El ángel exterminador en Levante
El monótono sonido matinal de la televisión enmudeció y el silencio fue como una llamada de alarma. Prestamos atención a la pantalla que nos ofrecía una imagen insólita del Congreso de los Diputados. Sus señorías, de pie ante sus escaños y la presidenta, en su lugar preeminente de la Mesa, pero no se oía ni una mosca. Las cámaras robotizadas ofrecían a la audiencia las distintas perspectivas del hemiciclo donde nadie gritaba, gesticulaba ni insultaba. Para no creer. “¿Qué pasa?”, preguntaron en el bar del desayuno al detectar tan atronador silencio. “Ha pasado un ángel”, respondió una señora que casi se atraganta con el bollo empapado en el café con leche. No era para menos, por un instante, el mundo de la politiquería, a menudo vociferante y faltón, nos ofrecía una imagen de unidad en el respeto y el dolor, impactado y conmovido por el drama que padecía una buena parte de la ciudadanía por la catástrofe que el día anterior había asolado el Levante español. Pues sí, había pasado el ángel exterminador.
En aquel momento, no sabíamos ni podíamos imaginar que nuestro pueblo estaba padeciendo la catástrofe mayor de la historia con unas consecuencias insólitas. Solo duró un minuto, pero nuestra élite política respondió a las expectativas del pueblo con empatía ante la desgracia climática de palmarias consecuencias sufridas en carne propia.
Salvo alguna nefasta salida de tono, la colaboración entre instituciones funcionó y la empatía exigible a las autoridades surgió de entre el fango para mirar a la ciudadanía dolorida, atrapada, devastada. Supongo que, más adelante, cada cual volverá por donde solía, pero tengo la sensación de que, a partir de ahora, ya nada será igual. Esta vez, no fue un tsunami en Java o Sumatra; huracanes de Miami o Nueva Orleans ni inundaciones en Perú o la India. Este miércoles pasado, la naturaleza se desbocó en Chiva, Letur, Mira, Cheste, Alcudia, Catarroja, Paiporta… el azote de la lluvia y el granizo se cernió sobre nuestro Levante con una violencia inaudita y nunca vista. Una nueva llamada de atención de los cielos, una bomba de lluvia cebada por el calentamiento del Mediterráneo, una alerta palmaria del planeta devastado por la mano del ser humano, un aviso que solo la estupidez humana puede ignorar.
Está bien que los partidos políticos aparquen su riña de gatos para demorar sus respectivas responsabilidades y aparentar una unidad más o menos impostada ante el dolor del pueblo. Es ejemplar que las distintas instituciones –sea cual sea su color– sumen esfuerzos por rescatar a las personas, localizar y enterrar a los muertos y recuperar las viviendas y enseres de la población afectada. Una vez más, como en desgracias anteriores que guardamos en la memoria, la sociedad civil demostró su calidad humana, su valor y el poder de la solidaridad movilizándose para reforzar el magnífico trabajo de cuerpos de bomberos, militares, policías y demás expertos. Sería magnífico que además, cuando esta pesadilla haya pasado, las autoridades se pongan de acuerdo en buscar soluciones preventivas para una mejor defensa de la ciudadanía ante fenómenos futuros de similares características e investiguen con honestidad no cainita los fallos acaecidos en esta ocasión, con voluntad constructiva, para entre todos poder corregirlos. Pero lo verdaderamente relevante, útil y esperanzador sería que esas respuestas de las élites empresariales, económicas y políticas remaran en la misma dirección para identificar, encarar y luchar contra el cambio climático, en una decisiva defensa del planeta, porque nos va en ello la vida. No se trata de cuidar la tierra que heredará nuestra descendencia. Es que ese futuro catastrófico ya está aquí. Porque las danas, huracanes, sequías, etc. van a repetirse y aún no hemos inventado tecnología que valga para hacerles frente o evitar sus efectos. Es el ser humano el que está devastando a una velocidad inaudita el planeta y haciendo oídos sordos a las alarmas que nos grita la ciencia y nos lanzan las minorías ecologistas.
Ya hemos llegado a un punto de no retorno en el que no basta con reciclar adecuadamente los residuos, elegir fuentes energéticas no contaminantes, desechar los envases de plástico o apostar por el transporte público. Son gestos individuales que están muy bien, son necesarios y sintomáticos de una toma de conciencia ciudadana responsable y respetuosa. Pero si queremos salvar el planeta y, por lo tanto, salvarnos como especie, hemos de aceptar la necesidad de un cambio más profundo y radical del modelo de vida en la tierra.
Todo está inventado y la ciencia nos ha enseñado el camino. La ONU lleva años avisando de las consecuencias que tendrá el calentamiento de grado y medio o dos grados de la temperatura de la tierra, como consecuencia de nuestro estilo de vida –llamado “desarrollado”–, movido por la codicia y la producción sin límites, pese a que sabemos que los recursos que extraemos de la naturaleza son finitos. Cuando el modelo económico neoliberal, llevado de su propia soberbia, fuerza los límites de la naturaleza no tiene en cuenta las consecuencias o, si las conoce, sigue en una huida hacia adelante convencido de que los grandes avances de la modernidad terminarán por resolver el problema. Y resulta que el planeta es un actor económico que no negocia –como bien dice Yayo Herrero en su obra Toma de Tierra–, sino que impone su realidad demostrando que el ser humano no es el centro del mundo, como sigue advirtiendo la ciencia. Pero los poderosos no se lo toman en serio. quizás porque las sociedades de países desarrollados no se lo han exigido, y siguen negociando la reducción de emisiones como si fuera el juego del Monopoly; continúan desarrollando un urbanismo depredador; no dejan de ignorar las estaciones ni los ciclos de la vida de los animales porque solo les mueve la insaciable demanda de los mercados; envenenan los mares, destruyen los bosques y calientan los casquetes polares.
Nos dice la Biblia que Egipto padeció tremendas inundaciones a causa de lluvias interminables que los profetas atribuyeron a las demandas de Moisés, que invocó a Abadón, el ángel exterminador, dueño del abismo y de las fuerzas oscuras. El Antiguo Testamento (para los cristianos) o la Torá (para los hebreos) están salpicados de interpretaciones mágicas de acontecimientos históricos a los que las religiones monoteístas que comparten sus creencias han dado diversos sentidos para construir sus relatos morales. Así se explican el diluvio universal, las siete plagas de Egipto, los castigos divinos a Sodoma y Gomorra, los múltiples éxodos o las caídas apocalípticas de imperios poderosos.
En este caso, no caben relatos mitológicos o creencias heredadas. Ahora sabemos que no fue solo la fuerza de la naturaleza la que embarró las calles del Levante, derribó viviendas y edificios centenarios, ahogó bebés, ancianos y gentes de toda condición. No fueron fuerzas del mal las que se cebaron con el pueblo. Fue la mano del hombre que no quiso ver la realidad y no cuidó del planeta que le da la vida. Una acción humana de desprecio por la tierra y de ambición desmedida por las fruslerías del desarrollo tecnológico. No hay mejor metáfora y peor augurio que esas odiosas imágenes de batallones de coches –símbolo de nuestro crecimiento económico– sacudidos por la despiadada fuerza del agua, arrastrando vidas y haciendas de personas inocentes. Se lo debemos a las víctimas. Cuando enterremos a nuestros muertos y limpiemos las calles, dediquémonos a cuidar este planeta.
14