos raros vestigios de lo que debería ser el oficio, pero tan poco significativos que resultan irrelevantes en el magma mediático.
Este pilar del derecho a la información ha sido engullido por la logosfera digital. Todo el ecosistema comunicativo adyacente se encuentra en vías de extinción por causas intrínsecas y extrínsecas. O sea, por nuestra culpa y a causa de la acción de otros elementos a los que, hasta ahora, no se les ha puesto coto.
¿Cómo pudo ocurrirnos esto?, me pregunta mucha gente. ¿Cómo caímos en la tentación de la fama, el entretenimiento, la banalización y el aplauso fácil para abandonar la buena praxis como un juguete roto pasado de moda? ¿Cuándo sustituimos el rigor por el vértigo, la comprobación por el rumor, la imparcialidad por la etiqueta y, lo que es peor, el interés general por el personal o del grupo?
¿Por qué renunciaron los medios de comunicación al prestigio de sus cabeceras y a su proximidad a la audiencia de la que disfrutaban sus lectores con orgullo de pertenencia? ¿Qué ocurrió para que esas empresas editoriales y audiovisuales olvidaran que están obligadas por ley a ser “agentes activos” de la democracia para, por el contrario, perseguir el mero clikbait y los intereses puramente crematísticos que sus consejos de administración les imponían, con la subsiguiente depauperación del trabajo periodístico, robando la dignidad a los profesionales para tratarlos como tropas de esclavos mercenarios?
Pues nos pasó que, casi de un manotazo, el mundo se puso del revés y transformó los espacios conocidos de tal forma que ya nada es lo que era. “Es el entorno digital, estúpido”, podríamos decir parafraseando el clásico lema de la política norteamericana acuñado en la campaña electoral de Bill Clinton.
Apenas nos dimos cuenta cuando en nuestras casas entraron las pantallas inteligentes y a nuestras manos llegó un poder de ida y vuelta, mientras puestos de trabajos y oficios varios desaparecieron o se transformaron y surgieron otros desconocidos e ininteligibles para muchos. Fue así, poco a poco, con el despido de los veteranos y la acumulación de plusvalías sobre los recién llegados, como fuimos colonizados por el mundo digital. Fuimos sometidos por una realidad paralela en la que no hay más reglas que las impuestas por los nuevos aristócratas del espacio digital, que actúan con un poder mayúsculo e inabarcable. Ya va siendo hora de que las leyes que nos rigen, nos obligan y protegen, también sean de aplicación en ese ubicuo mundo digital en el que ya vivimos y del que no nos podemos desentender. Bienvenidas sean, siempre que redunden en recuperar el poder, la influencia y el respeto al periodismo, esa especie en peligro que debe ser el sello de calidad de toda democracia.
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