Esta semana, la ministra Ana Mato sorprendía con la noticia de necesidad de revisar la ley contra la violencia de género. Sin embargo, en lo que llevamos de legislatura ninguno de los asesinatos cometidos por violencia de género ha sido condenado por algún miembro del gobierno. Desde que Rajoy es presidente, los recortes para su prevención se han reducido en un 30%. A día de hoy no existe, ni ha existido la articulación de un discurso institucional sobre estos temas. Por otro lado, las cuestiones relativas a la organización de la lucha contra la desigualdad, las estructuras públicas de toma de decisiones en esta materia o los significados sociales que refuerzan la violencia ni se plantean ni se han planteado como algo problemático para perseguir la verdadera erradicación de la desigualdad de género.
Decía Wright Mills que la ausencia de cuestiones públicas no se debe a la ausencia de problemas, sino a la condición ideológica de su invisibilidad. Por eso, la solución no radica en “reformar” una ley que en realidad no se está aplicando. Es la inacción y el silencio institucional mantenido en materia de violencia de género lo que está funcionando ideológicamente para despolitizar esta lucha. Vamos a explicar por qué.
La hegemonía de la definición del debate público sobre lo que es político, lo que importa y lo que no, sobre cuáles son las cuestiones públicas de urgencia, lo que ahora toca y lo que puede esperar, no ha dejado de cuestionarse por el movimiento feminista desde casi sus orígenes. Pero fue a partir de los años 60 cuando muchos movimientos sociales insurgentes comenzaron a cobrar fuerza en este sentido, ampliando los límites de un supuesto pluralismo en el debate público y llevando a la esfera de debate demandas sobre procesos de toma de decisiones, de imperialismo cultural, o temas relativos a relaciones personales de la vida cotidiana que jamás habían tenido una lectura política. Discutir sobre estos asuntos implicó politizarlos porque por primera vez salían a la esfera de contestación pública, cuestionando implícitamente ese limitado pluralismo que manejaba la concepción tradicional de espacio público de nuestras democracias.
No es casual que el lema feminista que triunfó durante la década de los sesentas fuera aquel que sostenía que “lo personal es político”. Gracias a ese lema, el movimiento de mujeres sacó a la esfera pública muchos temas y prácticas que se entendían como demasiado triviales, privados o íntimos para someterlos a discusión o acción colectiva. La violencia de género era uno de ellos. Hasta hace poco tiempo, el hecho de que una persona maltratara a su pareja era una cuestión privada que debía mantenerse en la esfera íntima de las relaciones personales. Esto no era una cuestión política. Sin embargo, la visibilización de este problema ayudó a tomar conciencia de que “el poder” no es algo que se ejerce sólo a nivel macro, sino dentro también de las relaciones de pareja, porque esas relaciones de poder son expresión de pautas estructurales de desigualdad. Estaba claro que había que resignificar los espacios de lo público y lo privado, sacar determinados problemas del ámbito de lo privado y hacer que a lo privado llegara también la democracia.
Para la teoría feminista fue costoso mostrar que definiciones como la de “violencia” habían de ser contestadas en una situación de dominación masculina. Según afirmó Liz Kelly en uno de los estudios de referencia sobre violencia de género publicado en los años 90, era fácil entender por qué los hombres, en defensa de sus intereses de grupo y como principales perpetradores de la misma, habían limitado en gran medida su propia definición. Se tomó conciencia de que definir algo siempre es problemático. Se necesita buena teorización y evidencia empírica. Pero también tener presente, como afirma Martha Minow que las definiciones se construyen socialmente, que las categorías no encajan de manera natural en el mundo, sino que van cargadas de prejuicios envueltos en normas culturales, o expectativas y valores sociales.
Un intenso trabajo desde el feminismo permitió problematizar las definiciones dominantes y ampliarlas de manera más inclusiva. El entendimiento de violencia pudo adaptarse gradualmente a lo que constituía la experiencia real de las mujeres, identificando un amplio rango de comportamientos físicos, verbales, sexuales, emocionales y psicológicos que éstas vivían como violencia porque producían de forma sistemática humillación y menosprecio, privación de su autonomía física y mental, además de una ruptura en el estrato más básico de su seguridad emocional y física que en los casos más graves podía acabar provocando la profunda quiebra de un autorrespeto elemental. Todavía las investigaciones feministas hoy deben lidiar con estas tensiones entre las definiciones dominantes de lo que significa por ejemplo ser violada, y lo que muchas mujeres experimentan como violación aunque guarden silencio. La evidencia empírica que muestra la literatura feminista ha probado que muchas de ellas permanecen en silencio porque suelen anticipar la situación de no ser tratadas con respeto o tomadas en serio por otras personas.
Un contexto que promocione la expresión libre de estas experiencias de abuso es un contexto más democrático porque ayuda a identificar y a nombrar gradualmente estos problemas, hasta desarrollar un lenguaje normativo que nombre esa injusticia. Debe haber un contexto de politización y concienciación que sea atrapado por un discurso político que de verdad cuestione las estructuras de género que gobiernan nuestra sociedad.
A día de hoy ese discurso sobre la desigualdad de género se ha perdido. No hay ningún miembro del gobierno que lo sostenga, ningún proyecto institucional que tome partido y articule un marco político dirigido a erradicar las relaciones desiguales de poder que tienen su raíz en la desigualdad de género. Sin embargo, este no-discurso funciona ideológicamente, porque el no-discurso es el discurso implícito de no tener la igualdad de género en el horizonte normativo de su erradicación. Por este motivo, guardando silencio, este gobierno ha tomado partido. Antes que reformar esta ley, señora Ministra, quizás es más importante que comience a aplicarla.