La Trenza de la violencia machista
Era noche cerrada cuando la madre bajó a los establos para alimentar a Cachorro, el buey de la familia; pasó por el gallinero a dar un repaso a las aves por si hubiera algún huevo en el nido. Mientras tanto, arriba en la cocina, Benita apagaba el fogón de hierro no sin antes aprovechar el último rescoldo para encender la lamparilla. Una cuchara sopera de níquel se convertía en palmatoria por arte de un retazo de lienzo empapado en grasa de cerdo que prendía de maravilla alimentando una débil llama de luz.
La joven se sentaba en el banco frente al calor que aún desprendía la cocina y despeinaba su melena. Era la primogénita de una familia de labradores, en un remoto lugar del norte de España, y había sido favorecida con una mata de pelo rubio que combinaba bien con su tez clara y ojos azules; una descendiente manifiesta de los pueblos bárbaros que, procedentes del norte de Europa, poblaron la región en el siglo V de nuestra era.
Los siete hermanos de Benita –todos varones– veneraban a la joven, que lideraba la tribu familiar por la autoridad que le daba su carácter y el incuestionable respaldo del paterfamilias con el que compartía principios y personalidad. Pero de nada habría servido todo este bagaje de no haber respondido la mujer a las muchas exigencias paternas si no se hubiera esforzado por trabajar más, exigir mucho y cumplir siempre “como un hombre”. Tanto era así, que los chicos no salían para el trabajo en el campo o los montes si Benita no iba de primera y encabezaba la marcha.
Se diría que ella era la líder de la manada, como así pensaba la gente de la aldea. Sin embargo, para poder ejercer la autoridad simbólica que le concedía el padre, ella debía negar su naturaleza femenina, ocultar o resolver como si no existieran los rasgos de su condición de mujer. En los campos, huertas y viñas, era como ellos en todo y trabajaba como el que más. En la casa, trajinaba como su madre en la cocina, la limpieza, cuidado de los animales, lavandería, acarrear agua de la fuente…Tareas propias de mujeres.
Por las noches, cuando padre y hermanos se retiraban a descansar del arduo esfuerzo de la jornada, Benita se dejaba peinar por su madre a la luz de la palmatoria doméstica y la ayuda de una peina de hueso. Con habilidad y dedicación, la mujer tejía la trenza dorada de la hija, una y otra noche en un ritual aprendido y heredado. Al día siguiente, Benita abría los ojos a las cinco de la madrugada, despertaba a sus hermanos y espabilaba la casa para emprender una nueva jornada de labor. Como ellos, trasegaba el aguardiente de la parva de un trago y salía antes que todos, con el azadón al hombro. Ella no tenía que peinarse ni darse afeites. Era uno más.
Más o menos así era la vida de muchas mujeres en la España rural, a principios del siglo XX. Mientras tanto, en Francia, las élites burguesas e intelectuales disfrutaban de una época prometedora para las mujeres, que acariciaban los primeros rasgos de liberación y emancipación de la que hablaban adelantadas como Simone de Beauvoir. Igualmente, en las capitales europeas se empezaban a ver chicas sin corsé, con faldas y melenas cortas e incluso algunas hijas de las élites más avanzadas se atrevían a fumar o conducir vehículos de motor.
Pero, en lo fundamental, ellas siguieron siendo elementos subalternos en un mundo de trazado y esquemas masculinos (o patriarcal, como se diría hoy). Incluso Beauvoir –quien nos enseñó que las mujeres somos personas completas y podemos ser autónomas e independientes sin depender de un “otro” que nos dé sentido o complemente– también aceptó un papel secundario en su existencia, la historia de la filosofía, la literatura y la sociedad de su tiempo ante el protagonismo que concedió a su amigo Jean Paul Sartre.
Con el recuerdo de Benita en mi memoria, encontré hace poco una película muy reveladora de esta realidad común de las mujeres, vivamos donde vivamos y sea cual sea la época a la que pertenezcamos. Curiosamente, la obra lleva por título “La Trenza” (Laetitia Colombani, 2023) y mezcla relatos de niñas y mujeres de distintos puntos del planeta que viven en lugares tremendamente distantes y entornos muy diferentes. Una niña india –proscrita por su condición de “intocable”– a la que su madre arrebata del entorno familiar para que pueda estudiar; una exitosa directiva canadiense, que hace equilibrios imposibles para evitar ser relegada profesionalmente a causa de la enfermedad grave que padece; y una joven italiana que, con ayuda de una cooperativa de mujeres, logra recuperar la empresa familiar de artesanía tradicional que su padre dejó en la ruina. Tres historias de lucha sin victimismo.
Dicen las teóricas del feminismo que el siglo XXI será el de las mujeres, y estoy de acuerdo en resumir así la presencia femenina –nunca antes conocida– en un ámbito público mundial más reconocido porque nuestras voces resuenan hoy en el plano social, laboral, político, etc. Es verdad que nuestros derechos están siendo proclamados, reivindicados y, a veces, respetados de una forma casi generalizada. Pero no podemos olvidar que quienes disfrutamos de una situación privilegiada –como la mayoría de las españolas– sólo somos una minoría europea que vivimos de acuerdo con patrones occidentales sin haber desterrado totalmente el sistema machista en el que nos hemos educado y del que quedan vestigios muy potentes hasta en nuestro propio subconsciente.
No obstante, en la trenza de las mujeres del planeta se mezclan dificultades comunes y tan dolorosas aquí como en las antípodas. Porque a las mujeres las matan en sus casas, las golpean sus seres queridos, las desprecian sus compañeros de trabajo, las humillan sus padres, las violan en grupo, las silencian y las persiguen hasta en las calles más transitadas. La gran mayoría de las mujeres del mundo pasan miedo, asumen sacrificios imposibles y, en el mejor de los casos, se debaten en la esquizofrenia de participar en el mercado laboral como si no tuvieran familia y cuidar a su prole como si no tuvieran un puesto de trabajo. La culpa las castiga si se atreven a ser madres y el fracaso las persigue si no pueden darlo todo en su carrera profesional. Y éstas somos las privilegiadas. Sin hablar de Congo, Irán, Afganistán y países donde la historia es distinta y pavorosa.
Por ellas, las mujeres que mueren cada día, asesinadas por la violencia machista –una cada diez minutos, según informe de la ONU–, salimos a protestar a las calles el pasado 25N, conscientes de que el camino es la lucha compartida y no el victimismo. Y sí, las acomodadas feministas españolas hicimos un poco el ridículo el lunes pasado con marchas diferentes y divididas, con banderas distintas y dispares para marcar un narcisista perfil propio, cuando todas sabemos que hay una verdad incontrovertible que nos une: “El machismo mata”.
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